Lectura: Apocalipsis 5:1-10.
La victoria del Cordero
Apocalipsis es el último libro de la Biblia. Con él se cierra toda la revelación de Dios. Todo lo que comienza en el Génesis y que luego tiene su desarrollo en el resto de la Biblia, alcanza su cumplimiento y culminación en el Apocalipsis. Sin este libro, la Biblia sería una obra inconclusa. La síntesis de su mensaje es el siguiente: Dios, finalmente, después de transcurrido los muchos siglos de la historia humana, prevalecerá a través de la victoria de nuestro Señor Jesucristo, y su propósito eterno se cumplirá.
La escena de Apocalipsis 5:1-10, tan estremecedora y tan conmovedora, corresponde precisamente al momento en que, en el cielo, se proclama la victoria de nuestro Señor Jesucristo, después de haber pasado éste por la cruz y la resurrección.
Lo sorprendente, sin embargo, es que cuando uno de los 24 ancianos le dice a Juan: «No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos», éste mira y ve en pie un Cordero como inmolado, es decir, un cordero que ha sido sacrificado, pero que no obstante, está vivo y de pie en medio del trono. No ve un león, ni un rey; ve un cordero.
Llama la atención el hecho que cuando en el cielo se anuncia, no la muerte de Cristo, sino su victoria, éste sea visto como un cordero, toda vez que acababa de ser presentado como león y rey. Nada más contradictorio y paradojal que escoger la figura de un cordero para representar la victoria de alguien. Muchos otros animales servirían al efecto, pero nunca un cordero inofensivo. Así, por ejemplo, cuando a Daniel se le muestran los cuatro imperios mundiales de la historia, los animales que él ve en la visión son el león, representando a Babilonia (608-538 a.C); el oso, representando a Media-Persia (538-331 a.C); el leopardo, representando al imperio griego (331-168 a.C) y una bestia espantosa y terrible, representando a Roma (168 a.C-476 d.C).
Esto tiene lógica, por cuanto estamos hablando de imperios mundiales, que conquistaron naciones y gobernaron al mundo de su época por siglos. Los íconos usados aquí son figuras adecuadas para significar grandes victorias. Pero no ocurre lo mismo con la figura de un cordero. Hablar, por tanto, de la victoria del Cordero parece un contrasentido; algo ilógico.
Seguramente Juan –y también nosotros –, después de la presentación que hiciera el anciano, esperaba ver a un rey imponente y majestuoso o, si un animal, uno que representase autoridad, poder, dignidad, majestad y carácter. Pero no un cordero, que expresa precisamente lo contrario: Debilidad, fragilidad, inocencia, sumisión.
Pero el Espíritu Santo que inspiró las Escrituras no se equivocó. Él quiere indicarnos que Jesucristo venció precisamente en su calidad de cordero. No venció como el León de la tribu de Judá, ni como la raíz de David, sino como el Cordero de Dios. Lo anterior queda confirmado en el resto de Apocalipsis, que es el libro que revela la victoria final y definitiva, cuando llama 28 veces «Cordero», a nuestro Señor Jesucristo.
Pero Jesucristo es un león, el león de la tribu de Judá, y él es la raíz de David, es decir, que él es un rey. Sin embargo, su victoria fue alcanzada en su condición de cordero y no de león. Esto significa que él venció, no por su poder en términos humanos, ni por sus milagros, ni por su autoridad sobre los demonios, sino por su sumisión y obediencia al Padre. Así alcanzó la victoria el Cordero. El secreto de su triunfo no fue el poder, sino la sujeción; no fue la autoridad que tenía, sino su obediencia. Entendido así, la figura del cordero no sólo es adecuada, sino perfecta.
Por lo tanto, no hay duda que aquí estamos hablando de una victoria singular, única. La figura del cordero indica que estamos en presencia de una revolución absolutamente distinta a todas las otras que conocemos, una revolución que nada tiene que ver con los patrones y parámetros del mundo. Su metodología no es la violencia, ni la venganza, como lo fue, por ejemplo, la revolución del Che Guevara. Su motivación no es la fuerza, el poder ni el dinero. Tampoco lo es el «amor libre» de la revolución de John Lennon, ni siquiera el principio tan destacado y aplaudido de «la no violencia activa» de la revolución de Gandhi. No, aquí estamos hablando de una revolución y de una victoria a la manera de Dios, con patrones y parámetros divinos. Estos parámetros espirituales son tan diametralmente opuestos a los del mundo, que éste no sólo no los reconoce ni los aprecia, sino que definitivamente los considera debilidad, ignorancia, necedad y tontera.
Así, por ejemplo, lo pensaba el famoso filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900). Él consideraba que el cristianismo no era otra cosa que la defensa de los valores de los débiles, cuyos principios levantan como valores supremos, como una forma de sobrevivir en el mundo de los fuertes. No entienden, pensaba Nietzsche, que las ovejas son para los leones, y que ese es su destino. Europa, formada por hombres que son herederos de la cultura cristiana occidental, «son los que hasta hoy día han regido, con su principio (religioso) de la igualdad ante Dios, la suerte de Europa hasta el punto que ha sido seleccionada una raza disminuida, casi ridícula, un animal gregario, un ser dócil, enfermizo, mediocre, la Europa de nuestros días».1
Lo anterior ya lo advertía Pablo en sus días, cuando dijo: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados… Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios» (1ª Cor. 1: 23-24). ¿Por qué el mensaje de «Cristo crucificado» era tropezadero para los judíos? Porque ellos buscaban demostraciones de poder (señales), en circunstancia que el evangelio anunciaba que la señal por excelencia de que Jesús era el Cristo, era precisamente su muerte en la cruz. Pero un «crucificado» no es una señal de poder, ni para los judíos ni para nadie; por lo menos no en los términos que el mundo concibe el poder.
Así que hermanos, nuestro desafío no sólo consiste en abrazar la victoria de Jesucristo, que no es otra que la victoria del Cordero, sino además estar dispuestos a sufrir el menosprecio del mundo, porque como dijera Pablo: «El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura…» (1ª Cor. 2: 14). Nosotros estamos llamados a sumarnos a la revolución del Cordero, que nada tiene que ver con la fuerza ni con la espada, sino, por el contrario, con negarse a sí mismo; pero, por sobre todo, con estar dispuestos a obedecer a Dios antes que a los hombres, aun a costa de nuestra vida.
La revolución del Cordero no consiste en recibir, sino en dar; no consiste en vengarse, sino en perdonar; no consiste en odiar, sino en amar; ni en «ganar», sino en «perder». La revolución del Cordero no consiste en buscar nuestros intereses, sino el de los demás; no consiste en pensar en nosotros, sino en los otros.
La buena nueva, no obstante la apreciación peyorativa del mundo, es que la revolución del Cordero ya triunfó definitivamente y para siempre. En cambio, los animales que vio Daniel en la visión, representando a los cuatro imperios mundiales, a pesar de su fuerza, ferocidad y del terror que infundían, todos pasaron. Frente a estos signos de poder mundano, siempre representados por animales feroces y aves depredadoras, ¿qué posibilidad de victoria tenía un cordero? Nunca he visto en la naturaleza que un cordero se coma a un león, siempre ocurre al revés. Sin embargo, el hecho asombroso es que el Cordero venció. A los otros se los llevó el viento y son historia. Pero del Cordero se dice que su reino no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo.
En el mundo, un reino siempre es sucedido por otro, porque siempre aparecerá uno más fuerte que el anterior. Sus victorias, aunque reales, serán, pues, siempre temporales, pasajeras. Pero la revolución del Cordero está ya validada y acreditada, no por los hombres, sino por quien verdaderamente importa – por Dios. Y la victoria de la revolución del Cordero ya ha sido celebrada, no en la tierra ni ante los hombres, sino en el cielo y ante los ángeles:
«Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millones, que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Los cuatro seres vivientes decían: Amén; y los veinticuatro ancianos se postraron sobre sus rostros y adoraron al que vive por los siglos de los siglos» (Apoc. 5:11-14).
Cómo venció el Cordero
«Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre…» (Filip. 2: 5-9).
El Cordero venció por medio de la obediencia, haciéndose obediente a su Padre celestial hasta la muerte. Esa es la manera divina de vencer. Este es el verdadero poder. Hacerse a sí mismo, voluntariamente, obediente incondicional del Padre celestial. Satanás que intentó una y otra vez de hacer desobedecer al Señor, nunca pudo lograrlo. Si Satanás tan sólo hubiese podido lograr que Jesús desobedeciese una sola vez al Padre, lo habría vencido. Pero nunca pudo. Es cierto que pudo matarlo, pero como no pudo hacer que desobedeciera, Satanás cavó su propia tumba con ello.
Cuando Jesús estaba reunido con sus discípulos en aquella última noche antes de enfrentar la cruz, les dijo: «A donde yo voy, vosotros no podéis ir» (Juan 13: 33). ¿Por qué estas palabras? ¿Por qué sus discípulos no podían seguirlo? Siempre se nos ha dicho que la razón es porque sólo Cristo podía ser una ofrenda perfecta y, por tanto, aceptable ante Dios. En cambio, nosotros, aunque hubiésemos ido a la cruz, por la realidad del pecado, nuestro sacrificio no tendría valor salvífico ni siquiera para nosotros mismos.
Sin embargo, hay todavía otra razón por la cual los discípulos no podían seguir al Señor a la cruz: Después de aquella cena, él saldría a pelear la batalla de Dios, a resolver el conflicto de los siglos, la batalla de todas las batallas. Sin embargo, él pelearía a la manera de Dios, con armas espirituales, y no como creyó Pedro en un momento, que era con espada. Así lo dejó en claro el mismo Señor Jesucristo, cuando en medio del fragor mismo de la lucha, enfrentado a Pilato, le dijo: «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos…» (Juan 18: 36).
La manera como el Señor pelearía la batalla divina más importante del universo, ya la había anunciado el profeta Isaías: «Comooveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió su boca» (Hech. 8: 32). ¿Te das cuenta hermano? La manera de vencer de él no sería defendiéndose ni rebelándose; no triunfaría con argumentos, ni con quejas, sino sometiéndose voluntariamente a la muerte, confiado solamente en el amor de su Padre celestial. Pero dejarse matar sin defenderse, sin tratar de evitar la muerte, sino asumiendo incondicionalmente la voluntad de Dios, es harina de otro costal, ¿no es cierto?
Pedro dice en su primera epístola (1:18-19) que fuimos rescatados con la sangre preciosa de Cristo, como la de un cordero sin mancha y sin contaminación, y en el 2:22-23 Pedro agrega: «el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente». Sufrir una muerte injusta y aun así no defenderse ni quejarse, no sólo parece una travesía titánica, sino definitivamente imposible para nosotros.
Ahora se entiende, pues, por qué ninguno de sus discípulos –ni nosotros– podía seguirlo a la victoria. Nosotros, si nos atacan, inmediatamente reaccionamos, nos defendemos. Peor aún, cuando nos hacen injusticia, no sólo reaccionamos, sino que buscamos la manera de vengarnos o al menos de ser reivindicados. Pero la forma y el camino como Cristo triunfó, fue como «cordero mudo». Pedro estaba dispuesto a morir con él, si era peleando; si la revolución se llevaba a cabo de acuerdo a los parámetros del mundo. Pero cuando se dio cuenta que Jesucristo no se iba a defender, no sólo huyó, sino que se escandalizó de él. Isaías agrega que: «En su humillación no se le hizo justicia… Porque fue quitada de la tierra su vida» (Hechos 8: 33). Así venció el Cordero de Dios.
El camino del Cordero es también nuestro camino
¿Pero fue el camino del Cordero un camino sólo para él? ¿Un camino que él transitó por nosotros y que, por tanto, nos eximió de él? ¿Será que el camino de dejarse avasallar, si la voluntad de Dios así lo quiere, fue exclusivamente para el Cordero, y que para nosotros, en cambio, el camino es defendernos y pelear? ¿Será cierto decir que lo que el Cordero vivió, lo hizo para que nosotros nunca jamás tuviésemos que vivirlo?
El apóstol Pedro, en su primera epístola (2:18-21) enseñaba: «Criados, estad sujetos con todo respeto a vuestros amos; no solamente a los buenos y afables, sino también a los difíciles de soportar. Porque esto merece aprobación, si alguno a causa de la conciencia delante de Dios, sufre molestias padeciendo injustamente. Pues ¿qué gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas».
Según Pedro, Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigamos sus pisadas. ¿Te das cuenta? Su camino es también el camino de sus ovejas. Toda la carta trata del tema de nuestra participación en los padecimientos de Cristo. Dicha participación es tanto en la forma como en el contenido.
Lo que propone Pedro es participar de los padecimientos de Cristo con gozo, para que también en la revelación de su gloria nos gocemos con gran alegría. Así que, dice Pedro, «ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por entremeterse en lo ajeno; pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello… De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien» (1ª Pedro 4:13, 15, 17, 19). También agrega que aun cuando debemos estar siempre preparados para presentar defensa (gr. apología) ante todo el que nos demande razón de la esperanza que hay en nosotros, lo debemos hacer con mansedumbre y reverencia (3: 15).
Con respecto a los gobernantes, Pablo, por su parte, manda que los creyentes «se sujeten a los gobernantes y autoridades, que obedezcan, que estén dispuestos a toda buena obra. Que a nadie difamen, que no sean pendencieros, sino amables, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres» (Tito 3: 1-2). El camino de los creyentes es el mismo camino del Cordero.
No obstante, hay una buena noticia. Jesús dijo a Pedro: «A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después» (Juan 13: 36). ¿A qué se refería Jesús? ¿Cuándo era ese «después»? Cuando Pedro fuera lleno del Espíritu Santo. Jamás en la carne podremos seguir al Cordero. La naturaleza humana nunca podrá actuar así. Nosotros no somos ovejas, somos lobos. Sólo llenos del poder del Espíritu podremos manifestar al Cordero de Dios, en nosotros y por medio de nosotros.
Pero este poder no es primeramente para hacer milagros o señales como generalmente se ha creído, sino para obedecer incondicionalmente a nuestro bendito Señor Jesucristo. Así se vence en el reino de Dios. No se vence siendo leones, sino siendo ovejas, siendo ovejas seguidoras del Cordero. Para revolucionar en el mundo debemos ir con el espíritu del Cordero. Allá, sin embargo, nos esperan lobos. «He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos» (Mat. 10: 16).
¿Qué posibilidad tenemos de sobrevivir si no vamos como leones, como osos o como búfalos? Bueno, de la misma manera como Él lo hizo. Pablo, escribiendo a los romanos (8:37) declara que «somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó». No obstante, el antecedente inmediato de esta declaración es que, en el mundo, por causa del Señor «somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero». Esto significa que si bien somos más que vencedores, esta promesa se cumple sólo si mantenemos nuestra posición de ovejas. Es decir, si nos mantenemos en absoluta obediencia al Cordero. Sólo la obediencia nos mantendrá victoriosos y ningún lobo nos podrá dañar. Aunque resulte paradojal, la única forma de vencer a los lobos es siendo ovejas del Señor y no leones. De lo contrario, apenas nos salgamos del terreno del Cordero, Satanás puede tomar control de nosotros.
El por qué de nuestro fracaso
Ir al mundo «con ejército o con fuerza» es ir como leones. Ir al mundo «con el Espíritu» es ir como ovejas (Zac. 4:6). Nuestras armas para revolucionar no son, pues, las huelgas, las protestas, la quema de neumáticos, las piedras, sino el perdón, el amor, la paciencia, la misericordia, la solidaridad. No es reclamando nuestros derechos ni defendiendo los derechos humanos que llevaremos a cabo la revolución del Cordero, sino guardando los derechos divinos.
A quien no puede juzgar espiritualmente las cosas le resultará, en cambio, de lo más normal, por ejemplo, la reacción de Marx, cuando en su tesis 11 sobre Feuerbach, en que critica su idealismo, dice: «Hasta ahora los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo; lo que ahora hay que hacer es transformarlo». O la reacción del Che Guevara que toma las armas en contra de la injusticia. Sin embargo, ello es hacer la revolución en términos mundanos que no garantizan en lo absoluto, ni la victoria ni la reivindicación de la injusticia.
Hermanos, el cristianismo en general sigue fracasando hasta el día de hoy, porque muchas veces pretendemos llevar a cabo la revolución del Cordero con métodos del mundo, con armas, pero no espirituales. Nos quejamos, criticamos, desobedecemos, peleamos, discutimos, argumentamos, nos defendemos, nos vengamos, nos dividimos, no perdonamos. Olvidamos que el Cordero no abrió su boca; era un cordero mudo. En nuestra forma de batallar, en cambio, hay mezcla. La revolución del Cordero exige, pues, que seamos radicales o, de otra manera, seguiremos fracasando en nuestro cometido.
Si nuestra forma de revolucionar no es llevada a cabo absoluta y radicalmente a la manera del Cordero, jamás tendrá garantía de victoria. Apocalipsis 14:1-5 dice de los vencedores que «éstos son los que siguen al Cordero por dondequiera que va». Los vencedores no siguen al Cordero sólo una parte del camino; no seleccionan en qué tramos seguirlo. No, los vencedores siguen al Cordero por dondequiera que va. Sólo de esa manera podremos revolucionar con la revolución del Cordero. No hay otra alternativa ni hay otra manera de hacerlo.
La relatividad de esta victoria
Es cierto que esto nos coloca en una posición de máxima fragilidad y vulnerabilidad frente al mundo. Da pie para que seamos abusados y explotados sin tener otro recurso de amparo que «encomendar la causa al que juzga justamente». De hecho no son pocos los que en el pasado, aprovechándose de esta «debilidad», han usado, manipulado y abusado de los creyentes.
Claro ejemplo de esto es lo dicho por Napoleón en una parte del texto del Consejo de Estado del 4 de marzo de 1806: «¿Qué hace que el pobre halle tan normal que humeen diez chimeneas en mi palacio, mientras él se muere de frío? ¿Que yo tenga diez vestidos en mi guardarropa, mientras él anda desnudo? ¿Que tenga en cada comida sobre mi mesa lo que alimentaría a su familia durante una semana? Es la religión quien le dice que en otra vida yo seré su igual y que incluso tiene probabilidad de ser allá más feliz que yo». Aunque produzcan indignación las palabras de Napoleón, no hay duda que algo de razón tiene.
Por lo tanto, a fin de no crearnos falsas expectativas, cabe señalar que cuando hablamos de victoria o de que si nos mantenemos en la posición de ovejas ningún lobo nos podrá dañar, estamos hablando espiritualmente. Nos referimos a una victoria real y verdadera, pero espiritual. En el plano físico o natural los lobos pueden perfectamente llegar a masacrar a las ovejas, como ha quedado demostrado muchas veces en la historia. En el pasado los cristianos han sido devorados literalmente por los leones. Jesucristo mismo venció por medio de la muerte, no siendo excluido o eximido de ella.
Por esta razón el mismo Señor dijo: «No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar» (Mat. 10:28). La victoria del Cordero no nos exime, pues, de las posibilidades de cárceles, persecuciones, torturas y muerte. Y si así fuese, Pablo enseña: «No paguéis a nadie mal por mal… No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios»(Rom. 12:17, 19). Esta es nuestra gran fragilidad; pero en esta debilidad está nuestra fuerza, poder y victoria: Vencer con el bien el mal. Si cedemos a la tentación de luchar con las armas de los leones, ya habremos sido vencidos por el mal. Mientras nos mantengamos en el espíritu del Cordero a pesar de nuestra vulnerabilidad, todavía seremos más que vencedores. Por lo cual, dijo Pablo, «estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom. 8:38-39).
Esta es la relatividad de nuestra victoria absoluta. A pesar de ella, Pedro nos invita a gozarnos, porque esta participación en los padecimientos de Cristo, nos permitirá también participar en la revelación de su gloria. Ese será el día de nuestra completa reivindicación. Nuestra victoria es absoluta, pero espiritual; espiritualmente absoluta. Aun así, no es completa. Todavía espera por el regreso del Señor para su total cumplimiento. Entonces se dirá: «Ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno; porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes de aguas de vida; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos» (Ap. 7:16-17).