Quien hace real la Palabra es el Espíritu Santo, por cuanto él es el Espíritu de realidad y lo hace cuando está llenando nuestro corazón.
En el primer tratado, oh Teófilo, hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar».
– Hech. 1:1.
Hacer y enseñar
El primer tratado al que alude esta cita era el evangelio de Lucas. Su tema es todo lo que Jesús «comenzó a hacer y a enseñar»; no solo lo que él enseñó oralmente a sus discípulos, sino también lo que él hizo.
Uno de los grandes defectos de nuestra formación hoy es que ella tiene un énfasis esencialmente cognitivo. Pero el Señor Jesús, cuando formó a sus discípulos, no les transmitió solo información acerca del reino de Dios. Necesitamos leer con atención la Escritura, para descubrir no solo lo que les habló, sino lo que él les mostró viviendo con ellos. Ambas cosas son igualmente importantes.
«Jesús comenzó…», pero ahora continuará obrando, a través de Su cuerpo que es la iglesia.
El reino de Dios o el reino de los cielos fue el gran tema del ministerio del Señor. «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mat. 4:17). Durante todo su ministerio, él anunció la manifestación del Reino. Y no solo lo enseñó, sino que manifestó, en su propia vida y ministerio, la presencia, el poder y la gloria del reino de Dios entre los hombres.
Todos los recursos del cielo se han acercado; la puerta del cielo se ha abierto sobre la tierra. Por eso, el poder del pecado y de la muerte, el poder de Satanás, están siendo deshechos.
La promesa del Padre
En el momento previo a su ascensión a los cielos, el Señor les habla por última vez. «Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días» (vv. 4-5).
Todavía no es tiempo de ir y cumplir la misión que les ha encomendado. Recuerden que él les había dicho: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mar. 16:15). Era una tarea realmente titánica. «Y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hech. 1:8). ¿Con qué recursos se puede cumplir una comisión semejante?
Tenía que ocurrir algo absolutamente imprescindible para que ellos pudieran ir y cumplir aquella comisión que excedía toda capacidad humana; porque es una tarea que viene del cielo, y que solo el cielo puede cumplir en la tierra. Para esto, ¿quién es suficiente? Solo el Espíritu Santo de Dios.
Cuando Juan el Bautista comenzó a predicar, dijo: «Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mat. 3:11).
La palabra bautizar, en griego, significa sumergir. «El que viene después de mí, os sumergirá en el Espíritu Santo y en fuego». Ser sumergido es ser simplemente saturado, envuelto, por las aguas de aquel río que fluye del trono de Dios, un río de vida. Eso hará el Señor Jesucristo.
«Recibiréis poder»
«No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hech. 1:7-8).
Al venir el Espíritu Santo, ellos serían investidos con tal clase de poder, que les impulsaría para ser sus testigos hasta lo último de la tierra. «Recibiréis poder». ¿Qué clase de poder es éste? Pablo ora para que recibamos espíritu de sabiduría y de revelación, entre otras cosas, para lograr entender cuál es la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, usando varias palabras superlativas, pues no hay manera de describir la grandeza de ese poder.
Permítanme hacer una comparación, para que de alguna manera podamos entender cuán grande es el poder del cual está hablando el Señor Jesús aquí.
En el universo creado por Dios hay desplegada una gran cantidad de poder. Dios ejerció un poder inimaginable para crear este universo. Es tal el poder que se requiere, por ejemplo, para crear la materia y mantenerla en existencia, que es casi inconcebible para nosotros.
Los científicos dicen que es tal la energía contenida solo en una nuez, que –si se pudiese liberar toda esa energía– sería suficiente para alumbrar durante un año una ciudad como Santiago. Pero, cuando ellos van al origen del universo, saben que, para crearlo, se requirió tal cantidad de poder, que no existen leyes matemáticas ni físicas capaces de describirlo. Por eso, a esa energía original, la llaman «una singularidad», es decir, algo que ellos no pueden explicar.
¿De dónde vino ese poder del cual surgieron todas las galaxias? Del Espíritu Santo. La Escritura dice que en el principio creó Dios todas las cosas. La tierra estaba desordenada y vacía, las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, «y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas» (Gén. 1:2). El Espíritu de Dios era como un viento, pero también como una paloma que estaba ‘empollando’ toda la creación; es decir, estaba prestando la energía necesaria, para dar forma a todo lo creado por Dios.
Es por el poder del Espíritu Santo que se crearon todas las cosas que existen. Sin embargo, el poder desplegado en la creación no es nada comparado con el poder del cual habla aquí la Escritura, porque éste es el poder más supereminente de todos. Es el mismo poder que resucitó a Jesucristo de entre los muertos. Ese es el poder que él enviaría por medio de su Espíritu Santo. Aquí no se está hablando simplemente de poder, sino de la fuente de todo poder, que es el Espíritu Santo de Dios.
«Recibiréis poder». En la caída del hombre, la creación entera fue afectada por el pecado, sometida a la vanidad y a la muerte, destinada a corromperse y perecer, a menos que Dios intervenga para revertir todo.
El poder que vendrá con el Espíritu Santo es un poder mayor que cualquier otro poder en esta creación, capaz de someter todo el universo y llevarlo de vuelta al propósito eterno de Dios.
Unánimes en oración
Una vez que el Señor se fue, los discípulos volvieron a Jerusalén. «Y entrados, subieron al aposento alto, donde moraban Pedro y Jacobo, Juan, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas hermano de Jacobo. Todos éstos perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch. 1:13-14).
Sin embargo, sabiendo lo que el Señor Jesús les había prometido, ellos no asumieron una actitud pasiva frente a la venida del Espíritu. No fue esa su actitud, porque ellos fueron enseñados por el Señor Jesús, no solo con palabras, sino también con su ejemplo.
Una de las cosas que se grabó a fuego del ejemplo del Señor para ellos, es que él dedicaba las horas más importantes de su vida a estar en comunión con el Padre. Si los discípulos vieron a Jesús hacer eso, ¿qué hicieron ellos cuando él les dijo que esperaran? Esperaron durante muchos días, concentrados, apartados de todo.
He aquí una lección importante. El Espíritu Santo no desciende sobre creyentes ocupados en otras cosas, que no están enfocados en su venida ni en su presencia, ni en la necesidad de ser llenos por él. Si aquella fue una necesidad para los mismos discípulos, ¿cuánto más para nosotros? «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos» (Hech. 2:1).
Huyendo de la anormalidad
¿Hemos entendido que lo más importante para nosotros, como iglesia del Señor, es ser llenos del Espíritu Santo? En la Escritura no existe una iglesia que no sea llena del Espíritu Santo. Una iglesia tal es una anormalidad histórica, que surge del fracaso de los creyentes respecto de vivir una vida llena del Espíritu; pero ese no es el propósito de Dios respecto a su iglesia.
Somos nosotros los que nos hemos acostumbrado a la anormalidad. Por eso tenemos el libro de los Hechos, porque en él vemos una visión de la iglesia manifestada en el tiempo, en la historia del mundo, tal como está en el corazón de Dios.
La voluntad de Dios es inmutable. Él quiere que aparezca esa iglesia sobrenatural, que se levanta por encima de los poderes del mundo, como una marea irresistible que avanza victoriosa, derrotando toda forma de oposición, porque está capacitada por un poder que este mundo no conoce ni puede resistir.
Esa es la iglesia de Cristo, es lo que estamos llamados a ser en Cristo. La veremos si creemos, si pedimos, si nuestra necesidad de ser llenos del Espíritu Santo se vuelve imperativa para nosotros.«Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, Ni han subido en corazón de hombre, Son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1ª Cor. 2:9). No miremos a nuestra experiencia como el patrón de lo que la iglesia debe ser. No. Vayamos al libro de los Hechos y veamos ahí lo que el Espíritu Santo puede hacer por la iglesia.
Un viento recio
«Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba» (Hech. 2:2). Esto no fue una bella enseñanza, sino un hecho real. Un viento recio, que todos oyeron, remeció la casa. Fue tan estruendoso, que la gente de la ciudad corrió para ver qué pasaba. Aquello ocurrió realmente en el mundo material. El poder y la gloria de Dios irrumpieron físicamente en la historia humana. Eso es el reino de Dios.
Así tiene que ser. El mundo se estremece cuando el poder del Espíritu Santo lo toca. Uno de los grandes tipos del Espíritu Santo en la Biblia es el viento. Aquí fue un viento poderoso, como ese viento del Dios del Antiguo Testamento, que quiebra los cedros del Líbano.
Llama ardiente
«Y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen» (Hech. 2:3-4). Otra de las grandes figuras del Espíritu Santo es el fuego. «Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego».
El fuego tiene dos significados básicos. Primero, cuando el fuego toca algo, lo limpia, lo libera de toda escoria. Cuando el Espíritu Santo llena el corazón, lo purifica, lo santifica. Siendo santo, el Espíritu no puede morar en corazones ennegrecidos; por eso, él quema toda impureza. Es el poder del Espíritu Santo el que nos santifica para Dios y nos hace arder como una llama que no se consume.
Pero, junto con eso, ¿saben por qué él también es un fuego? Porque, en la Escritura, el amor de Dios está descrito como un fuego.
El capítulo 8 de Cantares es la consumación del amor de la amada por el Amado, de la iglesia por Cristo; es el amor en su estado más perfecto. Dice ella: «Ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo; porque fuerte es como la muerte el amor; duros como el Seol los celos; sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama. Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos» (Cant. 8:6-7). Este no es un amor humano, sino el amor divino.
El Espíritu de Dios es una llama ardiente de amor. Cuando toca el corazón, él lo enciende con una llama de amor que nada ni nadie podrá extinguir. No hay río, por grande y poderoso que sea, que pueda apagar el fuego del amor de Dios que el Espíritu Santo enciende en el corazón de los creyentes.
Ese es el amor que levantó a los santos al principio. Se encendieron de un amor indestructible, que los llevó a una vida de entrega y sacrificio. Por ese amor, Esteban murió como un mártir, viendo la gloria de Dios. Por esa llama, el Espíritu encendió el corazón de Pablo. Por esa llama, los misioneros dejaron lo que tenían y fueron a lugares olvidados a predicar a Cristo, y sufrieron y murieron por él.
¿Arde tu corazón con el fuego del Espíritu? A veces, estamos llenos de cosas que no son ese fuego: aquello que te apasiona o que te motiva. Pero, cuando el Espíritu Santo llena, él enciende un fuego de amor por Cristo, por la iglesia, por la obra de Dios.
A.B. Simpson
Hace tiempo atrás, leí la vida de A.B. Simpson, el gran predicador de principios del siglo XX. Él tenía una de las iglesias más prósperas de Nueva York. Todo el mundo le admiraba. Un día, reunió a todas las iglesias de la ciudad para predicar el evangelio a la gente más pobre, e invitaron a un evangelista.
Él cuenta: «Yo estaba allí, y aquel hombre comenzó a llamar a los hombres al arrepentimiento. Yo era un ministro orgulloso y frío, auto-suficiente. Comencé a ver a esas personas que venían a Cristo y, de pronto, tuve una visión. Vi una larga fila de personas de todas partes del mundo, de todas las naciones, de todas las razas, de todas las tribus, que venían al Salvador. Y un amor tan intenso ardió en mi corazón, que me quebrantó». Aquello fue tan profundo, que ese día, Simpson lo abandonó todo y se fue a predicar a las calles, encendido por una llama que nunca más se apagó en su vida.
Hudson Taylor
Algo muy parecido cuenta Hudson Taylor. Él había estado predicando en China, con la visión de llevar el evangelio al interior de China. Pero se enfermó, y tuvo que volver a Inglaterra. Y vivía entristecido y atormentado, porque por un lado sabía que el Señor lo llamaba a China, pero no tenía la fe suficiente para abandonarlo todo y comprometer, además, a otros, en esa visión.
Y dice: «Un día fui a una reunión de iglesia en una ciudad. Los hermanos se gozaban, cantando alegres al Señor; pero mi corazón estaba partido de amor, y no podía olvidar los rostros de esos hombres y mujeres en China. Entonces no soporté más, y salí a caminar por la playa, solo. Y allí, el amor del Señor, finalmente, me venció, y me consagré a la obra de mi vida».
Desde ese día en adelante, él se convirtió en un instrumento para llevar el evangelio a millones de personas perdidas al interior de China. El amor de Cristo, la llama ardiente del Espíritu, lo venció.
Hermano, ¿no crees que tu corazón puede ser derretido, por el Espíritu, con una llama que jamás se apagará? ¡Cuánto necesitamos ser llenos del Espíritu Santo! Ser llenos del Espíritu Santo es una experiencia concreta. No es simplemente una teología; es algo real.
Poder y carácter
La llenura del Espíritu significa dos cosas, que lamentablemente se han separado en la experiencia de la cristiandad, pero que nunca deberían ir separadas. Por un lado, significa una llenura de poder, una capacitación sobrenatural, un poder divino que está más allá de la capacidad humana, para llevar adelante el propósito de Dios. Y es vital que la iglesia posea ese poder.
La iglesia fue creada para ser el vaso que expresa el reino de Dios sobre la tierra, así como Cristo lo fue en los días de su carne. No hay razón para pensar que eso no tiene que ocurrir hoy con la iglesia. Pero es trágico cuando esa investidura de poder se separa del carácter de Dios.
El reino de Dios tiene dos fundamentos. En el principio, cuando Dios creó al hombre, dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree» (Gén. 1:26).
De manera que la primera parte del Reino Dios tiene que ver con el carácter de Dios en el hombre, y la segunda parte, con el poder o la autoridad de Dios, manifestada a través del hombre.
Estas dos cosas nunca tienen que ir separadas. Es trágico cuando hay poder sin carácter; pero también sería trágico que hubiera carácter sin poder. Ambas cosas son necesarias.
En la Escritura, Sansón y Saúl son ejemplos de lo que significa tener poder sin carácter, cuyas vidas terminaron en tragedias. Pero eso no quiere decir que el propósito de Dios sea que no haya poder o que debamos rechazar el poder, porque ¿qué seríamos nosotros sin ese poder? Ese poder es vital para la iglesia
Vida sobrenatural
Cuando Pedro predicó la palabra en Pentecostés, tres mil personas fueron añadidas al Señor, porque el poder de Dios estaba en sus palabras. Y luego leemos: «Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hech. 2:42).
Estas personas se sumergieron de inmediato en una vida sobrenatural. La razón por la cual los hermanos perseveraban es porque estaban llenos del Espíritu. Cuando la iglesia está llena del Espíritu Santo, es inevitable que queramos estar en la presencia de Dios, porque ella es tan necesaria como el aire que respiramos.
Es muy diferente vivir en la capacidad de la carne; eso es algo agotador, que destruye a cualquiera. Pero qué poder, qué gracia y qué liberación ocurren cuando vivimos en el poder del Espíritu Santo. La vida cristiana se vuelve fluida y la palabra de Dios se vuelve real en nuestros corazones.
Experiencia continua
Ser lleno del Espíritu Santo no puede ser una experiencia puntual. Los discípulos fueron llenos no solo en el día de Pentecostés, sino a lo largo de toda su vida, una y otra vez. Fue una experiencia continua, y cada vez más profunda.
«Y sobrevino temor a toda persona» (Hech. 2:43). Esas personas no eran los creyentes, sino la gente del mundo. Sobrevino temor, porque algo natural estaba ocurriendo. Los cristianos de hoy se esfuerzan por impresionar al mundo con campañas, con publicidad, con marketing. Pero, cuando el Espíritu Santo nos llena, no necesitamos decirle al mundo que experimente la diferencia; ellos perciben algo que no pueden entender y que trae temor al corazón.
Cuando la gloria de Dios descendió sobre el tabernáculo, los hombres cayeron de rodillas. ¿Quién puede sostenerse en pie ante la gloria de Su presencia? La Escritura dice: «Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá» (Hech. 17:6). El mundo se estremece, porque está en presencia de un poder que no puede resistir.
«Y muchas maravillas y señales eran hechas por los apóstoles» (Hech. 2:43). Vino un poder y un amor encendido que llenó el corazón de los santos. «Y perseverando unánimes cada día en el templo» (v. 46). Cuando ese amor está derramado en la iglesia, entonces, somos uno. Él nos bautizó por el mismo Espíritu en un solo cuerpo. Cuando el Espíritu Santo nos llena, experimentamos de manera real lo que significa ser uno en él.
En Hechos capítulo 4, Juan y Pedro son llamados ante el Sanedrín, el cual, poco tiempo atrás, había condenado a muerte al Señor Jesús. Ser convocados por estos hombres era algo en extremo peligroso. Pero, ¡qué cambio hay cuando el Espíritu Santo arde en el corazón; hay un poder que el miedo no puede vencer, un fuego que el mundo no puede apagar!
«…y poniéndoles en medio, les preguntaron: ¿Con qué potestad, o en qué nombre, habéis hecho vosotros esto? Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: Gobernantes del pueblo, y ancianos de Israel … sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis…» (Hech. 4:7-10). Él les echa en cara que ellos mataron a Cristo. ¡Qué valor!
«…y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano. Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (v. 10:12). Son palabras de poder y de victoria en el rostro del enemigo, pues estaban llenos del Espíritu Santo. Qué diferencia, ¿verdad?
«Entonces viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús. Y viendo al hombre que había sido sanado, que estaba en pie con ellos, no podían decir nada en contra» (v. 13-14). Aquel hombre que estaba en pie con ellos era una evidencia concreta del poder de Jesucristo.
«Y puestos en libertad, vinieron a los suyos y contaron todo lo que los principales sacerdotes y los ancianos les habían dicho» (v. 23). ¿Usted cree que la iglesia se asustó? Aquí ya no son los apóstoles, sino los hermanos, que también estaban llenos del Espíritu. «Y ellos, habiéndolo oído, alzaron unánimes la voz a Dios, y dijeron: Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay … Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano para que se hagan sanidades y señales y prodigios mediante el nombre de tu santo Hijo Jesús» (v. 24, 29-30).
¿Cuál fue la respuesta del cielo? «Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios» (v. 31). ¿Usted quiere que estos tiempos se repitan? Es posible, porque el Señor lo prometió. Pero, recuerden, esto solo ocurrirá con nosotros si realmente deseamos, con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas, ser llenos continuamente del Espíritu Santo. Es un imperativo.
Las emociones bajo el Espíritu
Necesitamos caminar en el poder del Espíritu. Necesitamos que él no solo nos capacite con poder, sino que transforme nuestro corazón, nuestros sentimientos, nuestras emociones, siendo vasos que contienen y expresan a Cristo; él hace real a Cristo en nosotros y, a través de nosotros, al mundo.
Las emociones son parte vital de la existencia humana, son como la temperatura de nuestra alma. Si tus emociones son negativas, son malas, son erradas, toda tu vida estará contaminada.
Hay hermanos que están siempre tristes o amargados, con un tono de vida negativo. En ese caso, ¿cómo puede el Espíritu Santo expresar a Cristo en nosotros? Por eso, Efesios 4:31 dice: «Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia», todas estas emociones negativas, para que el Espíritu Santo nos pueda llenar.
Nosotros no tenemos que manipular las emociones; pero el Espíritu Santo sí toca las emociones; él toca todo el ser humano. Por eso, si él puede tomar nuestra lengua, el órgano controlador de todo, entonces él puede tomar control de todo tu ser: tu alma, tus emociones, tus recuerdos, tus creencias, tus pensamientos. Todo tiene que ser, tomado y renovado por el Espíritu Santo.
Charles Finney
Charles Finney, un gran siervo de Dios del pasado, usado poderosamente por Dios en Estados Unidos, donde cientos de miles se volvieron a Cristo a través de él y de otros, decía lo siguiente:
«Un día, después de haber creído en el Señor Jesucristo, estaba yo en mi cuarto, y sentí un deseo intenso de orar. De pronto, fue como si mi corazón se derritiera como cera, un amor inexpresable se apoderó de mí y comencé a llorar. Ondas de amor y de alegría, cada vez más poderosas, pasaban a través de mí, haciendo rebosar mi corazón. Era tan fuerte, que yo rogaba a Dios que parara, porque me iba a morir; pero también le rogaba que no terminara, porque no quería que eso terminara. Así estuve horas y horas. Los ríos de vida y de amor me llenaron y me llenaron hasta que casi exploté».
Cuando Finney salió de su cuarto, una nación entera fue sacudida por el Espíritu. Ya no era él, sino el Espíritu Santo de Dios.
¿Cómo sería si toda la iglesia fuese llena del Espíritu Santo? ¿Cómo sería tu lugar de estudio o de trabajo, o tu familia, si camináramos llenos del Espíritu Santo? Necesitamos ser llenos del Espíritu Santo, hoy.
«Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare» (Hech. 2:39). No solo para Pedro y Pablo, no solo para Finney, Wesley y los grandes predicadores; es para todos nosotros. Es la promesa, el don de Cristo a la iglesia; todas sus riquezas, todo su poder, toda su gloria y su vida poderosa.
Que el Espíritu de Dios pueda entrar en todos los rincones de nuestra alma. Abrámosle el corazón, todo nuestro ser, para que nos llene una y otra vez.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2015.