Pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros…».

– Hebreos 3:6.

La apariencia de una casa es la expresión de quien mora en ella. Sus muebles, disposición, limpieza y arreglo, todo expresa a su morador. Cuando estábamos en las pasiones de los pecados, expresábamos a aquel que habitaba en nosotros: el pecado. «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí» (Rom. 7:19-20). Nuestra casa mostraba toda nuestra miseria. «¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom. 7:24).

Nuestro cuerpo manifestaba en todo cuán miserables éramos. Pero un día el Señor nos sacó del lodo cenagoso, de un pozo de perdición, puso nuestros pies sobre una roca, nos lavó con agua limpia (Ez. 36:25), y limpió la casa. La barrió y la adornó para que fuera habitación de su Espíritu. «Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo» (Tito 3:4-5).

Ahora ya no soy yo quien vive más, sino Cristo quien mora en mí. Esta casa está siendo ahora transformada, e irá cada vez expresando más su carácter, su libertad, su voluntad, su santidad, su vida. «Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:17-18).

Ahora esta casa tiene un nuevo Morador. No estamos más en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en nosotros (Rom. 8:9). Si Cristo vive en nosotros, este nuevo morador transformará su morada, y, de hecho, ya comenzó a expresar a través de ella su carácter. No estamos más en tinieblas. Este nuevo Morador trajo luz a su casa, y un tesoro. «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Pero tenemos este tesoro en vasos de barro…»(2 Cor. 4:6-7).

Lo que debe quedar claro para nosotros es que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, y que fue comprado por un alto precio, para que fuera un lugar de gloria y no de pecado. «¿O ignoráis que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Cor. 6:19-20).

Este cuerpo ahora ya no nos pertenece más, es del Señor (1 Cor. 6:13). El Señor es ahora, no un invitado, sino el nuevo Morador; no un morador temporal, sino eterno. «En quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Ef. 2:22).

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