El compositor Jorge Federico Haendel había llegado a un fatal momento de su vida en que todo le parecía inútil. Ya nadie se complacía en escuchar sus composiciones; la inspiración había huido de él, y estaba, digámoslo así, en bancarrota. Una noche, profundamente desanimado, regresó a su casa, obsesionado por una sola idea: descansar, dormir, olvidarlo todo.
Subió lentamente las gradas de su humilde estudio, mecánicamente encendió las velas sobre su mesa de trabajo, y en seguida frunció el ceño. ¿Qué contendría aquel paquete que descansaba sobre el escritorio? Lo abrió, y al ver la palabra «Oratorio», lo puso a un lado. ¿Quién se estaba burlando de él? Todos sus últimos esfuerzos en componer oratorios habían fracasado. Rompió en mil pedazos la carta, pisoteó con ira el suelo y se tiró sobre su cama deseoso de dormir.
Pero el insomnio se apoderó de él. Una tempestad agitaba su pecho. Al fin se levantó, encendió nuevamente las velas y llevó el manuscrito hacia la luz. Leyó el título: «El Mesías» y, en seguida, las palabras «¡Consolaos! ¡Consolaos!». Éstas le llamaron la atención: era el maravilloso principio de la poesía y, a la vez, un desafío celestial al ánimo apagado del compositor. Apenas había leído las primeras palabras, éstas empezaron a traducirse en un lenguaje musical que se elevaba hacia el cielo. Una vez más Haendel volvía a oír tonos musicales después de una larga sequía.
Con los dedos temblorosos pasaba las páginas. Se sentía llamado a elevar su voz con gran fuerza en un numeroso coro. Ya oía vibrar los instrumentos al soplo poderoso de las tubas, sostenido por los acordes fulminantes del órgano. Desapareció el cansancio; fue bañado en un mar de tonos musicales que corrían como olas sobre su alma.
Tomó su Biblia y empezó a leer las profecías del Mesías prometido, su advenimiento, y al fin, su ascensión al Padre. El fuego divino ardía nuevamente en su ser; las lágrimas inundaban sus ojos. Tomando la pluma, comenzó a traducir sobre el pentagrama lo que resonaba en su mente y en su corazón. La ciudad dormía bajo el manto de una densa oscuridad, pero el espíritu de Haendel estaba iluminado por una luz celestial, y su cuarto vibraba de música.
Día y noche estuvo entregado a su tarea. Cuanto más se acercaba el fin de su composición, con mayor violencia le azotaba el temporal de esta avasalladora inspiración. Ya pulsaba el clavicordio, ya cantaba, ya escribía con ligereza. Nunca antes había vivido una batalla musical similar.
Quedaba sólo una palabra para ser ungida por la inspiración –el «Amén»–. Eran sólo dos sílabas, pero ellas debían alcanzar los cielos. El compositor dilató la primera sílaba hasta sentir que llenaba no solamente una catedral, sino también la misma cúpula del cielo.
Al fin, después de veinticuatro días –un milagro en el mundo de la música– fue terminado el oratorio. La pluma cayó al suelo, y Haendel durmió por 17 horas seguidas. Al levantarse, se sentó al clavicordio y tocó con desbordante alegría la última parte. Una vez que hubo terminado, un amigo le dijo: «¡Nunca en mi vida he escuchado una cosa parecida!».
Haendel, con la cabeza inclinada, respondió: «Dios me ha visitado».