Dios requiere testigos. En todas las épocas y lugares, Dios ha requerido que haya testimonio, sobre la tierra, de su voluntad para el hombre. Juan, el discípulo amado, tanto en su Evangelio como en sus cartas, deja constancia de ello. En el capítulo 5 del evangelio de Juan, el Señor Jesús menciona cinco testigos.
El primero de ellos es Juan el Bautista. «Juan vino por testimonio» (Juan 1:7). Juan era el hombre más grande nacido de mujer; sin embargo, su ministerio fue muy breve, porque él era solo una voz que clamaba en el desierto. Él dijo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Una vez que su testimonio fue entregado, su voz se silenció.
El segundo «testigo» fueron las obras que el Señor Jesús hizo. «Las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí»(5:36). Los ojos incrédulos necesitan ver para creer. Los judíos eran incrédulos, por eso el Señor hizo obras delante de ellos para que ellas diesen el testimonio que necesitaban tener. Sin embargo, ellos no creyeron.
«También el Padre que me envió ha dado testimonio de mí» (5:37), dijo el Señor. El Padre dio testimonio en el Jordán, cuando Jesús fue bautizado. Luego, lo hizo en el Monte de la Transfiguración; más tarde, él testificó poco antes de que el Señor fuera a la cruz. Pero su testimonio tampoco fue recibido.
Finalmente, Moisés, en quien los judíos tenían su esperanza, dio testimonio. «De mí escribió él», dijo Jesús. Para los judíos, Moisés era el profeta mayor. Ellos se consideraban a sí mismos discípulos de Moisés. Su palabra era totalmente segura. Pero los judíos no pudieron leer, en los escritos de Moisés, el testimonio que éste daba acerca del Cristo. Todo lo que Moisés escribió estaba lleno de Cristo: el tabernáculo con todos sus detalles, el sacerdocio con sus vestimentas y ceremoniales, los sacrificios, las fiestas judías. Para ellos, todo esto fue un misterio.
Dios ha requerido testigos, para que el hombre sea inexcusable a la hora del juicio. Por eso «el evangelio del reino –dijo el Señor– será predicado en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones» (Mat. 24:14).
Cuando el Señor dio sus últimas instrucciones a los discípulos antes de ascender a los cielos, les dijo: «…y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hech. 1:8). Cuando leemos el libro de los Hechos comprobamos cuán fielmente ellos obedecieron esta instrucción. En las predicaciones de los apóstoles está una y otra vez reiterada su condición de testigos. «A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos», dice en Pentecostés. (Hech. 2:32). » …a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos», dice luego de sanar al cojo de la puerta la Hermosa (Hech. 3:15). En casa de Cornelio, vuelve a decirlo: «Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén…» (10:39). Dios ha tenido testigos; Dios busca testigos. ¿Está usted entre ellos?
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