La Epístola a los Romanos.
Lecturas: Romanos 1:1-4, 16-17; 16:25-27.
El Nuevo Testamento, así como el Antiguo, está dividido en tres partes. En primer lugar, tenemos los libros históricos, luego las cartas o epístolas, y finalmente el libro de Apocalipsis. Los cinco libros históricos –los cuatro evangelios y el libro de los Hechos–, contiene la historia de nuestro Señor Jesús. Ellos nos proporcionan los hechos, la revelación de nuestro Señor Jesús.
Los libros históricos son seguidos por las epístolas, las cuales trazan las explicaciones de aquellos hechos. Los libros históricos nos muestran el ejemplo, y las epístolas, la interpretación. Con todo, sean los hechos o su interpretación, una cosa es cierta: ellos son la revelación de Jesucristo.
Ya hemos visto que los libros históricos del Nuevo Testamento nos entregan la revelación de Jesucristo. El hecho de que él sea revelado en su propia persona –en el cuerpo que tomó sobre sí mismo cuando el Verbo fue hecho carne– o a través de su cuerpo colectivo, que tomó sobre sí después de su muerte, resurrección y ascensión, no hace diferencia. Es el mismo Jesucristo. Ya sea en su cuerpo personal, o en su cuerpo colectivo, él nos está siendo revelado. ¡Cuán precioso es eso!
¿Qué es el Evangelio?
En el Nuevo Testamento, la primera carta que encontramos es la epístola a los Romanos. De todos los escritos del apóstol Pablo, esta carta trata de un tema en especial: el Evangelio. Es la disertación más completa y sistemática acerca del Evangelio de Dios. Al principio mismo de su carta, Pablo dice que él es siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios. Eso nos muestra que el Evangelio es el tema de toda esta carta.
¿Qué es el Evangelio? En Lucas capítulo 2, cuando Jesús nació, un ángel del Señor se apareció a los pastores en los campos de Belén, diciendo: «He aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor». Ese es el hecho del Evangelio. El hecho del Evangelio es Jesucristo, el Señor. Y cuando el apóstol Pablo inicia la carta a los Romanos, él confirma exactamente este hecho. Dice: «Pablo… apartado para el evangelio de Dios… acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo…».
Esa es la afirmación, y tras ella, de acuerdo con la estructura gramatical, vamos a encontrar dos paréntesis. El primero es Romanos 1:2: «…que él (Dios) había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras…». En otras palabras, este Evangelio no es un accidente; fue prometido anteriormente por los santos profetas en las Escrituras. Es decir, si regresamos al Antiguo Testamento, descubriremos que los profetas, desde antaño, habían profetizado acerca de este Evangelio. No es algo que simplemente sucedió porque sí, sino algo que fue preparado por Dios en el transcurso de los siglos.
El segundo paréntesis es Romanos 1:3b-4: «…que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos…». Este Hijo de Dios, el cual es el Evangelio de Dios, es, por un lado, del linaje de David –por lo tanto, un hombre– y, por otro lado, él prueba ser el Hijo de Dios mismo, por la resurrección de entre los muertos. Él es el Hijo de Dios. En consecuencia, este evangelio de Dios se refiere al Señor Jesús, el cual es tanto hombre como Dios. Él tiene una humanidad, y asimismo una divinidad. Él es el Dios-hombre, y este Dios-hombre es el Evangelio de Dios.
Desde el inicio, es necesario resaltar esto: El Evangelio de Dios es una Persona. No es una enseñanza, ni una doctrina, no es una técnica, ni una fórmula. Es una Persona: el Hijo, el Hijo de Dios, Jesucristo, nuestro Señor. De esa manera, ello confirma lo que tenemos en los libros históricos, es decir, que el Evangelio es el Señor Jesús. Ese es el hecho.
Al apóstol Pablo le gusta explicarnos ese hecho. En la introducción, él dice: «Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree…». No hay diferencia; el evangelio es poder de Dios para salvar a todo el que cree, sea judío o griego, y el evangelio es poder de Dios que salva completamente. Si sabemos que éste es el Evangelio, ciertamente nos gloriaremos en él, no tendremos vergüenza de él. En este Evangelio, la justicia de Dios es revelada sobre el principio de fe y para fe. Dios dispuso todo en el Evangelio, y todo lo que necesitamos hacer es creer; y si creemos, entonces la justicia de Dios viene sobre nosotros.
Después de introducir el tema (Ro. 1:1-17), Pablo empieza a desarrollarlo. Podemos dividir la carta a los Romanos en tres secciones. La primera se extiende desde el versículo 1:18 hasta el final del capítulo 8, y nos muestra la provisión del Evangelio. La segunda parte comprende los capítulos del 9 al 11, y nos declara el propósito y el plan del Evangelio. Y finalmente, la tercera parte, que abarca desde el capítulo 12 al 16, muestra el poder o el producto del Evangelio.
La provisión del Evangelio
Antes de conocer el Evangelio, nosotros no sabíamos nada acerca de la justicia de Dios, porque la justicia de Dios es revelada en el Evangelio. ¿Qué es lo que nosotros conocíamos, entonces? Sólo conocíamos la ira de Dios. La ira de Dios es revelada y está sobre toda la impiedad y perversidad de los hombres. Nosotros conocemos eso, porque éramos impíos.
Nosotros fuimos creados a imagen de Dios; deberíamos ser como él, deberíamos manifestarlo y representarlo sobre la tierra; pero, lamentablemente, nosotros pecamos, caímos, y fuimos destituidos de la gloria de Dios. Nos volvimos impíos, ya no somos más como Dios.
Y aún más que eso, nosotros no sólo somos impíos en relación a Dios, sino que nos volvimos injustos en todas las relaciones entre nosotros. Somos injustos unos con otros; pecamos unos contra otros, nos maltratamos y nos herimos, hacemos muchas cosas erradas unos contra otros. Y a causa de estar en ese tipo de situación, todo cuanto conocemos es la ira de Dios.
En nuestra conciencia, sabemos que la ira de Dios está sobre nosotros, sabemos que estamos bajo condenación. Por esta razón, se han inventado religiones que pretenden tranquilizar la mala conciencia e intentan de alguna forma aplacar la ira de Dios. Nos esforzamos por hacer el bien, intentamos cumplir las obras de la ley. Sin embargo, amados hermanos, sabemos que nuestra justicia, esto es, el pensar que hacemos algo bueno al cumplir la ley, es como trapos de inmundicia (Is. 64:6). Ellas no sólo son incapaces de cubrir nuestra desnudez delante de Dios, sino que al mismo tiempo son sucias, inmundas, a los ojos de Dios. Por tal razón, nadie puede ser justificado por las obras de la ley.
Si trajésemos todas las obras y todas las cosas buenas que hacemos, para ofrecerlas a Dios, seremos completamente rechazados. Es exactamente como las ofrendas de Caín, el cual trajo lo mejor de sus productos de la tierra, lo cual representaba sus propios méritos. Él intentó traerlos a Dios para que Dios los aceptase; sin embargo, éstos fueron rechazados totalmente. No sólo sus ofrendas, sino su propia persona, fueron rechazadas por Dios. Nadie puede ser justificado por las obras de la ley. Todos están bajo condenación; todos están bajo la ira de Dios. Y creo que todos nosotros hemos experimentado estas cosas.
Mas, gracias a Dios, encontramos: «Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia…» (Ro. 3:21-22).
La justicia de Dios está siendo manifestada para nosotros en el Evangelio. Con todo, ¿cómo viene la justicia de Dios sobre nosotros los que creemos? A fin de aclarar este punto, diremos que, en realidad, hay tres cosas mencionadas en los capítulos 1 a 8 de Romanos, que el Evangelio provee para nosotros. En los capítulos 3 y 4, y hasta el versículo 5:12, tenemos la justificación. De 5:13 a 8:17, la santificación, y de 8:18 a 8:30, encontramos la glorificación. Tal es la provisión de Dios para nosotros en el Evangelio.
La justificación
¿Qué es la justificación? A menudo oímos a las personas decir que la justificación significa «como si nunca hubiésemos pecado». Nosotros pecamos, mas ahora, siendo justificados, estamos delante de Dios como si nunca hubiésemos pecado. Sin embargo, en la realidad, la justificación es mucho más que eso. Dios no sólo nos considerará justos y como si nunca hubiésemos cometido pecado, sino que la justificación significa que ahora nosotros somos ‘aceptos’ en el Amado.
La justificación significa que fuimos reconciliados con Dios, que ahora tenemos un lugar en la presencia de Dios. Antes, no podíamos acercarnos a Dios, no podíamos llegar a su presencia. Si llegásemos a Dios, seríamos juzgados, condenados, ejecutados, y moriríamos. Mas, gracias a Dios, a través de la justificación, hoy podemos estar delante de él con santa osadía. Ya no tenemos miedo a la ira de Dios, pues su justicia está a favor nuestro.
Así, pues, en verdad, la justificación incluye todos esos pensamientos. Somos justificados como si nunca hubiésemos pecado, es decir, todos nuestros pecados han sido perdonados; pero ellos no sólo son perdonados, sino también olvidados, porque si así no fuera, no podríamos decir que somos justificados como si nunca hubiésemos pecado. Nosotros pecamos, mas ahora todo fue perdonado y olvidado. Dios perdonó, por lo tanto nosotros fuimos justificados, fuimos reconciliados con Dios, ya no somos más sus enemigos. Dios nos recibió, nos aceptó en su amado Hijo, y ahora podemos estar delante de él en santa osadía. Eso es la justificación.
¿Cómo somos justificados? Esa es una pregunta muy antigua, y se encuentra ya en el libro de Job, el primer libro de la Biblia desde el punto de vista cronológico. En este libro, en el capítulo 9, Job hace la siguiente pregunta: «¿Y cómo se justificará el hombre con Dios?». ¿Cómo puede el hombre injusto, pecador, volverse justo delante de Dios? Dios es un Dios justo; entonces, ¿cómo puede él justificar a personas injustas? Por otro lado, si Dios simplemente justificase a las personas injustas sin tomar ninguna otra providencia, eso lo volvería injusto a él, distorsionaría su justicia, y eso él no podría permitirlo.
Dios ama a los pecadores; sin embargo, él aborrece el pecado. Pero, gracias a Dios, ese es el problema que el Evangelio viene a resolver. El Evangelio dice que de tal manera amó Dios al mundo, que dio su Hijo unigénito al mundo. Su Hijo vino a este mundo como un hombre, Jesús, quien tomó sobre sí nuestros pecados y murió en la cruz como nuestro sustituto. Él derramó su sangre por nuestros pecados, y su sangre satisfizo la justicia y la rectitud de Dios. Su sangre purifica nuestros corazones de mala conciencia, y por tal razón somos justificados delante de Dios. Vale decir, somos justificados, pero no por nosotros mismos.
Muchas veces tratamos de justificarnos a nosotros mismos; sin embargo, nuestros esfuerzos son inútiles, y no somos justificados de esta manera. Es Dios quien tiene que justificarnos, y lo realiza a través de la sangre de su propio Hijo amado. Los pecados son perdonados porque la sangre ha sido derramada. De esa forma, puede Dios justificarnos de manera recta, y la justicia de Dios viene a nosotros.
2 Corintios 5:21: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él».
Es interesante observar que no sólo nosotros somos justificados por Dios, sino que, al recibir el Evangelio, nosotros justificamos también a Dios. Nos transformamos en justicia de Dios. Decimos entonces que Dios es justo al justificarnos. Es algo mutuo.
Amados hermanos, ¿cómo nos volvemos justos delante de Dios? Hoy, Dios mira hacia nosotros y dice: «No veo iniquidad en ustedes». Recuerden, en el Antiguo Testamento, cómo Balaam, el profeta gentil, intentó maldecir a los hijos de Israel; sin embargo, Dios transformó la maldición en bendición y dijo: «Yo no veo iniquidad en Israel». Lo mismo sucede con nosotros. Dios dice: «No veo pecado en ellos». Nosotros somos justificados en Cristo Jesús. Dios no ve pecado alguno en nosotros; al contrario, él nos ve como justos.
¿Cómo es posible esto? Ustedes saben que entre el pueblo de Dios hay diferentes grados de entendimiento acerca de las cosas de Dios, y hay personas, en verdad, faltas de entendimiento. A veces pensamos que, si creemos en el Señor Jesús, entonces nos tornamos justos. Esto es verdad, porque en Romanos 5:18-20 está escrito: «Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos. Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia».
¡Es correcto! Dios nos tornó justos. Pero, ¿cómo sucede eso? Algunos piensan que, cuando crees en el Señor Jesús, entonces él te transforma del pecado a la justicia. Es decir, tú eras anteriormente un pecador, no sabías hacer otra cosa sino pecar; mas, después que creíste en el Señor Jesús, ocurre una transformación en ti. Ya no pecas más, te transformas en justo. O sea, todo lo que hicieres a partir de ese momento es justo delante de Dios, porque fuiste transformado.
Esa es una forma de encarar la cuestión. Pero, ¿será que fuiste realmente transformado? Es verdad, desde que creíste en el Señor Jesús, tal vez en los primeros días, parece que hubo una transformación. Sin embargo, al poco tiempo, cuando el entusiasmo y la emoción de aquellos días primeros pasó, descubres que la transformación parece no haber ocurrido, que aún puedes pecar, que no eres tan justo como creías. En otras palabras, que no fuiste transformado.
Sin embargo, eso no significa que no hayas sido salvo. Eres salvo; en verdad una nueva vida entró en ti. Recibiste la vida eterna, y entretanto, en relación a tu persona, no has cambiado; aún eres el mismo de antes. Pero, gracias a Dios, ahora eres poseedor de una nueva vida.
Por otro lado, algunos dirán: «Cuando tú crees en el Señor Jesús sucede lo siguiente: tú no eres transformado; sin embargo él te concede su justicia; sus méritos se transforman en tus virtudes; por tanto, cuando Dios te mira, te ve lleno de virtud y justicia, porque la justicia de Jesucristo es ahora tuya». Quienes piensan así, están cerca de la verdad, ¡pero no están lo suficientemente cerca!
La expresión «la justicia de Jesucristo» se encuentra en un solo lugar en el Nuevo Testamento (Dejo al lector la tarea de descubrirlo). La expresión «justicia de Jesucristo» significa que cuando el Señor Jesús estaba sobre la tierra, él era justo en todo. Ahora él es ‘el Justo’, sentado a la diestra del Padre. Él es el único justo, porque él satisface al Padre en todas las cosas. No hay ni siquiera uno justo, sólo Jesucristo es justo. Esa es su justicia.
Sin embargo, ¿sabías que la justicia de él no te justifica a ti? Al contrario, su justicia va a condenarte, porque él es tan justo y tú tan injusto. Cuanto más justo es él, nuestra injusticia se hace más notoria. Por tanto, mayor es nuestra condenación. Supongamos que eres una persona negligente, y encuentras a alguien que es muy diligente. Cuanto más diligente sea esa persona, más notoria se hará tu displicencia, porque el contraste será mayor.
En Juan 16:10 está escrito: «…de justicia, por cuanto voy al Padre». Cuando el Espíritu viniere, él condenaría al mundo. ¿Qué significa eso? ¿Por qué razón la justicia nos condena en el hecho de que Cristo va al Padre? Porque Jesús es el único que puede retornar a Dios, el único que puede estar delante de Dios, el único que puede vivir delante de Dios; él es aquel único justo a quien Dios puede aceptar. Por lo tanto, por haber ido él al Padre, está probado que su justicia es perfecta. Él puede ir al Padre, y esta justicia nos condena, porque nosotros no podemos ir al Padre; no nos atreveríamos a ir. Si fuésemos, moriríamos. ¡Eso es justicia!
Hermanos, la justicia de Jesucristo no nos justifica a nosotros, sino que lo califica a él para ser nuestro sustituto, porque él es sin pecado. Por tanto, él pudo ser hecho pecado por nosotros. Si él no fuese justo, no podría ser nuestro sustituto; tendría que morir por causa de su propio pecado. Sin embargo, gracias a Dios, él es totalmente justo, y pudo ser hecho pecado por nosotros, de modo que la justicia de Dios pudiese venir sobre nosotros. Su justicia lo califica para ser nuestro Salvador, nuestro sustituto. Mas, su justicia no es algo que nos es dado para ser nuestra justicia.
Algunas personas han dicho que no sólo nuestro Señor Jesús tiene todos los méritos y justicia para conceder a las personas, sino que, aun en este mundo, hay santos ‘canonizados’, que, cuando murieron, fueron directamente al cielo, no necesitaron ni siquiera ir al ‘purgatorio’. Al llegar al cielo, tenían muchos méritos; tantos, que sobraban. Por tanto, si tú oras a uno de ellos, él te podría conceder alguno de sus méritos, y elevarte del purgatorio hacia el cielo. Ese es el significado de «conceder méritos».
Sin embargo, ese no es el Evangelio de la justificación por la fe. El Evangelio no significa que Cristo, lleno de justicia, tome su justicia y la ponga sobre ti, y a partir de allí te vuelves justo. No, de ninguna manera. Nosotros nos volvemos justos porque Dios nos dio a su Hijo amado. Cristo Jesús, él, fue hecho nuestra justicia.
1 Corintios 1:30: «Mas por él (Dios) estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención».
Dios hizo a Cristo nuestra justicia. Esto no significa que su justicia nos es dada a nosotros, sino que Dios nos da a su Hijo, Cristo, y nosotros somos revestidos con Cristo. Es en la unidad con Cristo que nos tornamos justos. Hoy, cuando estamos delante de Dios, él no nos ve a nosotros, sino a Cristo, pues nosotros estamos revestidos con Cristo.
Amados hermanos, esta es la forma en la cual somos justificados; de esta manera nos tornamos justos. Nosotros no cambiamos. Él no nos dio simplemente algunos de sus méritos; antes bien, nos revistió de sí mismo. Hoy estamos unidos con Cristo; de tal manera que cuando estamos delante de Dios, él no te ve a ti o a mí. Dios ve a su Hijo amado y dice: «Eres justificado como si nunca hubieses cometido pecado; eres acepto, ten paz».
La justificación, o la justicia, no es una enseñanza, una doctrina, un método, una fórmula o una técnica. Es una Persona, y esta Persona es Jesucristo. Cuando tienes a Jesucristo, eres justificado. Si no tienes al Señor Jesucristo, aunque conozcas la doctrina de la justificación por la fe, no eres justificado. Las personas pueden aceptar la doctrina de la justificación por la fe, pero si no creen en el Señor Jesús, no son justificadas. Pueden usarla como una fórmula, pero esto no funcionará hasta que usted crea en el Señor Jesús. Eres justo delante de Dios porque Jesucristo fue hecho justicia para ti. Él es tu justicia. Eso es el Evangelio.
Recuerdo una historia de Juan Bunyan, el autor de «El Peregrino». Cuando él era joven, tenía a veces la convicción profunda de sus pecados, y trataba de cambiarse a sí mismo. Gran parte del tiempo vivió en forma muy liberal, pero cuando tuvo convicción de sus pecados, trató de auto reformarse. Intentó dejar de hablar obscenidades, comenzó a reunirse en una iglesia, y otras cosas más, en su esfuerzo de transformarse a sí mismo. A pesar de ello, volvía a recaer en las mismas cosas de antes, y sus tentativas eran inútiles.
En cierta ocasión, una vez más, Juan Bunyan sentía la carga de sus pecados, y pensaba nuevamente en regenerarse. Mientras iba caminando por el campo, meditaba sobre estas cosas: «¿Cómo puedo ser justificado? ¿Cómo puedo volverme justo delante de Dios? Yo no tengo justicia, ¿qué puedo hacer? ¿Cuál es la solución para este problema?».
Mientras caminaba por el campo, oyó de pronto una voz que decía: «Mi justicia está en el cielo». ¡Era una revelación! Él pensaba que su justicia estaba en sí mismo, y que era necesario hacer algo a fin de ser justo. Entonces oyó aquella voz: «Mi justicia está en el cielo». No está en ti, está en Cristo Jesús. Jesucristo es tu justicia, y si tienes a Jesucristo, entonces eres justo delante de Dios. Si tienes a Jesucristo, entonces estás justificado.
Un hermano explicaba esto de la siguiente manera: «Tú puedes cambiar, y vas a cambiar, pero tu justicia nunca cambia, porque ella es Cristo». No importa cuánto cambies tú; tu justicia nunca cambia. Y esa es la primera parte del Evangelio, es Jesucristo. No es una enseñanza, ni un método, ni aun algo que Dios te haya dado, sino es Cristo quien te ha sido dado.
La santificación
El segundo aspecto del Evangelio es la santificación. Esta es una palabra tremenda, pero significa simplemente «apartado para Dios». En la práctica, la santificación significa vivir una vida piadosa y santa, venciendo las tentaciones y el poder del pecado – vivir una vida victoriosa. Tal es la santificación.
En Lucas 1:75, una oración dice que debemos andar delante de Dios en santidad y justicia todos nuestros días. Amados hermanos, es verdad, después que fuimos justificados, después que fuimos salvos, debemos vivir en la presencia de Dios y andar delante de él en santidad (lo que significa ser igual a Dios) y en justicia todos nuestros días. No se espera que un cristiano, un verdadero creyente, continúe pecando, o caiga en tentación. Se espera que un cristiano viva como Cristo vivió en esta tierra, venciendo al poder del pecado y viviendo una vida santa.
«Sed santos, porque yo soy santo». Esta no es sólo una exhortación, es una orden. Dios nos manda que seamos santos. Santo significa ‘poco común’. Debes vivir de forma poco común, diferente al modo en que el mundo vive. Debes ser diferente, porque has sido apartado para Dios. Estás aquí para representar a Dios, para expresar a Dios, para manifestar su gloria. Esa es la santificación.
Ahora, ¿cómo podemos ser santos? ¿cómo podemos vivir esa vida victoriosa? Sabemos que debemos vivir esa vida; sin embargo, ¿podemos vivirla? En Romanos 7, Pablo dice: «En mi corazón, yo sé; en mi mente renovada, yo sé, sé que debo obedecer a los mandamientos de Dios, y deseo hacerlo. Trato de hacerlo, pero cuanto más lo intento, más fallo. El quererlo está en mí, mas no el hacerlo. ¡Qué hombre miserable soy! ¿Quién me podrá liberar de este cuerpo de muerte?».
¿No es esa la experiencia de muchos cristianos de hoy? Estás justificado delante de Dios, eres salvo, reconciliado con Dios, y tienes la vida de Dios en ti mismo. Sin embargo, de alguna forma descubres que no puedes vencer el poder del pecado. De alguna manera descubres que el desearlo está presente, pero no la fuerza. Lo intentas, lo intentas, lo intentas, y una y otra vez eres derrotado, y vives una vida cristiana miserable. Ciertamente, eso no es el Evangelio.
Hermanos, el Evangelio no es solamente para los pecadores; es también para los creyentes. La parte del Evangelio concerniente a los creyentes es: «¿No sabéis que fuisteis crucificados con Cristo?». En otras palabras, para nuestra justificación tenemos la sangre del Señor Jesús, y para nuestra santificación, la cruz de nuestro Señor Jesús.
Cuando nuestro Señor Jesús fue a la cruz, él llevó sobre sí todos nuestros pecados. Él cargó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, y allí murió por nuestros pecados. Por tanto, si crees en él, tus pecados son perdonados. De la misma manera, cuando Cristo Jesús fue a la cruz, el te llevó a ti y a mí. Gracias a Dios, él no sólo llevó nuestros pecados, sino que nos llevó a nosotros mismos con él a la cruz, y allí él murió como nosotros; no sólo por nosotros, sino como nosotros.
Cuando el Señor Jesús murió en la cruz, no sólo es nuestro sustituto, para pagar las deudas por nosotros, sino que es también nuestro representante. Él nos representa en la cruz. Cuando él murió, tú moriste en él y con él. Él fue levantado de entre los muertos, y tú también fuiste levantado juntamente con él de entre los muertos. Por esa razón, Pablo dice en Gálatas 2:20: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí».
Hermanos, ¿saben ustedes lo que significa la santificación? Sí, la santificación requiere que vivamos una vida santa; sin embargo, ¿quién puede vivir tal vida? Tú no puedes, nosotros no podemos vivir esa vida por medio de nosotros mismos. Aun siendo salvos, si tratamos de vivir una vida santa a través de nuestra propia voluntad, por nuestro propio esfuerzo, fracasaremos, porque nosotros no cambiamos.
Hay sólo un hombre que puede vivir esa vida santa, y ese hombre es Jesucristo. Él es el único que puede vivir tal vida, y tú sabes que él vive en ti, él vive en ti. Sin embargo, ¿tú permites que él viva a través de ti? Si estás viviendo a través de tu propio esfuerzo, esa es la razón por la cual no puedes vivir una vida santa. ¡Si sólo pudieras quedarte a un lado, y dejarlo vivir a él! Entonces, no sería problema el vivir una vida piadosa y justa delante de Dios todos los días de tu vida, porque él vivió esa vida hace dos mil años atrás. Él simplemente libera esa vida en y a través de ti y de mí.
Recuerda esto: la santificación no consiste en una vida transformada, la santificación es una vida sustituida. Tú no cambiaste, pero tuviste un trueque. No más tú mismo, es Cristo quien vive en ti.
Una ilustración clásica de esto es Hudson Taylor, el fundador de la Misión al Interior de China. Él amaba al Señor, y fue a China como misionero. Fue poderosamente usado por Dios, pero cuando estaba en China se dio cuenta que, a pesar de estar predicando a los chinos, su propia vida era un fracaso. Descubrió que había muchas cosas que no podía vencer. Él se preocupaba con mucha facilidad, quedaba resentido por pequeñeces, y miraba al Señor en busca de una vida realmente victoriosa, una vida gloriosa, y que glorificase al Señor.
Hudson Taylor oraba y oraba, leía la Palabra y ayunaba; pedía a Dios que le diese fe, y hacía todo lo que podía. Pero al final, Dios simplemente le mostró que esa era una vida sustituida. «No eres tú quien puede hacer eso, sino soy yo en ti, y yo voy a vivir esa vida. Descansa, y déjame hacerlo». Y él descubrió que toda su vida fue revolucionada. Eso es la santificación.
La santificación no es una doctrina, ni una segunda bendición. Hay personas hoy que creen en una segunda bendición. Ellos sostienen que la primera bendición es ser salvos, y la segunda bendición, ser santificado, tornarse santificado. ¿Cómo? Bien, la raíz del pecado es desarraigada, es arrancada. Entonces tú ya no puedes pecar más.
Sin embargo, hermano, yo tengo que confesar que fui salvo entre un grupo de hermanos que creían en la erradicación del pecado. Fui salvo entre ellos en una Conferencia. Lamentablemente, en el transcurso de la Conferencia, la fundadora de aquella misión perdió el control. El pecado no es erradicado. El pecado permanecerá en ti mientras vivas; sin embargo, gracias a Dios, tú eres erradicado. No el pecado, sino tú. La cruz te eliminó. Tal es la santificación por la fe.
Juan Wesley predicó acerca de esa santificación por la fe. No sólo la justificación por la fe, sino la santificación por la fe. ¿Por qué por la fe? Porque todo ya fue hecho para ti. Todo lo que necesitas hacer es creer y recibir, y entonces aquello es tuyo. Lo mismo es verdadero con relación a la santificación. La santificación es Cristo. Él es la santificación. En consecuencia, cuando tú crees en él, eres santificado. Es sencillo. Simplemente, créelo, y tómalo como tu santificación. ¿No está escrito en 1 Corintios 1:30: «…el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación y santificación…»? La santificación no es una doctrina, no es alguna cosa que Dios te da. La santificación es Cristo. Cristo te es dado. Él es nuestra santificación. Ese es el Evangelio de Dios.
La glorificación
Muchos creyentes piensan que si somos justificados no iremos al infierno, sino al cielo, y que eso es todo. De todos modos, hay otros creyentes que piensan que eso no lo es todo. No es suficientemente bueno sólo el que en el futuro no vayan al infierno sino al cielo; además de eso, ellos desean vivir una vida justa y santa en la tierra, y damos gracias a Dios por esos creyentes. No obstante, si tú piensas que eso es bueno y suficiente, Dios dice que eso no es suficiente para él.
El Evangelio precisa satisfacerte a ti, mas el Evangelio precisa satisfacer a Dios, y Dios no se satisface meramente por justificarte y santificarte. Él declara: «No, yo voy a hacer algo más: voy a glorificarte».
Hermanos amados, ¿Qué es la glorificación? La glorificación significa simplemente que Dios va a transformarte de gloria en gloria, y conformarte a la imagen de su amado Hijo.
En Romanos 8:29-30 dice: «Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó».
La glorificación no significa que tu hombre natural es glorificado, transformado. No, nosotros dijimos que tú no cambias. «Lo que es nacido de la carne, carne es. Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es». Ser transformado significa simplemente que el Espíritu Santo va a obrar de tal forma en tu vida, que te retirará a ti y va a agregar a Cristo, hasta que Cristo sea formado completamente en ti, o hasta que tú seas conformado a su imagen. ¡Eso es la gloria!
Nosotros damos vergüenza; sólo Cristo es glorioso. Entonces, cuando Cristo es formado en ti, hay gloria. En otras palabras, gloria significa que Dios está siendo visto, Dios está siendo expresado, Dios está siendo conocido. Siempre que vemos a Dios, vemos gloria. Ese es el propósito de Dios. Él no irá sólo a justificarte, ni sólo a santificarte; él desea glorificarte. Él anhela que Cristo sea completamente formado en ti, para que tú seas conformado a su imagen.
Sin embargo, ¿cómo él va a obrar eso? El Espíritu Santo es responsable por ese hermoso trabajo. El Espíritu Santo es como un bordador. Él está dando puntadas, punto tras punto en tu vida, para tejer a Cristo en ti. Y a medida que él está haciendo eso, tú estás siendo vestido con un atuendo bordado. Serás adornado para ser la novia de Cristo. Lo que es entretejido en ti, construido en ti, no es nada más que Cristo.
Cristo es nuestra redención, y la redención apunta hacia la filiación; o sea, la posición de hijo maduro. Ustedes ahora crecerán y se transformarán en hijos de Dios. Eso es la glorificación, y nuevamente, eso no es una enseñanza, ni una doctrina. La glorificación es Cristo. Cuando vemos a Cristo, hay gloria; esa es la obra del Espíritu Santo.
El apóstol Pablo concluye la primera parte con un grito de victoria, en el versículo 8:31-32a. Al leer ese pasaje, descubrimos que Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros. Entonces, ¿cómo no nos dará, por ventura, en gracia, todas las cosas con él? Dios es quien justifica; Dios nos justificó. Es Cristo quien murió, pero también el que resucitó, el cual está a la diestra de Dios y también intercede por nosotros. Dios nos justificó; Cristo nos libertó, y entonces el Espíritu Santo obra a Cristo en nosotros, hasta que seamos conformados a la imagen del amado Hijo de Dios. Esa es la provisión del Evangelio.
El plan y el propósito del Evangelio
Sólo mencionaré las dos últimas partes de Romanos, sin explicarlas. Los capítulos 9 al 11 son muy hermosos. Con frecuencia, cuando leemos Romanos, llegamos a esos tres capítulos y no conseguimos ir más adelante. Es muy difícil. No sabemos cómo interpretar esos capítulos; pero, en verdad, los capítulos 9, 10 y 11 son más bellos porque ellos nos muestran el plan y el propósito del Evangelio.
La voluntad soberana de Dios es salvarnos. Es por esa razón que él nos puso a todos bajo pecado, a fin de que podamos todos ser incluidos en Cristo. Fue primero para los judíos, luego para los gentiles, y después de retorno para los judíos. No es por nuestra voluntad, o por nuestra carrera, sino por las misericordias de Dios. Asimismo, dice también que «todo aquel que en él cree, será salvo». En otras palabras, tú descubres una maravillosa providencia de Dios, donde todos tendrán la oportunidad de ver al Señor Jesús.
Sus caminos son inescrutables, también su propósito es claro. Él desea que Cristo sea todo en todos, para que a él sea toda la gloria. De él, por él y para él; ése es el propósito del Evangelio. El propósito del Evangelio es Cristo glorificado; Cristo, la preeminencia en todas las cosas.
El poder es producto del Evangelio
La última parte es el producto del Evangelio. Allí encontramos un cuerpo de creyentes, un cuerpo de redimidos. Ellos se han transformado en un cuerpo, y ese cuerpo está en la tierra para expresar la Cabeza, Cristo; está en la tierra para glorificar a Cristo. En este cuerpo, descubrimos que ellos se aman unos a otros, se reciben unos a otros, se cuidan unos a otros, se edifican unos a otros, y se transforman en un testimonio de Jesús en este mundo. Ese es el producto del Evangelio.
Los últimos tres versículos son la conclusión de esa epístola. Aparece tres veces la expresión «según». «Y al que puede confirmaros según mi evangelio y la predicación de Jesucristo –esa es la provisión del Evangelio, la primera parte– según la revelación del misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos, pero que ha sido manifestado ahora, y que por las Escrituras de los profetas –ese es el propósito del Evangelio, la segunda parte– según el mandamiento del Dios eterno, se ha dado a conocer a todas las gentes para que obedezcan a la fe –ese es el poder del Evangelio, o el producto del Evangelio, la tercera parte– al único y sabio Dios, sea gloria mediante Jesucristo para siempre. Amén».
Amados hermanos, nosotros vemos a Jesús en el Evangelio, porque él es el Evangelio. Lo que ustedes reciben es a Jesucristo – no una enseñanza, no un método, no una fórmula, sino Jesucristo. Él es nuestro Evangelio.
Tomado de «Vendo Cristo no Novo Testamento», Tomo II.