A veces suele suceder que entre los hijos de Dios existe una tendencia a culpar al maligno y sus ataques por todas las cosas que les suceden y les acongojan. Sin embargo, hemos de recordar algo que ya sabemos: que el maligno está vencido (1 Juan 2:13). Cuando nuestro Señor Jesucristo murió, venció a la muerte y al que tenía el imperio de la muerte (Heb. 2:14).
Es cierto que Satanás anda hoy en día como león rugiente, buscando a quien devorar (1ª Pedro 5:8), pero, a los que son nacidos de Dios, y que no practican el pecado, no los puede tocar, porque el Señor les guarda (1ª Juan 5:18). ¡Está escrito! Por lo tanto, aunque siempre hemos de estar alertas a las asechanzas del diablo, nuestra principal lucha hoy en día no es contra Satanás.
En realidad, hay otra esfera donde debemos apuntar con especial cuidado. Hoy nuestra mayor lucha es contra nosotros mismos, contra nuestra naturaleza adánica, la cual arrastramos día a día, y a la cual debemos negarnos constantemente. Es preciso que nos despojemos de nosotros mismos, renunciando así a la impiedad y a los deseos mundanos «de nuestra carne» (Tito 2:12). Solo así obtendremos más y más de Cristo. Solo menospreciando nuestras vidas, seremos vencedores (Ap. 12:11).
A veces culpamos a Satanás de nuestros propios errores, y le atribuimos los sufrimientos que experimentamos por nuestro propio pecado. En verdad, nuestro principal enemigo somos nosotros mismos. Muchas veces nos dejamos engañar por nuestra supuesta «bondad». ¡Cuidado! Engañoso es el corazón del hombre ¿quién lo conocerá? (Jer. 17:9). Ni siquiera nosotros mismos podemos conocer nuestros corazones y su intención, así que no confiemos en él. El Señor es quien escudriña nuestra mente y prueba nuestro corazón (Jer. 17:10). Por eso, los Proverbios de Salomón nos aconsejan:«Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón». ¿Y dónde podremos guardarlo? ¡Solo en Cristo!
Por esto es que Pablo aconseja a Timoteo, diciendo: «Ten cuidado de ti mismo» (1 Tim. 4:16). Como una señal de alerta le dice: «Cuídate, no te dejes engañar». Esto también es válido para nosotros, no sea que nos engañemos a nosotros mismos. Es urgente que nos despojemos del viejo hombre (Col. 3:7-10) con todo lo que él acarrea, incluso aquello que nosotros consideramos «bueno». En nosotros no hay nada bueno. Solo Cristo en nosotros, él es bueno.
No nos dejemos engañar por nuestros corazones, sino seamos renovados en el espíritu de nuestra mente, vistiéndonos del nuevo hombre (Ef. 4: 22-24).
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