Desde el griego
El vocablo verdad, que en griego es alétheia, deriva del verbo lanthano que significa ocultar, esconder, pasar inadvertido, desconocer, ignorar, no darse cuenta. Sin embargo, el prefijo a de la palabra a-létheia es aquí privativo, es decir, da al término létheia el significado contrario. Lo mismo ocurre con las palabras moral y a-moral en castellano. Por lo tanto, a-lanthano y a-létheia significan etimológicamente hablando, des-ocultar o des-tapar.
Desde este breve análisis etimológico se puede decir, entonces, que la Verdad es aquello des-cubierto o des-tapado. La Verdad no se halla a simple vista ni se encuentra en lo superficial. La Verdad está más allá de las apariencias. Por eso, Las Escrituras registran: “No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio” (Juan 7:24). (Ver también 1 Co.7:31; Mc.12:14; 2 Co.5:12; 10:7).
Por su parte, el concepto revelación, apocalipsis en griego, es -desde la perspectiva etimológica- equivalente al sustantivo verdad. En efecto, apocalipsis significa “correr el velo”. Es como cuando se corre el velo para mostrar una obra de arte. Lo revelado, entonces, es aquello que se descubre o destapa. Revelación y verdad son, pues, términos equivalentes o sinónimos.
A partir de estas consideraciones podemos concluir que la verdad es aquello que es revelado. Dicho con otras palabras, la verdad para ser conocida debe ser revelada. Sin revelación no hay conocimiento de la verdad. A menos que se le quite el velo a la realidad, la verdad no puede ser vista ni encontrada.
Cuidado entonces con la advertencia de Jesús de que algunos… “Viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden” (Mt. 13:13) ¡Qué cierto era este juicio con respecto al Jesús histórico! ¡Cuántos que lo miraron no lo vieron! Según la carne, el Hijo del Hombre no podía ser más que un hombre y, a lo sumo, un profeta (Mt. 16:13-14). Por eso, cuando Pedro declara acerca de Jesús: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, recibió al instante las siguientes palabras de Jesús: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt. 16:16-17).
La carne de Jesús, al mismo tiempo que lo manifestaba, actuaba como un velo que lo ocultaba. Por lo tanto, sin una revelación del Padre, resultaba imposible acceder a la verdad sobre el hombre Jesús.
La verdad y la revelación van de la mano. Si bien, en general, podemos decir que aquello revelado es lo verdadero, no obstante, el clímax de la revelación –esto es, la contemplación de la Verdad última- es ver que Jesucristo mismo es la Verdad acerca de Dios, del hombre y de todas las cosas ¡Aleluya!