Desde la caída del hombre, Dios no reveló ninguna cosa para satisfacer el mero deseo de conocimiento, sino sólo cuestiones que pudiesen ilustrar satisfactoriamente Su eterno poder y Su deidad, nuestra condición caída con su remedio en el amor insondable, la promesa de una rápida liberación del pecado, una restauración completa al Señor, y una vida infinita de obediencia y alegría perfecta.
El conocimiento en esta vida es un don lleno de peligros, pues nuestra gran tarea aquí es aprender la lección de absoluta dependencia de Dios y total sumisión a Su voluntad. Las formas como nos trata ahora tienen como fin apartarnos de nuestros propios planes y quitar la soberbia de nosotros (Job 33:17). El conocimiento produce exaltación indebida a menos que sea acompañado de un poderoso derramar de su gracia. Fue la visión del conocimiento que llenó el seno de nuestra primera madre con aspiraciones impías, haciendo que ella oyese al Tentador al ofrecerle la esperanza de ser como Dios. Es un hecho nefasto el que, después de la caída, los primeros inventores de artes y ciencias fueran los descendientes del deísta y criminal Caín y no del creyente Set.
Por eso, en nuestros días, los líderes de la ciencia son frecuentemente los líderes de la infidelidad, despreciadores de Dios y de la oración. A no ser por la gracia especial, el hombre parece incapaz de cargar el menor peso de poder sobre sus hombros sin perder el equilibrio.
Por eso, las Escrituras adoptan exactamente la actitud que deberíamos esperar, y en general, evitan el contacto con la ciencia de los hombres. Dios no nos prohíbe de investigar, hasta donde podemos, las leyes de Su universo, pero rehúsa totalmente ayudar o acelerar nuestros estudios por la revelación. En el tiempo presente, Él prefiere que nos concentremos más en la renovación moral de nosotros mismos y de nuestros semejantes. No obstante, después de un corto período de tiempo, Él abrirá vastos depósitos de Su sabiduría para aquellos que le amaron y confiaron en Él, y deleitaron sus almas con los secretos de Su poder creativo.
G.H. Pember, “Las Eras más Primitivas de la Tierra” (Fragmento)