Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos. Porque si la palabra dicha por medio de los ángeles fue firme, y toda transgresión y desobediencia recibió justa retribución, ¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?».
– Hebreos 2:1-3.
El libro de Hebreos es muy especial. Comienza hablando de la grandeza de nuestro Señor Jesucristo, de lo sublime que es él, y de cómo él se humanó, se hizo un poco menor que los ángeles, para venir a redimirnos. Pero también declara en el primer capítulo que hoy día él está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, exaltado a lo sumo. ¡Qué precioso Señor tenemos! ¡Qué grande, qué magnífico es él! Es incomparable el Señor Jesucristo, el autor y consumador de nuestra fe, de nuestra salvación.
El autor de Hebreos, después de presentarnos al Señor, hace una especie de paréntesis, para continuar, más adelante, hablándonos del Señor Jesucristo en su función de Apóstol y Sumo Sacerdote. Luego otro paréntesis, y entrega una exhortación a la iglesia. Hebreos tiene varias exhortaciones. La exhortación, por un lado, es una luz roja, una señal de advertencia, acerca de un peligro. Pero, al mismo tiempo, a la vez de dar esta voz de alerta, la exhortación nos suple con las armas para poder enfrentar el peligro.
«Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos. Porque si la palabra dicha por medio de los ángeles fue firme, y toda transgresión y desobediencia recibió justa retribución, ¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?» (Heb. 2:1-3). He aquí, entonces, la advertencia acerca de esta salvación tan grande.
«Por tanto…», como consecuencia de lo que se ha dicho antes, que el Señor Jesucristo se despojó de su condición divina; siendo el resplandor de la gloria de Dios, siendo la imagen misma de su sustancia, se hizo un poco menor que los ángeles. ¡Cuán tremendo es lo que él hizo por nosotros! ¡Cuán digno de tenerlo siempre en consideración! Él se humilló, se hizo siervo, obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Esto es lo que debemos considerar. «Por tanto… –se nos exhorta– …es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído…».
¿Qué hemos oído? Hemos oído cosas prodigiosas, tremendas. ¡Bendito sea el Señor! Porque la fe viene por el oír, y nosotros hemos oído, hemos visto, hemos gustado, y hemos conocido al que es verdadero.
«…es necesario que con más diligencia…». Que pongamos más diligencia todavía, más empeño. «Esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús» (2ª Tim. 2:1). No es en nosotros mismos. Que nos esforcemos, que tengamos diligencia, que no menospreciemos estas cosas. Es verdad que hemos oído ya. Sin embargo, la palabra dice que todavía «…es necesario que con más diligencia atendamos…».
Santiago 1:25 también dice: «Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra…». Aquí estamos viendo: No sólo oír, sino hacer. «…éste será bienaventurado en lo que hace». Hay bienaventuranza para los creyentes, cuando no sólo son oidores de la palabra, sino hacedores de ella. Es necesario que fijemos cuidadosamente nuestra atención en aquello que hemos oído y dispongamos nuestro corazón para que esto también se haga real en nosotros.
Peligro de deslizarse
Y ahora viene la señal de alarma: «…es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos». Este es el peligro, la acechanza que tenemos a diario. «El que piensa estar firme, mire que no caiga» (1 Cor. 10:12).
Estemos atentos a la palabra de exhortación del Señor. Hay una posibilidad de que nos deslicemos. Está a las puertas, siempre. Hay una probabilidad de que, sin darnos cuenta, nos vayamos distanciando del Señor. Esto casi ni se nota. No es lo mismo deslizarse que caer. La caída es algo brusco; el deslizarse va lentamente, imperceptiblemente. El corazón se va engrosando, y vamos perdiendo la comunión con el Señor. Por eso, debemos estar atentos.
«Porque si la palabra dicha por medio de los ángeles fue firme, y toda transgresión y desobediencia recibió justa retribución, ¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?». Es decir, este deslizarse del creyente puede llegar, sin que él se dé cuenta a transformarse, en una transgresión, porque dice acá: «Toda transgresión y desobediencia recibió justa retribución». Podemos caer en la transgresión, y luego en la desobediencia. Y finalmente, esto es lo más grave, el transgresor recibirá una justa retribución a su pecado. Si toda transgresión recibió justa retribución, en tiempos de la ley, ¿cuánto más nosotros ahora?
Entonces, la advertencia es: «¿Cómo escaparemos nosotros –del justo castigo de Dios– si descuidamos una salvación tan grande?». ¿Cómo escaparemos? La respuesta es la provisión de Dios en Cristo. Hay una provisión de Dios para esto. ¡Bendito sea su nombre! Todo está provisto en Cristo; no hay nada que no haya sido provisto en el Señor Jesucristo, por el Padre.
Tenemos que atender con más diligencia a las cosas que hemos oído, es decir, permaneciendo en todo aquello que ya se nos ha enseñado a través de la palabra de Dios. El mismo Señor Jesús dice: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15:14). Nosotros somos sus amigos si hacemos Su voluntad. Hay una condición – hacer la voluntad de Dios.
Pero, lo que hoy quiero compartir, más específicamente, está en Hebreos 2:3, en la expresión: «Una salvación tan grande». Muchas veces, los creyentes no entendemos el alcance que tiene esta salvación tan grande.
Nuestra salvación
Tenemos una salvación muy grande. Esto es indiscutible. Nosotros cantamos y nos alegramos en el Dios de nuestra salvación. ¡Bendito sea el Dios de nuestra salvación! «Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Rom. 10:8-9). ¡Somos salvos, hermanos! Este es un hecho de Dios, indiscutible. Jesús es el autor de nuestra eterna salvación.
También dice la Escritura: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa» (Hech. 16:31). Nosotros hemos creído esto. Somos salvos; no podemos negar nuestra salvación. ¡Bendito es Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador!
Somos salvos por la gracia de Dios. Nosotros hemos creído, y testificamos que Jesús es nuestro Salvador. Ese es nuestro gozo, esa es nuestra gloria, esa es nuestra bienaventuranza. Sin embargo, ¿entendemos realmente el significado completo de lo que es esta salvación? Yo creo que no. Creo que, a medida que va pasando el tiempo y vamos conociendo más al Señor, esto se nos va ampliando. Tendremos toda la eternidad por delante para ver esto, y todavía no vamos a alcanzar a entenderlo.
Cuando el Señor Jesús entregaba su vida allí en la cruz del Calvario, dijo dos palabras: «Consumado es». Es el momento culminante de nuestra historia. Allí se consumó nuestra eterna salvación. La salvación de nuestro espíritu, de nuestra alma, y también de nuestro cuerpo, es una salvación completa. Por eso dice: «Consumado es». Él lo hizo, él lo consumó. Nosotros nada podemos agregar a lo que ya el Señor hizo. El es «el autor y consumador de nuestra fe» (Heb. 12:2).
Nuestra salvación es eterna. Hemos alcanzado eterna salvación. Nuestra salvación es completa. No quedó nada al margen; somos completamente salvos. Nuestra salvación es perfecta. «(Jesús), habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Heb. 5:9).
Tenemos esta certeza: Nuestra salvación es un hecho consumado. Pablo dice: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Rom. 8:16). Porque ya hemos renacido, somos nuevas criaturas, estamos en Cristo.«Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Rom. 8:1). La Palabra, por todas partes, nos está confirmando esta verdad preciosa.
El hombre, un ser tripartito
¿Por qué hablamos de una salvación completa y perfecta? Porque el hombre es un ser tripartito, constituido de tres partes. Como criaturas de Dios, como creación, somos un ser tripartito. Y estas tres partes son, desde adentro hacia afuera, el espíritu, el alma y el cuerpo.
Esto es importante que lo veamos, hermanos, y que lo confirmemos, que lo pongamos en nuestro corazón como un sello; porque hoy día muchos teólogos hablan de que el ser humano es un ser doble – cuerpo y alma. Y lo espiritual, lo del espíritu, ellos lo incluyen dentro de lo que es del alma. Pero es un error. Dice 1 Tes. 5:23: «…todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo». Ahí tenemos, hermanos, la confirmación de las Escrituras. Nosotros lo sabemos.
Veamos brevemente cada una de estas partes, para que entendamos en qué consiste esta salvación triple, esta salvación tan grande.
Nosotros tenemos un espíritu – el espíritu del hombre (espíritu, con minúscula). El espíritu del hombre es la morada, la habitación del Espíritu Santo. Podríamos compararlo con el Lugar Santísimo en el tabernáculo, el lugar más recóndito, el lugar más escondido, donde solamente una persona podía entrar una vez al año. El Lugar Santísimo, la morada de Dios. El espíritu es lo mismo; pero ahora nosotros somos un tabernáculo de carne. Y en lo más profundo de nuestro ser, que no está visible para nadie más, sino para Dios, tenemos este espíritu.
Este espíritu nuestro, como morada del Espíritu Santo, es el que nos permite tener comunión con Dios. El Señor Jesús, como hombre perfecto, tiene un espíritu humano, al hacerse igual a nosotros, tiene espíritu, alma y cuerpo.
¿Dónde podemos ver esto? Vayamos conociendo mejor al Señor Jesús, en su humanidad; él se hizo, en todo, semejante a nosotros. Dice Marcos 2:8: «…conociendo luego Jesús en su espíritu que cavilaban de esta manera dentro de sí mismos». Aquí está en función su espíritu. Este pasaje no está aludiendo a que el Espíritu Santo le mostraba lo que los hombres cavilaban en sus corazones.
También dice en Juan 13:21: «…se conmovió en espíritu». No dice que el Espíritu Santo se conmovió dentro de él, sino que el Señor Jesús, como hombre, se conmovió en su espíritu. Y luego, en Mateo 27:50, dice: «…entregó el espíritu». En todo se hizo semejante a sus hermanos. ¡Qué precioso!
Nuestra alma
Después tenemos, más hacia afuera, más visible, a través de nuestra conducta o de nuestro quehacer, tenemos nuestra alma. Nuestra alma es nuestro yo, el asiento de nuestra mente, nuestros sentimientos y nuestra voluntad.
La mente se refiere a lo que nosotros pensamos; también tiene que ver con lo que conocemos de las cosas, nuestros conocimientos; nuestro raciocinio, cómo razonamos; nuestra capacidad de juzgar; la conciencia, la inteligencia humana, la memoria.
Luego tenemos los sentimientos. Allí están las emociones, los afectos, los temores, los odios, la falta de perdón – como se compartía en estos días.
Y, luego, también dentro del alma, tenemos nuestra voluntad. Aquí es donde más necesitamos el trabajo del Espíritu y la obra de la cruz – sobre la voluntad tan tremenda que tenemos. La voluntad es la facultad de decidir y de hacer cosas. Todo el hacer del hombre está movido por su voluntad. Yo decido hacer esto, yo quiero hacer esto, yo hago esto otro.
Y veamos también en algunos versículos, algo acerca del alma de nuestro Señor. Dice: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte» (Mat. 26:38). Ese es un sentimiento de su alma, una tristeza tremenda, una angustia, una congoja indescriptible. Y él la expresa, para darnos a conocer que él también tiene un alma, muy sensible. Y el versículo más breve de la Biblia, ¿cómo dice?:«Jesús lloró» (Juan 11:35). Y nos muestra también, en ese llanto, el alma sensible de nuestro Señor Jesucristo.
Nuestro cuerpo
Por último, tenemos este ‘envoltorio desechable’, nuestro cuerpo, la parte visible de nuestro ser, que nos permite, a través de los sentidos, interactuar con el medio que nos rodea.
El espíritu y el alma son eternos. Eclesiastés 3:11, dice que Dios «…ha puesto eternidad en el corazón de ellos». Esto se está refiriendo a nuestro espíritu y a nuestra alma. El cuerpo, en cambio, es temporal; se deteriora, envejece, se enferma, y por último perece. Sin embargo, en la resurrección, tendremos un cuerpo semejante al cuerpo de la gloria suya (Filip. 3:21).
Pareciera que el cuerpo es la parte más vil de nuestro ser; sin embargo, no olvidemos que la Escritura nos dice: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?» (1 Cor. 6:19). Es importante nuestro cuerpo en el tiempo presente, pues es el tabernáculo del Espíritu Santo, el templo, la morada del Espíritu Santo.
El Señor mismo, el Verbo de Dios, se manifestó en un cuerpo de carne. Ya vimos antes su espíritu y también su alma. Siendo el Dios eterno, siendo el resplandor de la gloria de Dios, vino y se cobijó en una envoltura de carne, hermanos, tal como nosotros, sujeto a todas las limitaciones nuestras, del tiempo y del espacio, al hambre, al frío, al cansancio, al sueño. Muchas veces vemos al Señor, cansado, como cuando dormía allí en la barca. ¡Qué bendito es el Señor! Cómo compartió nuestra misma naturaleza, nuestras debilidades. Y aun más: Fue tentado en todo, pero sin pecado.
En esto consiste, entonces, la «salvación tan grande», de la cual habla Hebreos 2: la salvación de nuestro espíritu, de nuestra alma y de nuestro cuerpo. Son tres etapas, en tres tiempos distintos – pasado, la salvación de nuestro espíritu; futuro, la salvación de nuestro cuerpo (porque eso todavía no lo vemos, la redención de nuestros cuerpos); y en el presente, hoy día, estamos viviendo el proceso de la salvación de nuestra alma.
La salvación del espíritu – Regeneración o nuevo nacimiento
Nuestro espíritu fue salvado. ¡Gloria al Señor! Dice: «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Juan 1:12-13). Engendrados… Regenerados… Nacidos de nuevo. A eso se refiere la regeneración. Nosotros ya hemos sido regenerados; somos nuevas criaturas, somos una nueva creación.
Nicodemo no podía entender esto. «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer? Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Juan 3:3-6). Nosotros somos nacidos del Espíritu, por eso nuestro espíritu hoy día está vivo.
«De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Cor. 5:17). Esto nos habla de la regeneración, del nuevo nacimiento. Los que hemos recibido al Hijo de Dios en nuestro corazón, los que hemos creído en su nombre, somos hijos de Dios. Hemos nacido a una nueva creación. Somos nacidos del Espíritu. Esta es una nueva condición, una nueva naturaleza. Los hermanos nuevos conozcan, sepan esto, grábenlo en su corazón. ¡Bendito sea el nombre del Señor! ¡Qué salvación tan grande es esta, hermanos!
La salvación del cuerpo – Glorificación
Luego, la salvación del cuerpo. Voy a saltar del espíritu al cuerpo, porque lo otro es la parte más extensa. Veamos: Hay un día futuro en la historia, el cual nosotros anhelamos, contemplamos desde aquí y saludamos: el día de la venida de nuestro Salvador Jesucristo, como Rey de reyes y Señor de señores. ¿Qué sucederá con los creyentes en aquel día?
«Porque sabemos que toda la creación gime a una…». Aquí están los dolores de la creación. Vemos esto como las contracciones de la mujer que está pronta a dar a luz, cuando escuchamos esas noticias de terremotos por todos lados. Nos parece que es esto. «…y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Rom. 8:22-23). ¡Gloria al Señor!
La redención de nuestro cuerpo: Seremos transformados. «Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya…» (Filipenses 3:20-21). ¡Bendito es el Señor! «No todos dormiremos; pero todos seremos transformados…» (1 Cor. 15:51).
Ahí hay palabra suficiente para asegurarnos. Esto es seguro, esto está delante de nosotros. ¿Qué podemos hacer para llegar a eso? Esperar, no más; pero, hoy día, permanecer en Cristo. Entonces, esto nos habla de la transformación, de la glorificación de nuestro cuerpo.
La salvación del alma – santificación
Y ahora veamos la parte más importante hoy, que es la salvación del alma. A esto se le llama también santificación. Hoy día estamos siendo santificados.
Volvemos al tiempo presente. Todavía nuestro cuerpo está sujeto a debilidad, a la enfermedad y a la muerte. Sin embargo, a pesar de ello, la palabra de Dios nos habla por medio de Pablo, diciendo: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional» (Rom. 12:1).
Nos presentamos delante del Señor, voluntariamente. Aunque nuestro cuerpo todavía no va a ser transformado, nosotros nos presentamos íntegramente delante del Señor hoy día, porque él está haciendo un trabajo precioso con nuestra alma; está manifestando la salvación de nuestra alma. Mi alma necesita ser salva cada día.
Nuestro culto racional. Esto es agradable delante de Dios. Romanos 6:19, dice también: «…que así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia». Para servir a Cristo. Hemos sido comprados por precio. No nos pertenecemos a nosotros mismos. «Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna» (Rom. 6:22).
La santificación se refiere a la salvación de nuestra alma. En la cruz del Calvario, el Señor también proveyó esta salvación perfecta. Toda la provisión de Cristo, la provisión de la cruz está a favor nuestro, para la salvación de nuestra alma, hoy día.
Sin embargo, esta salvación de nuestra alma es un proceso bastante extenso, y dura todo lo que dura la vida de un creyente, todo nuestro caminar. El alma necesita ser purificada, perfeccionada, y este es un largo proceso en el cual vemos el obrar de la cruz en nosotros. Para eso tenemos que presentarnos voluntariamente, para que el Señor pueda obrar en nosotros.
Hay unos versículos que me llaman la atención. Uno dice: «Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas» (Luc. 21:19). ¿Cómo? ¿Acaso el Señor no nos salvó completamente? Pero no se refiere a que nosotros seamos ahora responsables de salvar nuestras almas, sino de presentarnos delante de él, para que él vaya obrando. Entonces, la salvación de nuestras almas es un proceso que está en desarrollo hoy día.
«…obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas» (1 Ped. 1:9). Lo reitera el Señor. Y luego dice también: «Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu…» (1 Ped. 1:22). Y todavía habla más acerca de nuestra alma: «El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique la justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía» (Apoc. 22:11). En esto queremos permanecer. El que es santo, santifíquese todavía, preséntese delante del Señor todavía, permanezca en el Señor todavía.
Todas estas expresiones nos hablan de una disposición voluntaria del corazón del creyente. El Señor no nos fuerza a hacer las cosas. Él nos da un camino, y nosotros tenemos libertad de elegir lo que conviene, lo que agrada a Dios. Pero muchas veces los creyentes se van por otro camino. Esta disposición no necesariamente está en todos los creyentes. «Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición…» (Fil. 3:18-19).
Hermanos, aquí no está hablando de incrédulos, no está hablando del mundo; está hablando de creyentes que andaban con Pablo y que se apartaron, que fueron enemigos de la cruz de Cristo, amantes más de los deleites de este mundo. Muchos se volvieron al mundo. Ese es un peligro grande que también está delante del creyente. Por tanto, permanezcamos en el Señor, firmes en la fe. «Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente» (Josué 1:9).
Cristo, nuestra provisión
En Cristo, hay provisión para la salvación de nuestra alma. Esto se refiere a ser perfeccionados para reinar con Cristo en su segunda venida. Este es el galardón puesto delante de nosotros; este es el supremo llamamiento para los vencedores, para los que permanezcan en Cristo hasta el fin. «Al que venciere», le será dado reinar con Cristo. Este es el significado de la salvación de nuestra alma: ser vencedores. Tal es el desafío que hoy día nos plantea el Señor.
Y la advertencia para el que se aparta del Dios vivo, el que abandona la carrera, el que apostata de la fe, el que reniega de la fe es esta: «Y al siervo inútil…». Este es un siervo, es un hijo de Dios. «…echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mat. 25:30).
¿Qué son «las tinieblas de afuera»? Esta expresión del Nuevo Testamento siempre está asociada con el Reino. Habla del reino y de las tinieblas de afuera; o sea, fuera del reino, hay unas tinieblas. El Reino, que es el reino de aquel que dice «Yo soy la luz del mundo», es un reino de luz. Y allí reinan con él aquellos de los cuales el Señor dice también: «Vosotros sois la luz del mundo»(Mat. 5:14). Podemos inferir entonces, que las tinieblas de afuera corresponden a aquello que es opuesto al reino. Es otro lugar. Por tanto, estar en las tinieblas de afuera significa estar ausentes del Señor, estar impedidos de reinar con Cristo durante el milenio.
Si a nosotros nos quitan a Cristo, si lo quitan de nuestra presencia y no lo podemos ver, todo para nosotros se vuelve tinieblas. Pero, estando Cristo, sea cual sea el lugar donde estemos, habrá luz. Si pudiéramos descender al infierno y estar allí, estando el Señor presente, el infierno sería el cielo, porque el Señor está con nosotros, y el Señor es la luz. Así que estas tinieblas de afuera significan estar fuera del reino, sin posibilidad de ver a Cristo.
También dice: «Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego» (1 Cor. 3:15). Aquí habla de una salvación como complicada – «…como por fuego». También se refiere a lo mismo. «…las tinieblas de afuera». ¡Cuán terrible será esto, hermanos! Saber que se tuvo la opción de reinar con Cristo, y haberla desechado, haberse vuelto atrás, haber dejado al Señor, y estar en aquel lugar tenebroso, privado de la presencia del Señor.
Que el Señor nos haga meditar sobre estas cosas, hermanos, para que podamos andar y servir en su casa con temor y temblor. Esta es una advertencia que el Señor nos hace en este día – andar en santidad. Cuán terrible será estar privado de la presencia del Señor, y sufriendo segundo a segundo esta angustia. ¿Alguno de ustedes ha tenido angustia un día? Yo creo que sí. ¿Alguno ha padecido angustia una semana? Es posible que sí, también. ¿Alguno ha estado angustiado durante un mes? ¿Ha estado alguien angustiado durante un año? Imagínense lo que significa estar angustiado, estar en esas tinieblas, mil años, segundo a segundo. ¡El Señor nos libre, hermanos!
Por eso, la palabra nos exhorta; por eso, dice allí que no descuidemos una salvación tan grande, tan completa, tan perfecta, tan preciosa. Que el Señor nos socorra, hermanos, para que todos nosotros podamos llegar a la meta, podamos ver al Amado y podamos reinar con él.
a) La santificación de nuestra mente
Dice 1ª Corintios 2:7: «Mas hablamos sabiduría de Dios…». «El principio de la sabiduría es el temor de Jehová» (Prov. 1:7). En nuestra mente natural, tenemos otro tipo de sabiduría. Hay una sabiduría que necesitamos para desenvolvernos aquí en el mundo. Pero, a veces, tenemos también una sabiduría propia, nuestra, y queremos hacer prevalecer ese conocimiento frente al conocimiento de Dios.
La santificación de nuestra mente se refiere a ir adquiriendo esa sabiduría que proviene de Dios. «…el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo» (1ª Cor. 2:15-16). «Mas nosotros tenemos la mente de Cristo». Esto es lo que queremos que se vea; esto es lo que el Señor quiere que se exprese a través de nosotros. La mente de Cristo. Lo mío no sirve. Así va siendo santificada esa parte de la mente que tiene que ver con el conocimiento.
b) Nuestros sentimientos
También nuestra alma va siendo salvada en relación a los sentimientos.
Veamos Filipenses 2:1-2, 5. Aquí habla de los sentimientos del alma, pero sujetos a Cristo, diferentes, no nuestro hombre natural. «Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa… Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús» (Fil 2:1-2, 5).
Estos son los sentimientos que nos conviene cultivar en este día. «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4:13). No es en nosotros mismos. No es que, hoy día, vamos a decir: ‘Voy a poner todo mi empeño en asumir todas estas cosas’. ¡Imposible! Es imposible para nosotros, pero es posible para Dios. Aquí habla de muchos sentimientos, muchas cosas preciosas, que no son propias de nuestra naturaleza carnal, sino que vienen del Señor: «…consolación… consuelo de amor… comunión del Espíritu… afecto entrañable… misericordia…». Son esas obras del Señor Jesucristo, obras que hacía el Padre en él, y que hoy día quiere hacer Cristo en nosotros.
«…gozo… sintiendo una misma cosa…». Sentimientos. Estos son sentimientos del alma, pero, en Cristo, perfectos, preciosos.«Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús» (Fil 2:1-2, 5). El Señor quiere que también nosotros asumamos esto. Que él haga esto en nosotros, este obrar de Cristo en nuestro corazón.
Para que esto sea real, necesitamos –como bien se nos compartía en estos días – vaciarnos de nosotros mismos.«Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante» (Heb. 12:1). En estos días, se nos invitaba a esto, y el Señor ha traído salud a su pueblo. ¡Bendito sea el nombre del Señor! Él nos invitaba a olvidar lo que queda atrás, a extendernos adelante; nos invitaba a perdonar, a ser sanados de toda herida del pasado –y lo está haciendo el Señor–, toda raíz de amargura que entorpece nuestro caminar y que nos impide servir con eficacia en la casa de Dios.
c) Nuestra voluntad
Decíamos que nuestra voluntad es el querer hacer cosas, planear y ejecutar cosas. Nosotros somos buenos para eso; estamos siempre llenos de proyectos y cosas que hacer.
Pero qué precioso es lo que nos dice aquí el Señor. Nuestra voluntad tiene una mejor aplicación en otro sentido, en la fe:«Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras…». He aquí el camino para la iglesia: Nosotros somos hechura de Dios, «creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Efesios 2:10).
No es que ahora vamos a ponernos de acuerdo en qué obras vamos a hacer. Antes de la fundación del mundo, Dios preparó unas obras. Y el Señor es muy minucioso en cada detalle; ustedes pueden verlo allí cuando se dieron las instrucciones para el tabernáculo. A ti, hermano, hermana, te esperan unas obras que están diseñadas para ti, exclusivamente, por Dios, y para eso te llamó, antes de la fundación del mundo, para que en este día tú camines en esas obras. ¡Gloria al Señor!
Entonces, tenemos que preguntarle al Señor, tenemos que presentarnos delante de él, para que él vaya poniendo en tu corazón cuáles son esas obras que Dios espera de ti, y que Cristo hará a través de ti. Y no vas a tener motivo de jactancia, porque será Cristo, actuando a través de sus siervos y siervas. No son nuestras obras; son las obras de Dios, que él quiere hacer hoy día por intermedio de nosotros. Y este es el tiempo para que estas obras sean manifestadas.
«Por tanto –volvemos al principio –, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído…». En estas obras es necesario que andemos hoy. No nuestra voluntad, sino la de nuestro Padre. «No yo, sino Cristo». En esto consiste, hermanos, la salvación de nuestra alma. Esto tiene que ver con nuestra voluntad, con nuestro hacer. Nuestro Señor Jesús dice: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mat. 7:21). «La voluntad de mi Padre», son estas obras que él preparó para que yo ande en ellas. ‘Padre, yo quiero andar en esas obras; Padre, yo quiero hacer tu voluntad’. El Señor nos ayude, hermanos.
«No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos…». Hay una advertencia también en esta palabra. Nuestra alma es egoísta, nuestra alma es rebelde; sólo busca lo suyo propio. El drama de Adán después de la caída es que el alma tomó el control. El Señor nos libre de ser gobernados por el alma, de que seamos creyentes almáticos; porque el creyente que se deja guiar por su alma en todo, es un creyente carnal. Sólo la operación de la cruz puede volver las cosas a su cauce normal.
La cruz
Necesitamos aceptar la cruz de Cristo; tomar su cruz cada día y seguirle. Entonces volverá el espíritu a prevalecer sobre el alma. «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3:30). Esto es válido para nosotros también, hoy día. Si Cristo crece en ti, tu espíritu es vivificado, y el alma es llevada al lugar que le corresponde, en sujeción al espíritu. Esto hace la diferencia entre un cristiano carnal y un hombre espiritual. ¿Quién gobierna nuestra vida: nuestra alma o nuestro espíritu? Podemos preguntarnos eso.
«Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Romanos 8:12-14).
Entonces, he aquí, hermanos, cómo nos alumbra la Palabra del Señor, cómo nos exhorta y también cómo nos alienta, cómo nos da la salida, cómo nos muestra el camino para llevar una vida victoriosa, para alegrar el corazón del Señor, y para no descuidar ésta, «una salvación tan grande». ¡Bendito sea el nombre del Señor!.
Síntesis de un mensaje impartido en Temuco en Julio de 2010.