La vida del cristiano pareciera ser un remanso de aguas quietas. Sin embargo, no es así. Si bien es cierto que el Señor puso un río dentro del creyente, hay veces en que éste se seca.
Cuando un hombre o una mujer se convierten a Jesucristo, por la maravillosa gracia de Dios, todo su ser experimenta un poderoso milagro. Su vida es transformada, sus pecados son perdonados, y su ser interior –su espíritu– se convierte en un torrente de vida y gozo. Su sequía –es decir, su insatisfacción espiritual– desaparece. El vacío de su alma ha sido llenado.
No obstante, tal como Pedro que, al caminar sobre el mar, se comenzó a hundir, el creyente, que también camina sobre su propio mar tempestuoso, comienza a tambalear en su senda. Entonces, de pronto, el gozo da lugar a la tristeza, la paz a la aflicción, la fe a la incertidumbre, la satisfacción del alma a la más profunda frustración.
El río de Dios se ha secado. Tan pronto esto ocurre, el hambre reaparece, la sed vuelve a resecar los labios, y la insatisfacción retoma las riendas del alma. Todo resulta mal, y se trastoca, como antes. En el entorno, las personas se vuelven antipáticas y hasta odiosas, los amigos le traicionan, Dios le ha olvidado –aunque, para ser sinceros, es él quien se ha olvidado de Dios–, el trabajo se torna intolerable y el descanso es insípido.
La causa de esto es muy simple, pero aún así, muchos hijos de Dios no son conscientes de ella. El Señor Jesús dijo: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba … de su interior correrán ríos de agua viva» (Jn. 7:37-38). La sed es una necesidad básica. La sed del alma –mejor, del espíritu– lo es aún más. Esta sed no tiene ninguna posibilidad de ser saciada de otra manera que no sea en Cristo y por el Espíritu de Cristo.
El creyente que ha perdido el sentimiento de la presencia de Dios, y que se ha olvidado de que Dios es suficiente procurará apagar su sed con un agua que no sacia, y escapar del desierto con paliativos inútiles. Esta sed se expresa de muchas maneras, pero todas ellas implican la opresión del espíritu, la asfixia del alma, y aun el dolor de los huesos. Todas marchitan el corazón del creyente, como el sol implacable del verano sobre la tierra árida.
Si, en su desgracia, él busca paliativos que no sean Cristo mismo, tomará un largo camino, seco y árido, donde no hay aguas. Puede buscar en los negocios, en el arte, en la política, en el trabajo, en los placeres, pero todo será inútil.
Cuando el río se seca sólo sirve ir a la fuente. Hay que retroceder todo lo necesario y llegar hasta el lugar donde nacen las aguas, donde brota la vida. Jesucristo dijo: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba». También dijo: «El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás». Jesucristo es la Fuente única y bendita, donde toda sed se sacia y todo río se llena de aguas.
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