Para salvar a muchos, la verdad del evangelio debe ser muy simple y clara.
Porque este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti, ni está lejos. No está en el cielo, para que digas: ¿Quién subirá por nosotros al cielo, y nos lo traerá y nos lo hará oír para que lo cumplamos? Ni está al otro lado del mar, para que digas: ¿Quién pasará por nosotros el mar, para que nos lo traiga y nos lo haga oír, a fin de que lo cumplamos? Porque muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas”.
– Deut. 30:11-14.
Nuestro Señor Jesucristo dice: «Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él» (Juan 5:46). De ahí que podamos interpretar con seguridad mucho de lo que Moisés dijo, no solo acerca de la ley, sino también del evangelio. En verdad, la ley fue dada para conducir a los hombres al evangelio; estaba destinada a mostrarles la imposibilidad de la salvación por sus propias obras, y llevarlos a la salvación que está disponible para los pecadores.
Este es uno de los pasajes en los que Moisés escribió del Salvador que estaba por venir. Y el apóstol Pablo cita este pasaje en Romanos 10, no con exactitud verbal, pero dando su sentido, e introduciendo la interpretación de ese sentido que puede aceptarse como decisivo, bajo la influencia del Espíritu de Dios.
Creo que Moisés vio en la total revelación de Dios bajo la antigua dispensación, el espíritu esencial del evangelio, que fue declarado luego más plenamente por nuestro Señor Jesucristo. Moisés habla de la salvación de Dios establecida en los tipos, sacrificios y ordenanzas de la dispen-sación mosaica, la que Pablo llama, «la justicia de la fe». Pablo ve a Moisés como hablando del propio evangelio, y usando palabras notables concernientes a la salvación por gracia.
Lo que se quiere decir con estas palabras es que el camino de la salvación es simple y claro, no está oculto entre los misterios del cielo, ni tampoco está envuelto en las profundidades de los oscuros secretos que no han sido revelados.
El camino de la salvación se nos entrega de manera directa y fácil, y se pone al alcance de nuestro entendimiento, comunicado en lenguaje humano. Es un tesoro propio, no una rareza extraña. Está, como dice Moisés, muy cerca de nosotros, muy cerca de cada uno que oye el evangelio; porque Moisés lo pone en singular: «Muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas».
1. Un camino claro y simple
El camino de la salvación es claro y simple. No necesitas ni ver hacia el cielo ni hacia el mar para encontrarlo: aquí está ante ti; tan cerca como tu lengua, inseparable de ti como tu corazón, como un secreto abierto. Como dice Moisés: «Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre» (Deut. 29:29).
Creo que podríamos esperar esto si consideramos la naturaleza de Dios, quien ha hecho esta maravillosa revelación. Cuando Dios le habla al hombre teniendo como propósito su salvación, es natural que, en su sabiduría, le hable para ser entendido. Dios adapta los medios a los fines, y no permite que los hombres pierdan el cielo por falta de claridad. Dios ha hecho una revelación perfectamente adaptada para su fin.
Admito que ciertas partes de la revelación divina son difíciles de ser entendidas, pero en el asunto de la salvación, en donde la vida o la muerte de un alma están en juego, es necesario que la visión sea clara, y nuestro sabio Señor ha condescendido a esa necesidad. En todo lo relativo al arrepentimiento y a la fe, y a los asuntos vitales del perdón y la justificación, no hay oscuridad; todo es tan recto como un báculo.
Dios, en su gracia, cuando se digna hablar con el tembloroso individuo a quien busca, lo hace a la manera de un padre con su hijo, deseoso que su hijo conozca de inmediato lo que está en su mente de padre. Él explica sus grandes pensamientos de manera adecuada para nuestras limitadas capacidades; él tiene compasión del ignorante, y se convierte en el maestro de los infantes.
Realmente el conocimiento que el Señor nos imparte es sublime, pero su manera de enseñarlo es sencilla, mandato tras mandato, línea tras línea. Él se inclina a los hombres de humilde condición, y mientras esconde estas cosas al sabio, se las revela a los niños: «Sí, Padre, porque así te agradó».
Es la manera de Dios que se inclina al humilde y al contrito, que hace que su salvación sea la alegría de los humildes. «De la boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, a causa de tus enemigos» (Sal. 8:2). También podemos esperar sencillez cuando recordamos la intención del plan de salvación. Dios quiere, por medio del evangelio, la salvación de los hombres. Nos pide predicar el evangelio a toda criatura. Era necesario un evangelio sencillo para que fuera predicado a toda criatura.
Gracias a Dios, el sabio aquí es puesto al mismo nivel que un niño; porque el evangelio debe ser recibido por él como un niño pequeño lo recibe. Todo corazón generoso se deleita al pensar que «a los pobres es anunciado el evangelio» (Mat. 11:5). Para salvar a muchos, la verdad del evangelio debe ser muy simple y clara, porque estos muchos necesitan una salvación que pueda ser entendida de inmediato.
Si los hombres no pueden salvarse sin tener un largo tiempo de estudio, ciertamente se perderán. Tener un evangelio más allá de la comprensión ordinaria, equivaldría a no tener salvación. Ellos necesitan un evangelio que pueda ser oído y entendido mientras ganan su pan cotidiano. Debe ser claro y sencillo, que puedan verlo y luego guardarlo en la memoria; un evangelio que pueda ser escrito en una línea del cuaderno de un niño, un evangelio que el más humilde pueda aprender, y amar y vivir por él.
Los hombres pueden aprender todo lo que los libros les puedan enseñar, y no por eso se acercan más al conocimiento de la Verdad. El saber celestial es de otro tipo, y está abierto a todos. «Bienaventurado eres … porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mat. 16:17).
La palabra de vida está dirigida a los hombres como pecadores y no como filósofos; y por ello el mensaje es sencillo y claro. Además, esperaríamos que el evangelio sea muy sencillo, por las muchas mentes débiles que serían incapaces de recibirlo si no lo fuera. Recuerden a los niños. Si ellos, para su salvación, tuvieran que ser teólogos eruditos, estarían en una terrible situación. Tendríamos que cerrar nuestras escuelas dominicales, o cuando menos esperar hasta que llegaran a una mayor edad.
El evangelio de nuestra salvación salva de la misma manera al de mente débil como al inteligente; llega a quien es lento y tardo igual que al rápido y brillante. ¿No está bien que así sea? El Señor ha dado un evangelio que muchos pueden entender aunque no puedan llegar a comprender ninguna otra cosa. Ha puesto delante de nosotros un camino de salvación, que los que tienen pies temblorosos pueden pisar con seguridad sin hallar ningún obstáculo en el que puedan tropezar.
Nuestro evangelio no necesita que nos elevemos hasta el cielo de lo sublime, ni que nos sumerjamos en el insondable mar del misterio; el Señor lo ha traído cerca de nosotros, lo ha puesto en nuestras bocas, y lo ha colocado cerca de nuestros corazones, de modo que los que somos gente común podamos tomarlo como nuestro y gozar de sus bendiciones.
¿Qué ocurriría con los moribundos si el evangelio fuera enredado y complejo? En ocasiones se nos llama para visitar personas que están en sus últimos momentos, enfrentando el juicio sin Dios y sin esperanza. Es una situación triste. Pero no visitaríamos a nadie así si no pudiéramos llevarle un evangelio que puedan entender aquellos cuyas mentes están aturdidas en medio de las sombras de la tumba.
Necesitamos un evangelio que un hombre pueda recibir igual como se toma una medicina, o, aún mejor, como se toma un vaso de agua fría que le da la enfermera que está junto a su cama. Esperaríamos, pues, del objetivo del evangelio que es salvar a muchos, incluyendo a los menos inteligentes, que deba ser muy sencillo; y así lo encontramos.
«Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es» (1 Cor. 1:26-28).
Los escogidos por Dios son usualmente personas de mente honesta y sincera, que están más deseosas de creer que de discutir. El Espíritu Santo ha abierto sus corazones y los ha afinado para venir al Señor Jesús, y escuchar que sus almas pueden vivir. El conocimiento de Cristo crucificado es la ciencia más excelente, y la doctrina de la cruz, la filosofía más elevada.
Aquellos que han predicado el evangelio con la mayor aceptación, sin importar sus dones naturales, han sido casi siempre personas que prefieren recurrir a una gran sencillez en su lenguaje.
Podrían decir con Pablo: «Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto» (2 Cor. 4:3). No somos como Moisés, que ponía un velo en su rostro. Los verdaderos siervos de Dios se quitan los velos y se esfuerzan por mostrar a Cristo claramente crucificado entre su gente.
Miremos a la revelación misma, y veamos si no está cerca de nosotros. Aún en los días de Moisés, ¡cuán evidentes eran ciertas cosas! Debe haber sido claro para cada israelita que el hombre es un pecador, si no, ¿cuál sería la razón del sacrificio, de las purificaciones y los lavamientos? Toda la economía levítica proclamaba a gran voz que el hombre ha pecado: los diez mandamientos retumbaban con esta verdad.
Era evidente también que la salvación es por el sacrificio. No pasaba ningún día sin el cordero de la mañana y el de la tarde. Durante todo el año había sacrificios especiales por medio de los cuales la doctrina de la expiación por la sangre se declaraba claramente. Era evidente también la doctrina de la fe; cada persona que traía un sacrificio ponía su mano sobre la víctima, confesaba su pecado, y por ese acto transfería su pecado a la ofrenda.
De esa manera se describía típicamente a la fe como el acto por el que aceptamos la propiciación preparada por Dios, y reconocemos al Sustituto dado por Dios. Era claro para cada israelita que esta limpieza no era el efecto de los propios sacrificios que servían de tipos, porque no los habrían repetido año tras año y día tras día. El recuerdo del pecado se repetía una y otra vez, para que Israel conociera que los sacrificios visibles apuntaban a una auténtica forma de limpieza, y estaban diseñados para presentar al Cordero bendito de Dios que quita el pecado del mundo.
Los israelitas eran exhortados continuamente a servir al Señor con todo su corazón. Eran exhortados a la santidad y se les advertía contra la trasgresión y se les enseñaba a obedecer de corazón los mandatos del Señor. De manera que, aunque la dispensación pueda ser considerada una sombra comparada con el día del evangelio, de manera real y positiva era lo suficientemente clara. Aún entonces, la palabra estaba cerca para ellos, en su boca y en su corazón.
Si puedo decir esto de la dispensa-ción mosaica, puedo asegurar con energía que en el evangelio de Cristo la verdad es ahora manifiesta más abundantemente. Benditos son nuestros ojos porque vemos y nuestros oídos porque oímos cosas que profetas y reyes desearon en vano ver y oír. Ahora nuestro Señor habla claramente. Hoy oímos a cada hombre hablar en su propio idioma acerca de las maravillas de Dios.
2. Una palabra muy cercana
En segundo lugar, la palabra ha venido muy cerca de nosotros. Suplico a quienes no son convertidos que escuchen con atención. Para todos nosotros el evangelio ha venido muy cerca. Ciertamente muy cerca de ti está la palabra, en tu boca. Es algo de lo que puedes hablar; has hablado de ella; y sigues hablando de ella. Es algo tan familiar en sus bocas como el lenguaje materno.
La mayor parte de ustedes es capaz de hablar de ella con otros, pues la aprendieron en la escuela dominical. La cantan en los himnos; la leen en libros, y en folletos y en revistas; y la escriben en cartas para sus amigos. Me da gusto que la tengan en su bocas: entre más, mejor: ¡Qué cerca ha venido! Oh, pero que la lengua de ustedes también pueda ser capaz de decir: «¡La creo, acepto a Jesús como mi Salvador. Confieso mi fe ante los hombres!». Entonces estará aún más cerca.
La palabra de vida no es una cosa que no se pueda conocer, y por consecuencia que no se pueda hablar de ella: es una cosa que puede ser hablada por lenguas como las nuestras cuando estamos sentados en casa o cuando vamos por el camino. No hay nadie entre nosotros que no entienda el evangelio que ha oído. Si perecemos no es por falta de lenguaje sencillo. La palabra está en la lengua de todos.
Moisés también agregó: «Y en tu corazón». Para los hebreos, corazón no significa los afectos, sino los elementos internos, que incluyen el entendimiento. Ustedes pueden entender el evangelio. Quien cree en el Señor Jesucristo será salvo, no es una frase oscura. La salvación por gracia por medio de la fe es una doctrina tan evidente. Que Jesucristo se entregó Él mismo para morir en lugar de los hombres, para que quien creyera en Él no pereciera, sino que tuviera vida eterna, es algo que puede ser entendido por el menos educado de los hombres bajo el cielo.
Además, las doctrinas del evangelio son tales que nuestra naturaleza interna da testimonio de la verdad de ellas. Cuando predicamos que los hombres son pecadores, tu conciencia dice: «Es verdad». Si lo creen, este evangelio será tan sencillamente verdadero que cada parte de la naturaleza de ustedes lo testificará.
Muchos de nosotros hemos aceptado este camino de salvación; ahora amamos esta palabra y nos deleitamos en ella, y para nosotros es el modo más sencillo y más sublime que pueda concebirse. Nuestras almas viven de él y en él, como el pez vive en el mar.
¡Cuán contentos estamos de que no tengamos un evangelio envuelto en jeroglíficos! Ha entrado en nuestros corazones, habita dentro de nosotros, y ha llegado a ser el Señor de nuestra vida.
El evangelio no contiene ni dificultades ni oscuridades excepto las que nosotros mismos creamos. Lo que consideramos como oscuridad es en realidad nuestra propia ceguera. Si no crees en el evangelio, ¿por qué es que no crees en él? Se apoya en la mejor evidencia, y en sí mismo es evidentemente verdadero. La razón de la incredulidad está en parte en la tendencia natural del hombre hacia el legalismo. La naturaleza humana no puede creer en la gracia inmerecida. Está acostumbrada a comprar y vender, y por lo consiguiente debe traer un precio en su mano: tener todo por nada parece imposible.
La noción de un salario que debe ganarse es bastante natural; pero que la vida eterna es el don de Dios no se percibe fácilmente; sin embargo así es. La vida eterna es el don gratuito de Dios, que él da a los hombres no por nada que haya en ellos, o algo que hayan hecho, o sentido, o prometido, sino por Su propia infinita riqueza, y el deleite que tiene al mostrar su misericordia.
No se puede introducir la idea de la gracia en la cabeza del hombre natural; se requiere de una divina operación quirúrgica para abrir la vía de entrada para esta verdad en nuestras mentes; sí, se requiere que podamos ser hechos nuevas criaturas antes que podamos verla.
Que Dios libremente perdona, y que ama a los hombres solo porque Él es amor, es un pensamiento divinamente simple, pero nuestros prejuicios egoístas rehúsan aceptarlo. En muchas ocasiones es el orgullo el que hace que parezca tan difícil el evangelio. Cuando el evangelio viene con el único mensaje, «Crean y vivan», el orgullo no estará de acuerdo en ser salvado en términos tan pobres. Sin embargo, así es; acéptenlo, y tienen la salvación; extiendan su mano y tomen lo que Dios otorga tan libremente.
El evangelio es lo suficientemente sencillo en sí mismo para un corazón humillado por la gracia. Cuando caen de nuestros ojos las escamas del orgullo, vemos bastante bien. El hombre creerá a cualquier persona excepto a Dios. Esto es también causado por el amor al pecado. Los que no quieren renunciar a sus pecados pretenden que el evangelio es muy difícil de entender, o casi imposible de aceptar, y así se excusan para continuar en su iniquidad.
Después de todo, ¿acaso alguien realmente siente que es justo echarle la culpa de su incredulidad a Dios? No hay nadie tan ciego como aquellos que no quieren ver: tu ceguera es voluntaria. ¿Quieres entender? Si no deseas reconciliarte con Dios, no le imputes tu condena a él, quien en infinita bondad ha traído su palabra tan cerca de ti. La salvación es del Señor, pero la condenación es solo del hombre.
3. Un evangelio para recibir
Finalmente, el objetivo de esta sencillez y cercanía del evangelio es para que lo recibamos. El texto lo expresa claramente: «Porque muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas». Algunos pueden ahora decir: «Es la vieja historia, siempre estamos oyendo eso». ¿No quieren dar un paso adelante, y ya no ser sólo oidores? «Para que la cumplas». Ahora, entonces, ¡háganlo!
No se envía el evangelio a los hombres para satisfacer su curiosidad dejándoles ver cómo otra gente se va al cielo. Cristo no vino a entretenernos, sino a redimirnos. Su palabra no está escrita para nuestro asombro, pero estas cosas «se han escrito para creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Juan 20:31). El evangelio tiene siempre una encomienda presente, urgente, práctica. Y advierte a los hombres que no endurezcan sus corazones. Observen otra vez cómo el texto pone su última advertencia en singular: «Para que la cumplas».
Así como la palabra de Dios no se envía para satisfacer la curiosidad, tampoco se envía para informarles con frialdad de un hecho que pueden poner en un estante para uso futuro. El Evangelio se nos envía como maná para el día de hoy. Oh, lector, te reto a que aceptes ahora mismo la salvación presente, para que de inmediato puedas hacer lo que la palabra requiere de ti.
¿Qué se debe hacer? Hay dos cosas que hacer. Primero, que tú creas en el Señor Jesucristo como tu Salvador. Tómalo como tu sacrificio: confía solo en él plenamente como tu rescate del pecado. Tómalo para que sea tu Señor así como tu Salvador: entrégate a él, y deja que él sea tu todo en todo.
La segunda cosa es que confieses al Señor con tu boca. Confiesa que eres un creyente en Jesús, y su seguidor. Él ha dicho: «El que creyere y fuere bautizado, será salvo» (Mar. 16:16). Pero que tu confesión sea sincera; no le mientas al Señor. Confiesa que tú eres su seguidor, si efectivamente lo eres; y de ahora en adelante y por toda tu vida lleva Su cruz y síguelo. Esto es lo que debes hacer; rendirte a Él a quien Dios ha designado para salvar a su pueblo de sus pecados.
«Pero», dice alguien, «pensé que habría una cierta experiencia, pero es algo tan sencillo: pienso que es hasta demasiado sencillo». Lo sé; lo sé. Y como es tan sencillo contiendes contra él. ¡Qué locura! A veces peleas porque es muy duro, y luego porque es demasiado sencillo. ¡Cuán necia es la voluntad del hombre!
Llevarte a aceptar a Cristo como tu Salvador requiere un milagro de gracia. Deja que te salve, eso es todo. Si estás deseoso de tener a Cristo, Cristo es tuyo. Cree que es tuyo y ten la paz. Al ponerte en el lado del Señor, reunirás fuerzas para vencer los pecados que ahora te asedian, y serás ayudado para trabajar en tu propia salvación con temor y temblor, porque Dios es el que produce en ti tanto el querer como el hacer, para cumplir su buena voluntad.
El apóstol Pablo, pensando en lo que Moisés dijo acerca de subir al cielo o descender a la profundidad del mar para hallar el secreto sagrado, dice: «Eso es correcto, Moisés; era necesario que alguien descendiera de igual manera que era necesario que alguien subiera: pero esa necesidad ha dejado de ser». Todo el evangelio descansa en esto: Había Uno en el cielo a la diestra del Padre, y para salvarte a ti, el Hijo de Dios descendió, aún a las partes más bajas de la tierra, en dolor, en rechazo, en agonía, en muerte. Porque él vino bajo el peso y la maldición del pecado, él bajó ciertamente.
Como Jesús ha bajado así y ha llevado el castigo del pecado, el que cree en Él es justificado. Porque el Señor descendió del cielo, el pecado del pecador es borrado, y la trasgresión del creyente es perdonada. ¿Crees tú esto? ¿Crees tú que Jesús cargó con tus pecados en su propio cuerpo en el madero? ¿Confiarás tú en ese hecho? ¡Tú eres salvo! No lo dudes.
Hasta ahora esto te limpia del pecado. Pero era necesario que nosotros no fuéramos solo lavados del pecado, sino que teníamos que ser revestidos con la justicia. Para ese fin nuestro Señor Jesús se levantó otra vez, y así vino de las profundidades. Su resurrección ha traído a la luz nuestra justicia, nos ha cubierto con ella; de manera que en este momento todo hombre que cree en el Salvador resucitado está vestido con las ropas reales de la justicia de Dios.
«Si creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Rom. 10:9). «En él es justificado todo aquel que cree» (Hech. 13:39). Así dice la Escritura. ¿Ves tú esto? Yo lo creo con todo mi corazón, y por eso lo confieso con mi boca, y soy salvo. ¡Cree y confiésalo! Esta es la entrada al camino de la vida eterna. Amén.
Condensado de www.spurgeon.com.mx