¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra”.
– Sal. 8:1, 9.
En un tiempo en el cual los hombres están blasfemando el nombre del Señor, el salmista solo puede expresar su asombro ante Su grandeza. A pesar de ser poeta, no encuentra las palabras adecuadas para expresar Su dignidad. Todo lo que puede hacer es exclamar: “¡Cuán glorioso!”.
Esta excelencia inefable se encuentra “en toda la tierra”. Sin duda, esto es un eco de Génesis 1, donde todo lo que Dios vio “era bueno”.
El autor también concluye el Salmo con un tributo a la excelencia del Nombre, sin una sola mención a la caída del hombre. De haberlo escrito nosotros, nos hubiéramos sentido obligados a citar el hecho.
Sin embargo, Dios es inmutable, y para el salmista ni siquiera el pecado de Adán podía revertir la intención divina de que el hombre “señoree”. En este punto es donde interviene el Señor Jesús. Hebreos 2 nos ilumina el Salmo 8. Jesús es aquel Hombre, y él ya ha resuelto el problema del pecado. En él se ha consumado todo el deseo de Dios, y él está ligado a nosotros. No hay desviación en los caminos de Dios: ellos se cumplen inexorablemente. “¡Oh Jehová, cuán glorioso es tu nombre!” .
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