1ª Epístola de Juan.
Lecturas: 1ª Juan 1:1-7.
El apóstol Juan escribió tres epístolas. Se sabe que, cronológicamente, las cartas de Juan fueron las últimas del Nuevo Testamento en ser escritas, aun después del Evangelio de Juan y el Apocalipsis. Y, aunque hayan sido escritas para diferentes destinatarios, poseen algo en común; las tres epístolas tratan de un único asunto: la comunión.
La primera epístola de Juan es un poco diferente de las cartas que conocemos, pues una carta normal se inicia con el nombre de la persona a quien se dirige, y un saludo, y al final lleva una despedida o una conclusión característica. Pero la primera de Juan no contiene nada de esto. Sin embargo, no hay duda alguna de que ella es una carta, pues se puede percibir a lo largo de todo su texto que fue escrita de forma muy personal e íntima.
Fue escrita por el apóstol Juan probablemente entre los años 95 y 98 d. de C. En el original griego no se menciona al autor, como tampoco en el Evangelio de Juan. Sin embargo, hay una semejanza muy grande entre el evangelio y la primera carta. Este hecho puede ser demostrado por medio de un ejemplo. En Juan 20:31, leemos: «Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre». En 1ª Juan 5:13, está escrito: «Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna…». Es notoria la conexión entre el evangelio y la primera carta de Juan. Los estudiosos de la Biblia concuerdan que el autor de ambos libros es la misma persona, el apóstol Juan, y creo que no hay duda alguna sobre eso.
Juan era aquel a quien Jesús amaba; fue aquel que reclinó la cabeza en el pecho de Jesús durante la última cena. Él siguió al Señor hasta la cruz, siendo el único entre los Doce que estuvo próximo a la cruz cuando el Señor fue crucificado. Entre los doce apóstoles, Juan fue el que vivió mayor número de años. Cuando todos los demás apóstoles habían muerto, Juan vivió casi hasta el final del primer siglo. Así, se puede decir que la vida de Juan se extendió a través de todo el siglo primero.
Al estudiar qué tipo de persona era Juan, descubrimos a una persona muy poco común, pues poseía una combinación de temperamentos muy singular, opuestos uno al otro. El apóstol Juan era un hombre reservado y muy introvertido. Por otro lado, era un hombre intensamente iracundo. Por esta causa, el Señor Jesús los llamó, a él y a su hermano, los hijos del trueno. Estos dos temperamentos antagónicos moraban en Juan. Sin embargo, bajo el gobierno soberano y la disciplina de Dios, Juan fue grandemente usado por el Señor.
Aunque Juan no haya dirigido su carta a una iglesia en especial, creemos que él estaba escribiendo a las iglesias en Asia Menor –la provincia romana, no el continente asiático–, porque él había trabajado con esas iglesias en sus últimos días de vida. Por eso es importante que conozcamos un poco más acerca de la condición de la iglesia al final del primer siglo.
Sabemos que la iglesia tuvo su maravilloso comienzo en el día de Pentecostés. Fue un inicio realmente maravilloso. Aún no había transcurrido una generación, sino apenas treinta años, y el evangelio ya había sido predicado hasta los confines de la tierra – desde Jerusalén, por toda Judea, Samaria y hasta Roma. En aquella época, Roma era considerada el centro del mundo, tanto como los confines de la tierra.
En el comienzo, ellos vivían en completa unidad y armonía, se amaban mutuamente y compartían entre sí todas las cosas que poseían. Este testimonio era muy fuerte y el Señor añadía, día a día, a los que iban siendo salvos. Este fue el principio glorioso de la iglesia.
Al comienzo de la vida de la iglesia, los cristianos hallaban oposición por parte de los judíos; después fueron confrontados por los gentiles, y más tarde fueron perseguidos por el Imperio Romano. No obstante, en la época en que Juan escribió su primera carta, la persecución por parte de los romanos había disminuido. Los creyentes de aquella época, casi al final del primer siglo, ya formaban parte de la tercera generación. La gloria del nuevo descubrimiento del evangelio de Jesucristo estaba, al parecer, desapareciendo gradualmente. Parece que la visión del Señor se había tornado para ellos algo vago, y por el hecho de cesar la persecución, el pueblo empezó a vivir de manera descuidada y sin disciplina. El enemigo aprovechó que la iglesia se encontraba en esas condiciones y, lentamente, de modo traicionero y solapado, atacó, y en la iglesia empezaron a surgir enseñanzas falsas.
Si consideramos los capítulos 2 y 3 del libro de Apocalipsis, desde el punto de vista profético, veremos que esa época de la vida de la iglesia del primer siglo corresponde al periodo descrito por la carta a la iglesia en Éfeso, la primera de las siete cartas a las iglesias. ¿Cuáles son las características de la iglesia durante aquel periodo? Exteriormente, no había mudanza alguna. Había obras, trabajo, perseverancia, conocimiento y discernimiento. Todo parecía estar funcionando con normalidad, sin alteración alguna. Sin embargo, el Señor dice: «Pero tengo contra ti…». ¿Por qué? Porque ellos habían dejado el primer amor. Por fuera, parecía estar todo en orden; pero internamente algo estaba faltando. Se había secado la fuente de donde todo debería proceder. Ellos habían abandonado su primer amor. No estaban amando a Dios; no amaban a Dios de todo corazón. Su amor hacia el Señor Jesús estaba dividido. Ellos amaban a Dios, pero al mismo tiempo amaban al mundo, y por esa razón, el amor de unos a otros se había debilitado. Ya no se amaban hasta el punto de disponerse a dar sus vidas unos por otros. Se volvieron más centrados en sí mismos que centrados en Cristo, y el Señor los llamó al arrepentimiento, a recordarles de dónde habían caído y a que volviesen a la práctica de las primeras obras. En esa condición se hallaba la iglesia en la época en que Juan escribió su primera carta, y la escribió a fin de corregir tal situación.
Comunión viva
El tema de la primera carta de Juan es la comunión cristiana. Como sabemos, de acuerdo con el original griego, ekklesia es koinonía, es decir, la iglesia es la comunión. La iglesia está formada por aquellos que han sido llamados afuera, los cuales, habiendo sido llamados por Dios, salieron de toda tribu, lengua, nación y pueblo, para reunirse en el nombre de Jesús y volverse una comunión.
La iglesia, por tanto, es una comunión viva, basada en la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu. Podemos expresar también esta misma verdad de otra forma: la comunión de los creyentes es la extensión de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu. Sabemos que hay comunión entre el Padre y el Hijo, y la propia palabra comunión significa compartir las mismas cosas. En la Deidad hay comunión perfecta. El Padre comparte todo con el Hijo y el Hijo comparte todo con el Padre, y todo es compartido en el Espíritu. El Padre y el Hijo tienen todo en común, toda la esencia de la Deidad, y ellos son uno.
En Juan 17:10, nuestro Señor Jesús, dirigiéndose al Padre, dice: «…y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío». Y luego el Señor prosigue diciendo en el versículo 21: «…para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti». Ellos comparten todo, tienen todo en común. Todo lo que pertenece al Padre, pertenece al Hijo, y todo lo que pertenece al Hijo pertenece también al Padre, porque ellos son uno. Uno está en el otro, y viceversa. La unidad entre el Padre y el Hijo está basada en algo interno. No es una relación externa, sino una realidad interior, y por esa razón su comunión es una perfecta y dulce armonía. No hay ninguna sombra, oscuridad o tinieblas. Es la comunión más perfecta en todo el universo; es única y singular.
Hermanos, el gozo y la gloria de la comunión entre el Padre y el Hijo es algo que sobrepasa nuestra comprensión. El Hijo siempre agrada al Padre en todas las cosas, y el Padre siempre encuentra en el Hijo su total satisfacción. En eso consiste la comunión, en el compartir de la Deidad. Mas, gracias a Dios, a causa de su gran amor, el Padre desea extender esa comunión a la humanidad. Sin embargo, hemos de recordar que la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu es algo de lo cual ninguna persona tiene derecho a participar. Nosotros no tenemos derecho a exigir ni siquiera a pedir ser aceptados en esa comunión, pues somos totalmente descalificados y no merecedores. Entretanto, el Padre se agradó en extender esta comunión a la humanidad. «Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor» (1ª Cor. 1:9).
Nosotros no tenemos ningún derecho. Somos total y completamente indignos y descalificados. Pero aun así, somos llamados a compartir la comunión del Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Señor. Esta comunión de su Hijo, mencionada en el versículo ya citado, significa simplemente que el Hijo comparte al Padre con nosotros. El Padre es exclusivamente del Hijo por toda la eternidad. Él es el Hijo unigénito; es el único que tiene derecho a la comunión con el Padre y de compartir todo lo que pertenece al Padre. Todo lo que el Padre posee, el Hijo también lo posee, y todo lo que pertenece al Hijo es también propiedad del Padre; mas, gracias a Dios, hoy él nos ha llamado a la comunión con su Hijo.
El Hijo desea compartir al Padre con nosotros, así como todo lo que el Padre es. Es por esa razón que Dios nos bendice con toda clase de bendición espiritual en las regiones celestiales en Cristo. Nuestra comunión con el Padre es a través del Hijo y, a medida que tenemos comunión con el Padre, tenemos también comunión con el Hijo. Hoy, por lo tanto, nosotros estamos disfrutando de la comunión con el Padre y con el Hijo. ¡Ese es nuestro llamamiento! ¡A esa comunión hemos sido llamados!
¿Pero cómo vino esa comunión a hacerse realidad? Dios tuvo que hacer alguna cosa a fin de que su comunión con el Hijo pudiera extenderse también a nosotros. La comunión tiene un precio muy alto. A Dios le costó muy caro darnos acceso a esa comunión. En verdad, él tuvo que dar a su propio Hijo, para que pudiésemos ser llamados a esa comunión.
«Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos» (Hebreos 2:11). Aquel que santifica es el Señor, los que son santificados somos nosotros, y todos somos uno. ¿Cómo vino a existir esa unidad? Aquel que santifica es el Hijo de Dios, y los que son santificados son los seres humanos caídos. Nosotros no somos unos. ¿Cómo es posible, entonces, que en la Biblia esté escrito: «…el que santifica y los que son santificados, de uno son todos»?
«Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre» (Heb. 2:14-15). Nosotros, sus hijos, tenemos participación común de carne y sangre. La expresión participación común usada en Hebreos 2:14 es la traducción de la palabra griega koinoneo, la cual significa compartir en común.
Nosotros nacemos de carne y de sangre, bajo la esclavitud del pecado, y en eso estamos todos incluidos. Es nuestra koinonía. Porque nosotros tenemos participación en carne y sangre, también nuestro Señor Jesús participó de lo mismo. A fin de salvarnos y llevarnos a ser uno con él, él necesitó revestirse de carne y sangre.
Sin embargo, la palabra «participó» que aparece en este versículo refiriéndose a la persona de nuestro Señor Jesús no es, en el original griego, la misma palabra koinoneo usada para referirse a los hijos al inicio de Hebreos 2:14, la cual significa compartir en común. La palabra participó corresponde allí a la expresión metecho, en el original, y significa que nuestro Señor tomó sobre sí algo que era externo a él mismo. Él no era originalmente carne y sangre como nosotros somos, mas él, deliberadamente, tomó sobre sí algo que no era parte de lo que él era, y lo hizo suyo. Él se hizo partícipe de carne y sangre. Dios habitó en carne y, en su encarnación, él se identificó a sí mismo con nosotros, que tenemos participación común de carne y sangre. Este fue el primer paso.
El Señor, en primer lugar, se identificó a sí mismo con nosotros, que somos de carne y sangre, y habiéndose hecho hombre, se humilló a sí mismo y fue obediente a Dios. Él murió en la cruz en nuestro lugar, tomando sobre sí mismo todos nuestros pecados, para que nosotros pudiésemos ser libertados de la muerte. Después de eso, en su resurrección, él liberó su propia vida para nosotros; él dio su vida a todos aquellos que en él creen. De ese modo, hemos sido hechos uno con él. Es decir, él se identificó a sí mismo con nosotros en su muerte y resurrección. Su muerte es nuestra muerte a la vieja creación, y su resurrección es nuestra resurrección. Somos resucitados en novedad de vida y somos hechos uno con él.
Hermanos, el traernos a la comunión con su Hijo, le costó a Dios un precio muy alto. Y la primera cosa que podemos constatar es que esa comunión, de la cual Dios nos hizo participantes, no es algo externo; al contrario, es una realidad interior. Es una cuestión de vida. Esta comunión se basa en la vida que él nos ha concedido a cada uno de nosotros, y porque tenemos esa vida es que tenemos participación en esta comunión de su Hijo con el Padre.
Los principios de la comunión
¿Qué es la comunión? La comunión está basada en la vida; es la comunión de la vida, el compartir de la vida. Todo aquello que no sea vida, que no consista en el compartir de Cristo, no puede ser considerado como comunión.
Hoy en día, solemos pensar en la comunión como si fuese algo meramente exterior. Del mismo modo, pensamos que la iglesia es sólo algo exterior, una organización externa. Pero la iglesia es algo formado por aquellos que fueron llamados hacia afuera, y fueron reunidos a fin de que formasen una comunión viva, a compartir a Cristo, a manifestar juntos a Cristo.
A veces, nosotros decimos: ‘Vamos a tener algunos momentos de comunión’. Entonces, nos quedamos un tiempo aparte con nuestro hermano. Sin embargo, ¿qué hacemos durante el tiempo de esa ‘comunión’? Compartimos nuestros problemas. ¿Será eso la comunión? Cuanta más comunión de ese tipo tenemos, más deprimidos quedamos.
Muchas veces hacemos algo peor que eso. Nos proponemos estar juntos y tener comunión, y usamos ese tiempo para hablar sobre política, sobre problemas sociales y cosas semejantes. ¿Será eso la comunión? ¡De ninguna manera! Eso es relacionamiento social.
Otras veces, durante el tiempo en que queremos tener comunión, intentamos transmitir unos a otros varias enseñanzas o doctrinas sobre el Señor Jesús, y discutir sobre diferentes interpretaciones de las verdades de la Escritura. De nuevo, tenemos que preguntarnos: ¿Será eso la comunión? Es posible que sí, pero sólo si Cristo está siendo compartido. Lamentablemente, sin embargo, aquello que nosotros llamamos comunión es, en la mayoría de las veces, simplemente una ocasión en que nos reunimos para transmitir unos a otros el conocimiento que hemos acumulado en nuestras mentes.
Es posible que tú seas una de aquellas personas muy inteligentes, que poseen una mente analítica, capaz de pensar con mucha claridad, de modo profundo y penetrante. Entonces piensas que has logrado ver en la Biblia alguna cosa que las otras personas aún no han visto, y luego les compartes tu descubrimiento. Tú compartiste con los demás algo que estaba en tu mente, ¿pero dónde está Cristo en eso? Después de haber compartido tu conocimiento con los demás, es posible que ellos hayan crecido en conocimiento, mas la vida de ellos no habrá crecido ni siquiera un milímetro. ¿Podemos llamar comunión a esto?
Verdadera comunión es compartir de Cristo, es compartir vida. Todo aquello que no es vida, no es comunión. Por esta razón, comenzamos a entender cuán importante es que tengamos comunión con el Padre y con el Hijo. En otras palabras, eso significa que nuestra comunión unos con otros es directamente proporcional a nuestra comunión con el Padre y con el Hijo. No puedes tener una comunión ininterrumpida con tus hermanos sin tener, al mismo tiempo, una comunión continua con el Padre y con el Hijo. ¡Es imposible!
Y no sólo eso, sino que el grado de profundidad de tu comunión, la medida de tu compartir con tus hermanos, es determinada por la profundidad de comunión que tienes con el Padre y con el Hijo. La medida de tu comunión con los hermanos es exactamente la misma medida de conocimiento que tienes del Padre y del Hijo, o, para expresarlo de un modo más exacto, es la medida que refleja cuánto has experimentado tú del Padre y del Hijo. Nada más ni menos que eso. Así, descubrimos que hay un principio, un orden, que caracteriza la verdadera comunión.
Me gustaría, por tanto, enfatizar que tenemos comunión, koinonía, participación común, ¡porque tenemos algo en común! Y lo que tenemos en común es la vida de Cristo. Por tanto, cuando tenemos comunión, nuestra comunión es en vida; por esa razón, la verdadera comunión es algo que incluye a todos aquellos que forman parte del pueblo de Dios. Todos aquellos que poseen la vida de Cristo, están en esta comunión.
Sin embargo, hoy en día, nosotros llamamos ‘comunión’ a las más variadas actividades en que participan dos o más personas. Pero esto no es correcto según las Escrituras, porque en verdad sólo existe una comunión – la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu; la comunión de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; la comunión de los apóstoles. En Hechos 2:42, está escrito que los cristianos «perseveraban en la enseñanza y en la comunión de los apóstoles»1. La comunión de los apóstoles es la comunión de Jesucristo, el Hijo de Dios. Por tanto, la comunión de los apóstoles, que se extiende hasta nuestros días y también nos incluye, es el compartir de la persona de Cristo con nosotros. Esta es la única comunión.
Hay solamente una comunión en todo el universo, y este hecho trae consigo una aplicación práctica – Nosotros debemos recibir a todos aquellos que tienen en sí mismos la vida del Señor Jesús. No debemos ser exclusivistas. Si excluimos a cualquier persona que tiene la vida del Señor Jesús, nosotros nos volvemos una secta, un partido, una división. Y eso desagrada al Señor, porque su comunión los incluye a todos, recibe a todos los que conocen al Padre y al Hijo, todos los que poseen en sí mismos la vida de Dios en Cristo Jesús.
Por otra parte, esta comunión es también extremadamente exclusiva. Todo lo que no tiene vida, sea una persona o una actividad, no importa cuán buena sea esa persona ni cuán saludable sea la actividad, si no tiene vida, no está incluida en la comunión. No puedes incluir a una persona determinada en la comunión sólo por el hecho de ser buena, por tener un buen carácter, una buena posición social o un buen nombre a los ojos del mundo. ¡No, de ninguna manera! No puedes hacer eso, porque la comunión es algo que se basa en la vida. Por eso mismo, Nicodemo tenía que nacer de nuevo, a fin de poder tener parte en la comunión. Y nosotros, gracias a Dios, nacimos de nuevo y estamos en esta comunión.
No es posible, sea del modo que sea, ser incluido en esta comunión; es preciso haber nacido en ella. Llegar a ser un miembro participante de esta comunión no es algo que pueda ser efectuado en la tierra. El libro en el cual están inscritos los miembros de esta comunión no se encuentra aquí en la tierra, ni aun dentro de un cofre. El libro de la vida está en el cielo, y es allí donde están inscritos nuestros nombres. Todo aquel que cree en el Señor Jesucristo, todo aquel que tiene al Hijo, tiene vida eterna y pertenece a esta comunión. Nosotros tenemos algo en común – Dios compartió a su Hijo con nosotros, su propia vida, y nosotros tenemos comunión con el Padre, con el Hijo, y los unos con los otros.
La comunión no es algo basado en la luz que poseemos; la comunión se basa en la vida. Al hablar de luz, me refiero al conocimiento que podamos tener con respecto a la palabra de Dios. Nosotros creemos en la palabra de Dios, creemos íntegramente en todo lo que en ella está escrito. Sin embargo, no podemos negar que hay muchas interpretaciones diferentes. Algunas personas alegan tener luz acerca de una determinada porción de las Escrituras. Y surge entonces otro grupo de personas que también juzga tener luz sobre aquel mismo pasaje de las Escrituras. Por desgracia, existen entre el pueblo de Dios aquellos que tienen luz diferente, ¡como si ello fuese posible!
En verdad, yo no sé si debemos llamar a eso luz o tinieblas, pues esas personas afirman tener luz sobre la palabra de Dios, pero a causa de sus diferencias de interpretación, ellos causan división entre el pueblo de Dios. Y dicen: ‘Si tú no crees en mi interpretación de una determinada parte de las Escrituras, entonces estás excluido’. Es preciso recordar, sin embargo, que es posible que tú tengas más o menos luz acerca de un pasaje dado de las Escrituras, o tengas una interpretación diferente; pero si nosotros tenemos el mismo Cristo, entonces tenemos comunión el uno con el otro.
Ninguna diferencia puede interferir en nuestra comunión, pues nuestra comunión se basa en la vida. Gracias a Dios, nuestra comunión no está fundada en la luz que tenemos, no se basa en cuánto conocemos de las Escrituras, sino que se basa en la vida de Cristo que hemos recibido por gracia a través de la fe. De este modo tenemos comunión unos con otros. (Continuará)