Una mirada del Príncipe de los Predicadores a la gloria de Cristo.
Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud.
– Col.1:19.
Hay aquí dos palabras poderosas: «plenitud», una palabra que es en sí misma sustancial, exhaustiva y expresiva, y «toda», una gran palabrita que lo incluye todo. Cuando se combinan en la expresión «toda plenitud», tenemos ante nosotros una superlativa riqueza de significado.
Bendito sea Dios por esas dos palabras. Nuestros corazones se gozan al pensar que existe tal cosa en el universo como «toda plenitud», pues en la mayor parte de las búsquedas entre los mortales se encuentra una completa esterilidad. «Vanidad de vanidades, todo es vanidad».
Bendito sea el Señor eternamente porque ha provisto una plenitud para nosotros, pues en nosotros, por naturaleza, todo es vacío y completa vanidad. «En mí, esto es, en mi carne, no mora el bien». En nosotros hay una carencia de todo mérito, una ausencia de todo poder para alcanzar cualquier mérito, e incluso una ausencia de voluntad para alcanzarlo si pudiéramos.
En referencia a estas cosas, la naturaleza humana es un desierto vacío, estéril y desolado, habitado únicamente por el dragón del pecado y el avetoro de la aflicción.
Pecador, santo, para ustedes dos por igual estas palabras «toda plenitud» suenan como un himno santo. Los acentos son dulces como aquéllos del ángel mensajero cuando cantó: «He aquí os doy nuevas de gran gozo». ¿No les parece que son notas extraviadas de sonetos celestiales?
Cristo es sustancia y no una sombra, es plenitud, y no un anticipo. Estas son buenas nuevas para nosotros pues nada resolverá nuestro caso, excepto realidades.
Los tipos pueden instruir, pero no pueden salvar en la realidad. Los modelos de las cosas en los cielos son demasiado débiles para adecuarse a nuestro caso; necesitamos las propias cosas celestiales. Ni el pájaro sangrante, ni el novillo sacrificado, ni el torrente corriente, ni la lana escarlata ni el hisopo, podrían quitar nuestros pecados—
«Ninguna forma externa podría limpiarme,
la lepra está arraigada profundamente adentro».
Las ceremonias eran preciosas bajo la antigua dispensación porque exponían las realidades que habrían de ser reveladas, pero en Cristo Jesús nosotros tratamos con las realidades mismas, y esta es una feliz circunstancia para nosotros, pues tanto nuestros pecados como nuestras aflicciones son reales, y únicamente las misericordias sustanciales pueden contrarrestarlos. En Jesús tenemos la sustancia de todo lo que los símbolos exponen. Él es nuestro sacrificio, nuestro altar, nuestro sacerdote, nuestro incienso, nuestro tabernáculo, nuestro todo en todo. La ley tenía «la sombra de los bienes venideros», pero en Cristo tenemos «la imagen misma de las cosas» (Heb. 10: 1). ¡Qué embelesamiento es éste para aquéllos que sienten tanto su vacío que no podrían ser consolados por la mera representación de una verdad, o por el modelo de una verdad, o por el símbolo de una verdad, sino que tienen que tener la sustancia misma! «Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Juan 1:17).
¡Qué gozo nos proporcionan estas palabras cuando recordamos que nuestras inmensas necesidades exigen una plenitud, sí, «toda plenitud» para poder ser provistas! Una pequeña ayuda no nos serviría de nada, pues estamos completamente sin fuerzas. Una medida limitada de misericordia sólo serviría de escarnio para nuestra miseria. Un escaso grado de gracia no será nunca suficiente para llevarnos al cielo, manchados como estamos de pecado, asediados de peligros, anegados en debilidades, asaltados por tentaciones, molestados por aflicciones, y acarreando todo el tiempo con nosotros «este cuerpo de muerte». Pero puesto que se trata de «toda plenitud», será adecuada para nosotros. Aquí tenemos exactamente lo que nuestro desesperado estado exige para su recuperación.
Si el Salvador solo hubiera extendido Su dedo para ayudar a nuestros esfuerzos, o si solo hubiera extendido Su mano para llevar a cabo una porción de la obra de salvación, dejándonos que la completáramos nosotros, nuestra alma habría morado para siempre en tinieblas.
En estas palabras, «toda plenitud», oímos el eco de su clamor de muerte: «Consumado es». No tenemos que traer nada, sino que encontramos todo en él, sí, toda la plenitud en él: hemos de tomar simplemente de su plenitud gracia sobre gracia. No se nos pide que contribuyamos, ni se requiere de nosotros que solventemos las deficiencias, pues no hay deficiencias que solventar: todo, absolutamente todo recae en Cristo. Todo lo que necesitaremos entre este lugar y el cielo, todo lo que pudiéramos necesitar entre las puertas del infierno, donde yacíamos en nuestra sangre, y las puertas del cielo, donde encontraremos admisión, está atesorado para nosotros en el Señor Cristo Jesús—
«Grandioso Dios,
los tesoros de Tu amor son minas eternas,
profundas como nuestras impotentes miserias,
e ilimitadas como nuestros pecados».
La expresión usada aquí denota que hay en Jesucristo la plenitud de la Deidad, como está escrito: «En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad». Cuando Juan vio al Hijo del Hombre en Patmos, las señales de la Deidad estaban sobre Él. «Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana»: allí estaba su eternidad; «sus ojos como llama de fuego»: allí estaba su omnisciencia; «de su boca salía una espada aguda de dos filos»: aquí estaba la omnipotencia de su palabra; «y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza»: aquí estaba su gloria infinita e inalcanzable. Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último. Por esta razón, nada es demasiado difícil para él.
Poder, sabiduría, verdad, inmutabilidad y todos los demás atributos de Dios están en él, y constituyen una plenitud inconcebible e inextinguible.
El intelecto más desarrollado sería necesariamente incapaz de entender la plenitud personal de Cristo como Dios; por tanto no haremos más que citar de nuevo ese noble texto: «En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él».
Además, la plenitud habita en nuestro Señor no sólo intrínsecamente, porque proviene de Su naturaleza, sino como resultado de Su obra mediadora.
Él alcanzó por el sufrimiento una asombrosa plenitud que también poseía por naturaleza. Él llevó sobre sus hombros el peso de nuestro pecado; él expió por su muerte nuestra culpa, y ahora tiene con el Padre un mérito infinito, inconcebible, una plenitud de merecimiento.
El Padre ha atesorado en Cristo Jesús, como en un depósito a ser usado por todo su pueblo, su amor eterno y su gracia ilimitada, para que los recibamos a través de Cristo Jesús, y le glorifiquemos por ello. Todo poder ha sido entregado en sus manos, y la vida, y la luz y la gracia están enteramente a su disposición. «El que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre». Tomó dones para los hombres; sí, también para los rebeldes.
Él es poseedor del cielo y de la tierra, no únicamente como el Dios fuerte, el Padre eterno, y por ello está lleno de toda plenitud, sino también en razón de que como el Mediador, ha consumado nuestra redención: «El cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención». Gloria sea dada a su nombre por esta doble plenitud.
Den nuevamente un giro al pensamiento y recuerden que en Cristo habita toda plenitud para con Dios y para con los hombres. Toda plenitud para con Dios: me refiero a todo lo que Dios requiere del hombre; todo lo que contenta y deleita a la mente eterna, de tal manera que una vez más, con complacencia, él puede mirar a su criatura y declararla: «buena en gran manera».
El Señor buscó uvas en su viña, pero solo produjo uvas silvestres; pero ahora en Cristo Jesús, el grandioso Labrador contempla la verdadera viña que produce mucho fruto. El Creador requería obediencia, y contempla en Cristo Jesús al siervo que no ha fallado nunca en el cumplimiento de la voluntad del Señor. La justicia requería que la ley fuese guardada y, he aquí, el fin de la ley es Cristo para justicia a todo aquel que cree. Viendo que nosotros habíamos quebrantado la ley, la justicia exigía que soportáramos el justo castigo, y Jesús lo soportó hasta el límite, pues inclinó su cabeza a la muerte, y muerte de cruz. Cuando Dios hizo al hombre poco menor que los ángeles, y sopló en su nariz el aliento de vida, haciéndolo así inmortal, tenía el derecho de esperar un servicio singular proveniente de una criatura tan favorecida, un servicio perfecto, gozoso, continuo; y nuestro Salvador ha prestado al Padre eso que lo contenta perfectamente, pues clama: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia». Dios es más glorificado en la persona de su Hijo de lo que habría sido glorificado por un mundo caído. A lo largo del universo entero refulge una exhibición de infinita misericordia, de justicia y sabiduría, que ni la majestad de la naturaleza ni la excelencia de la providencia habrían podido revelar. Su obra, en la estimación de Dios, es honorable y preciosa; por causa de Su justicia, Dios está muy complacido.
La mente eterna está satisfecha con la persona, con la obra y con el sacrificio del Redentor, pues «del Hijo dice: Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; cetro de equidad es el cetro de tu reino. Has amado la justicia, y aborrecido la maldad, por lo cual te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros» (Heb. 1:8, 9).
Cuán indecibles consolaciones surgen de esta verdad, pues, queridos hermanos, si tuviéramos que rendirle a Dios algo mediante lo cual fuésemos aceptados, siempre estaríamos en peligro; pero como ahora somos «aceptos en el Amado», estamos seguros más allá de todo peligro. Si tuviéramos que encontrar algo con lo cual pudiéramos presentarnos delante del Dios Altísimo, todavía podríamos estarnos preguntando: «¿Habré de presentarme delante de él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite?».
Pero ahora escucha la voz que dice: «Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron», y oímos que la misma voz divina agrega: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad», y nos regocijamos al recibir el testimonio del Espíritu, diciendo: «En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre», pues de ahora en adelante se dice: «Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones».
La plenitud de Cristo es también para con el hombre, y eso se refiere tanto al pecador como al santo. Hay una plenitud en Cristo Jesús que el pecador que está buscando debería contemplar con gozo.
Pecador, ¿qué necesitas? Tú necesitas todas las cosas, pero Cristo lo es todo. Tú necesitas poder para creer en él: Él da poder al desfallecido. Tú necesitas el arrepentimiento: Él fue exaltado en lo alto para dar arrepentimiento así como remisión de pecado. Tú necesitas un nuevo corazón: el pacto conlleva ese sentido: «Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos». Tú necesitas perdón: mira las heridas sangrantes, lávate y sé limpio. Tú necesitas sanar: Él es «Yo soy Jehová tu sanador». Tú necesitas un vestido: Su justicia se convertirá en tu vestido. Tú necesitas ser preservado: tú serás preservado en él. Tú necesitas vida, y Él ha dicho: «Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo». Él ha venido para que tengamos vida.
Tú necesitas…, pero, en verdad, el catálogo sería demasiado largo si lo leyéramos de principio a fin en este momento, pero puedes tener la seguridad de que aunque apilaras tus necesidades hasta que se alzasen como los Alpes delante de ti, el todo suficiente Salvador puede suplir todas tus necesidades.
Puedes cantar confiadamente—
«Tú, oh Cristo, eres todo lo que necesito,
y encuentro en Ti más que todo eso».
Esto es válido para el santo tanto como para el pecador.
Oh, hijo de Dios, tú eres salvo ahora, pero tus necesidades no quedan suprimidas por eso. ¿Acaso no son tan continuas como los latidos de tu corazón? ¿Cuándo dejamos de estar necesitados, hermanos míos? Entre más vivos estemos para Dios, estamos más conscientes de nuestras necesidades espirituales.
Aquel que está «ciego y desnudo» se considera «rico y que se ha enriquecido», pero cuando la mente ha sido verdaderamente iluminada, entonces sentimos que somos completamente dependientes de la caridad de Dios.
Debemos estar alegres, entonces, al aprender que no hay ninguna necesidad en nuestro espíritu que no sea abundantemente provista en toda la plenitud de Jesucristo. Tú buscas una plataforma más elevada de logros espirituales, te propones vencer al pecado, deseas dar abundantes frutos para Su gloria, estás anhelando ser útil, estás ansioso por someter los corazones de los demás a Cristo; contempla la gracia necesaria para todo ello. Contempla en la sagrada armería del Hijo de David, Su hacha de combate y Sus armas de guerra; en los depósitos de Aquel que es más grande que Aarón, mira las vestiduras con las cuales has de cumplir tu sacerdocio; y en las heridas de Jesús contempla el poder con el cual puedes convertirte en un sacrificio vivo. Si quieres refulgir como un serafín, y servir como un apóstol, contempla la gracia que te espera en Jesús.
Si quieres ir de poder en poder, y escalar las cumbres más elevadas de la santidad, contempla una gracia sobre otra, preparadas para ti. Si experimentas la estrechez, no la experimentarás en Cristo; si hubiese algún límite para tus santos logros, ese límite estaría establecido por ti mismo.
El propio Dios infinito se entrega a ti en la persona de Su amado Hijo y te dice: «Todo es vuestro». «Jehová es la porción de tu herencia y de tu copa». La infinitud es nuestra. Aquel que nos dio a Su propio Hijo, nos ha dado en ese preciso acto todas las cosas. ¿Acaso no ha dicho: «Yo soy Jehová tu Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto; abre tu boca, y yo la llenaré»?
Permítanme comentarles que esto es cierto no solo en referencia a los santos en la tierra, sino que es cierto también en cuanto a los santos en el cielo, pues toda la plenitud de la iglesia triunfante está en Cristo, así como también la plenitud de la iglesia militante.
Incluso los santos que están en el cielo no son nada sin Él. El río puro de agua de vida del cual beben, procede del trono de Dios y del Cordero. Él los ha hecho sacerdotes y reyes, y ellos reinan en Su poder. El Cordero es el templo del cielo (Ap. 21:22), la luz del cielo (Ap. 21:23), Su boda es el gozo del cielo (Ap. 19:7), y el cántico de Moisés, el siervo de Dios y el cántico del Cordero, es el cántico del cielo (Ap. 15: 3).
Ni siquiera todas las arpas en lo alto podrían conformar un lugar celestial si Cristo no estuviera, pues él es el cielo de los cielos, y llena todo en todo. Agradó al Padre que toda la plenitud fuera atesorada en Cristo Jesús para todos los santos y los pecadores.
Yo siento que mi texto me sobrecoge. Los hombres pueden navegar alrededor del mundo, ¿pero quién podría circunnavegar un tema tan vasto como éste? Tan lejos como el este está del oeste, así de amplio es su alcance de bendición –
«Los filósofos han medido los montes,
han calculado las profundidades de mares,
de estados y reyes;
han caminado con un báculo al cielo
y rastreado las fuentes;
pero hay dos vastas cosas espaciosas,
que nos incumbe medir más,
pero hay pocos que las sondean:
la Gracia y el Amor».
¿Quién es aquél que sería capaz de expresar todo el significado de nuestro texto? Pues aquí tenemos «toda» y «plenitud», todo en plenitud y una plenitud en todo.
Las palabras son tanto exclusivas como inclusivas. Niegan que haya una plenitud en cualquier otra parte, pues reclaman todo para Cristo. Dejan fuera a todos los demás. «Agradó al Padre que en él habitase todaplenitud». No es en ustedes, pretendidos sucesores de los apóstoles, donde pudiera habitar cosa alguna que yo necesito. Puedo pasármela muy bien sin ustedes; es más, yo no insultaría a mi Salvador negociando con ustedes, puesto que como «toda plenitud» habita en él, ¿qué podría haber en ustedes que yo pudiera requerir? Recurran a sus ‘incautos’ que no conocen a Cristo, pero quienes poseen las sumas riquezas de la gracia de Cristo no se inclinan ante ustedes. Nosotros estamos «completos en Cristo» sin ustedes. Aquel que tiene todo en Cristo estaría loco en verdad si buscara algo más, o teniendo la plenitud, ansiara el vacío. Este texto nos aparta de toda confianza en los hombres, sí, o incluso en los ángeles, haciéndonos ver que todo está atesorado en Jesucristo.
Hermanos, si hay algo bueno en el ritualismo religioso, o en las modernas novedades filosóficas, que los fanáticos de esas religiones se queden con lo que encuentren ahí; nosotros no los envidiaremos, pues no podríamos encontrar nada digno de obtenerse en sus formas de adoración o de creencia que sea diferente de lo que ya tenemos en la persona del todo suficiente Salvador.
¡Qué importa que sus velas brillen radiantemente, pues el sol mismo es nuestro! ¡Qué importa que sean sucesores de los apóstoles pues nosotros seguimos al Cordero mismo dondequiera que va! ¡Qué importa que sean sumamente sabios, pues nosotros habitamos con la propia Sabiduría encarnada! Déjenlos que vayan a sus cisternas, ya que nosotros nos atendremos a la fuente de agua viva. Pero en verdad no hay ninguna luz en sus luminarias; lo único que hacen es incrementar la oscuridad; son líderes ciegos de los ciegos. Ponen sus vacíos resonantes en competencia con la plenitud de Jesús, y predican otro evangelio, que no es otro. La imprecación del apóstol sea sobre ellos. Ellos agregan a las palabras de Dios, y él les añadirá sus plagas.
A la vez que el texto es exclusivo es también inclusivo. Encierra todo lo que todos los comprados con sangre requieren para el tiempo y para la eternidad. Es un arca que contiene todas las buenas cosas concebibles, sí, y muchas cosas que son todavía inconcebibles, pues en razón de nuestra debilidad no hemos concebido todavía la plenitud de Cristo. Él es capaz de dar abundantemente cosas que ustedes no han pedido todavía y en las que ni siquiera han pensado. Aunque ustedes llegaran a la consagración de los mártires, a la piedad de los apóstoles y a la pureza de los ángeles, todavía no habrían visto nunca ni habrían sido capaces de pensar en algo puro, amable y de buen nombre, que no estuviera atesorado ya en Cristo Jesús. Todos los ríos fluyen a este mar, pues de este mar provinieron. Así como la atmósfera rodea a toda la tierra, y todas las cosas viven en ese mar de aire, así también todas las cosas buenas están contenidas en la bendita persona de nuestro amado Redentor. Unámonos para alabarle. Exaltémosle con voz y corazón, y que los pecadores sean reconciliados con Dios por él. Si todas las cosas buenas que un pecador requiere para hacerlo aceptable para con Dios están en él, entonces el pecador debe venir de inmediato a través de ese Mediador. Las dudas y los temores han de desvanecerse a la vista de la plenitud de la mediación.
Jesús tiene que ser capaz de salvar al grado máximo, puesto que toda plenitud habita en Él. Ven, pecador, ven y recíbelo. Cree en Él y te encontrarás hecho perfecto en Cristo Jesús —
«En el instante en que un pecador cree, y confía en su Dios crucificado,recibe de inmediato Su perdón, la plena redención por medio de Su sangre».