A menudo, Dios nos envía sus mensajeros y nosotros no los tomamos en serio.
El circo había llegado recién a su nuevo emplazamiento en las afueras de un pueblo danés. La gran tienda fue alzada, la pista estaba lista y toda la compañía se vistió de gala para el desfile de invitación a los lugareños a la primera función de esa noche. De pronto, alguien empezó a gritar: «¡Fuego! ¡Fuego!». Era verdad. Ya el fuego empezaba a extenderse entre los carros y amenazaba destruirlo todo. Luego, las llamas podrían descender a través de los campos de maíz cercanos y llegar hasta el pueblo mismo.
Era un momento terrible, y el director de pista comprendió de inmediato que necesitaría la ayuda de todos los lugareños para sofocar el siniestro a tiempo. Se necesitaban hombres, mujeres y aun niños para llevar cubos de agua y apagar las llamas. Alguien tenía que correr al pueblo a solicitar ayuda. ¿Pero quién podría ir? El hombre forzudo estaba cuidando los elefantes; el domador de leones tenía que ver a sus propias fieras; los ayudantes estaban atareados en salvar a los caballos, de modo que ninguno de ellos podía ir. El único que parecía estar disponible era el payaso, ya vestido para el desfile.
«¡Corre rápido al pueblo», gritó el director, «y diles que necesitamos ayuda en seguida para salvar el circo y también sus propias casas!». Así que él corrió, con su cómico sombrero, su nariz roja y sus grandes zapatos, e irrumpió en la calle del pueblo gritando: «¡Fuego! ¡Fuego!».
Por supuesto, los lugareños salieron al sonido de su fuerte voz, pero al ver su inusual apariencia, todos se reían. Él intentaba decirles que no era un chiste, sino que se trataba de algo muy serio, pero cuanto más hablaba, más se reían. Para ellos era sólo un truco propagandístico; su intención era hacerles subir y ver el circo. Ellos admiraron su habilidad, pero nadie hizo el menor esfuerzo por moverse.
El payaso les imploraba que se dieran prisa antes de que sus propias casas fueran consumidas, pero su cara y su ropa eran tan raras que cuanto más rogaba, más reían. Las lágrimas descendían por su cara pintada cuando apelaba primero a un hombre y luego a otro. «¡Vengan conmigo, vengan rápido, o será demasiado tarde!». Pero ¡ay!, ellos sólo pensaban que era una muy buena actuación. Todo esto había tomado tiempo, mucho tiempo en realidad, y ahora el director miraba desolado cómo las llamas tomaban posesión de todo. El fuego bajó rabioso la ladera, cogió las primeras casas de madera del pueblo, y luego avanzó de casa en casa hasta que el lugar entero fue pasto de las llamas.
¡Demasiado tarde! Ahora, la gente comprendió que el payaso había hablado en serio, y tuvieron que correr por sus vidas, dejando que sus casas y todas sus posesiones fuesen destruidas por el siniestro. ¡Si sólo hubieran tomado la advertencia en serio! Pero el mensajero parecía tan cómico que ellos no creyeron que había un peligro real hasta que fue demasiado tarde.
Por supuesto, ellos culparon de la calamidad al circo. «¿Por qué no vino el director?», razonaron. «Habríamos creído si él hubiese venido, o si hubiera enviado un mensajero más apropiado, el domador, o un trapecista. Cualquiera menos el payaso». La verdad era, por supuesto, que el payaso era el único disponible, y que él había hecho lo sumo para convencerlos. Si sólo se hubieran molestado en averiguar si la advertencia era cierta, entonces podrían haber ido a apagar el fuego mientras aún era tiempo.
A menudo, Dios nos envía sus mensajeros y nosotros no los tomamos en serio. Quizás no son los mejores anunciadores, pero tal vez sean los únicos a quienes él puede enviar. Lo triste será si pensamos que sólo es una broma en vez de comprender que el asunto es realmente grave. Podemos sufrir una pérdida grande y duradera si no atendemos a la llamada del Evangelio: «¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?» (Hebreos 2:3).