Llegará un día en que cada uno de nosotros será sometido a un veredicto totalmente acertado.
En esta vida, todos nos hemos enterado de juicios o veredictos sobre nosotros. Cada cierto tiempo descubrimos de qué manera nos califica el prójimo. No me refiero a lo que nos dicen a la cara, que en general carece de importancia, sino a ciertas conversaciones que a veces escuchamos por casualidad o a las opiniones inadvertidamente emitidas por nuestros vecinos, empleados o subordinados en sus actividades y a los juicios terribles o encantadores expresados con gran naturalidad por los niños y también por los animales. Estos descubrimientos pueden ser las experiencias más dulces o amargas de la vida; pero desde luego podemos dudar de la sensatez de estos jueces y no será tan intenso nuestro placer o dolor. Si nos consideran cobardes o abusadores, tenemos la esperanza de que sean ignorantes o mal intencionados; si confían en nosotros o nos admiran, tememos que estén equivocados por tener una visión parcial.
Tal vez la experiencia del juicio final será parecida a estas pequeñas vivencias, pero en una escala infinitamente superior.
Ese juicio será infalible. Si es favorable, no tendremos temor; si es desfavorable, no existirá esperanza de error. No sólo creeremos en el veredicto; en cada fibra de nuestro ser consternado o encantado, reconoceremos sin dudar que somos tal como ha dicho el Juez: ni más ni menos ni de otra forma. Tal vez también comprendamos que podríamos haber vislumbrado vagamente esa descripción en el curso de la vida. Tendremos ese conocimiento, al igual que toda la creación: nuestros antepasados, padres, esposas, maridos e hijos. La verdad irrefutable y manifiesta (en ese momento) de cada uno de nosotros será conocida por todos.
Tal vez podríamos ejercitarnos preguntándonos cada vez con más frecuencia qué aspecto tendrán las cosas que decimos o hacemos (o no hacemos) bajo el resplandor de la luz irresistible, tan diferente a la del mundo, pero de la cual tenemos suficiente información como para tomarla en cuenta. Las mujeres suelen preguntarse cómo luciría un vestido a la luz del día cuando lo ven con iluminación artificial. Todos nosotros tenemos un problema similar: no vestir nuestra almas para la luz eléctrica de este mundo, sino para la luz del día de la otra vida.
C. S. Lewis