Tal vez seamos la última generación de esta era. ¿Cuál es nuestra responsabilidad como la generación más privilegiada, por la cantidad de revelación histórica acumulada, y por la cercanía del retorno del Señor?
Si observamos la historia de la iglesia, nos damos cuenta de que es una historia lineal y no cíclica. Esto es así porque el propósito de Dios no contempla círculos, sino una dirección clara y sostenida desde un principio y hasta un fin.
El plan de Dios abarca desde la eternidad pasada y hasta la eternidad futura, teniendo un hilo conductor, que es el logro de un propósito: que Jesucristo tenga en todo la preeminencia. Esta es la meta de la historia. Como dice en Colosenses, que Cristo sea el todo en todos. Cristo, su exaltación y su gloria es el centro de toda la atención de Dios y es la suma y el fin de toda la historia.
Las generaciones
Los estudiosos de la Biblia coinciden en delimitar grandes períodos en la historia de la fe – las dispensaciones – y también en reconocer ciertas etapas más pequeñas dentro de esas dispensaciones – por ejemplo, las etapas en la historia de la iglesia representados en las iglesias de Apocalipsis. Sin embargo, en esta oportunidad no hablaremos ni de unas ni de otras, sino de unos períodos más pequeños – las generaciones.
¿Qué es una generación? Una generación está constituida por los hombres y mujeres que coinciden en el tiempo y que, por lo tanto, comparten experiencias –y responsabilidades– comunes.
Cada generación tiene una misión. Para cada generación hay un propósito según la economía de Dios, y ese propósito específico es ayudar a que el propósito eterno, el gran propósito de Dios, avance en el tramo que corresponde hasta su consecución final. Cada generación tiene la responsabilidad específica de recuperar algún aspecto de la revelación de Dios, para que al fin de los tiempos, en la consumación de todas las cosas, la iglesia esté en condiciones de participar en forma decisiva en los eventos finales.
Dos clases de generaciones
La responsabilidad de cada generación es inmensa. Ella no puede repetir lo que hizo la generación anterior. Si así fuera, bastaría con tomar la experiencia de la generación anterior y replicarla. Sin embargo, no es así, pues implica poner el oído muy atento para saber qué es lo que Dios tiene que decirle a esa generación en particular, cuál es la visión para ese tiempo en particular. No todas las generaciones han colaborado con el desarrollo del propósito de Dios. Hay generaciones de fe y hay generaciones de incredulidad.
Observamos en la historia grandes cambios de una generación a otra. En la Biblia, hallamos por ejemplo que la generación de Josué fue una generación de fe, no así la siguiente (Jueces 2:10-13). Ésta generación cayó en una tremenda apostasía. Asimismo, la generación de David fue una generación fiel, pero no así las generaciones siguientes. Tras el pecado de Salomón, Roboam cosechó la división del reino, y de nuevo la apostasía. (1 Reyes 12).
En la historia de la iglesia ocurre algo similar. Los primeros testimonios de la iglesia posbíblica en el siglo II son muy pálidos comparados con los del siglo I. Más tarde, Lutero formó parte de una generación de fe, pero la generación siguiente no heredó esa fe. Ellos conservaron los escritos de Lutero, pero al Dios de Lutero no conocieron. Ya no les interesaba conocer la voluntad de Dios en particular para ellos, sino sólo interpretar correctamente lo que escribió Lutero.
Dios está limitado por el hombre
Así pues, cada generación que no conoce a Dios no puede colaborar con su propósito, aunque haya vivido a continuación de una generación fiel. Aún más, en las generaciones de distorsión el propósito de Dios sufre un menoscabo y tendrá Dios que esperar a que venga otra generación de hombres que sí estén dispuestos a colaborar con Él para que su propósito avance.
Ahora bien, ¿por qué la gloria de Dios se suele perder tan rápidamente de una generación a otra? ¿Acaso Dios no podría hacerla perdurar? Lo que sucede es que Dios actúa sobre la tierra limitado por el hombre, y, en lo que respecta a las generaciones, por la duración de la vida de los hombres. ¿Cuánto vive un hombre? A lo más 70 u 80 años; pero la vida útil del hombre no pasa de los cuarenta o cincuenta años. Así que Dios está limitado por los años de vida de los hombres, que son también los años de vida de una generación.
La fe que alcanza una generación no sigue las leyes de la herencia natural. Cada generación debe tener su propia fe, y recorrer su propio camino. Cada persona debe experimentar un encuentro personal con Dios y cada generación debe recibir una visión específica del propósito de Dios para ella. A cada generación deben abrírsele los cielos y sus ojos tienen que ser limpiados para poder ver lo que Dios quiere. Si así no fuere, el testimonio de una generación fiel se puede transformar en un remedo inútil. El río de Dios llega a ser un estanque en sus corazones. Todo se vuelve un molde vacío, un odre sin vino, una sombra sin sustancia, una mera tradición humana. Cosas todas que no le sirven a Dios.
¿Qué clase de generación somos?
Ahora bien, el asunto al cual queremos llegar es: ¿Qué hay de nosotros? ¿Qué tipo de generación somos? Hay generaciones y generaciones. Así como hay generaciones fieles, en que algún acento del propósito de Dios o de la revelación de Jesucristo es agregado, también hay otras generaciones que son de deterioro. Una generación fiel es aquella que tiene visión. Una de deterioro es aquella que no tiene visión. Una generación fiel es aquella que conoce a Dios de verdad. Una de deterioro conoce a Dios sólo de oídas.
Nosotros, que vivimos en el vértice del siglo XX y XXI, ¿somos una generación que conoce al Señor, que ha visto sus obras –mejor, que conoce sus caminos–, o somos una generación contumaz y rebelde “que no dispuso su corazón, ni fue fiel para con Dios su Espíritu”? (Salmo 78:8). ¿O una generación mentirosa que se enfervoriza con los ídolos debajo de todo árbol frondoso? (Isaías 57:4-5) ¿O una generación indiferente a la flauta y la endecha, que tiene sus sentidos adormecidos, como la generación del Señor Jesús? (Mateo 11:16-17).
La generación del Señor Jesús fue tan depravada, que no supo ver la gloria que se escondía tras el velo de ese Hombre galileo. Vieron sólo al hijo de José, el carpintero. Porque los ojos inmundos y perversos no pueden ver más allá del primer aspecto que ofrecen las cosas. Esa generación “mala y adúltera” pedía señales y milagros, “pero señal no le será dada – les dijo el Señor – sino la señal del profeta Jonás”. ¿Quién pudo ver esa señal? Estaba velada para ellos. Ellos podían mirar las cosas externas, el aspecto del cielo – cuando iba a llover o cuando iba a hacer calor – pero las señales de los tiempos, esto es, al Cristo que estaba delante de sus ojos, no pudieron reconocer.
La palabra griega que se traduce como “señal” puede también traducirse como “signo”. Y un signo es aquello aparentemente insignificante que tiene más allá otro significado. Así es en este caso. La generación mala y adúltera podía ver las cosas como “aspecto” (como algo externo), pero no como “signo” o “señal” (con un significado espiritual). Y cuando el Señor les mostró la señal del profeta Jonás, es decir, su muerte, su permanencia en el interior de la tierra y su resurrección, ellos no la pudieron ver. Ellos sabían distinguir el aspecto del cielo, pero no las señales de los tiempos.
¿Qué tipo de generación somos nosotros? No podemos adoptar una postura determinista y decir: “Oh, nosotros estuvimos en una posición mejor y ahora miren cómo estamos” ¡Eso sería fatalismo! Ni podemos decir tampoco: “Si tuviéramos esto o aquello, entonces podremos llegar a ser una generación que colabore con Dios” ¡Eso sería incredulidad!
No nos preguntemos: “¿Qué generación estamos destinados a ser?” (Como si fuésemos un juguete en manos de un destino inexorable), sino más bien, “¿qué generación estamos dispuestos a ser?” Porque nosotros seremos la generación que estemos dispuestos a ser. Delante de nosotros tenemos dos caminos: el vivir para Dios o el vivir para nosotros. Vivir para Dios es servir al propósito de Dios para esta generación. Vivir para nosotros significaría quedar solos, marchitos; significaría la más grande frustración. Significaría también la más grande pérdida para Dios, quien ha invertido en nosotros tanto tiempo y paciencia.
Si fracasamos hoy, a nadie podremos echarle la culpa. No podremos culpar a quienes nos precedieron por habernos dado un mal ejemplo. ¡No! Porque nosotros mismos conocemos a Dios y somos responsables de lo que habremos de ser. El gran problema, la gran causa de nuestro fracaso, somos nosotros mismos. El principal enemigo de la obra de Dios es mi propio corazón no arrepentido, es el emperador que tiene su trono en mi corazón. Este es mi propio Papa –decía Lutero –, el “yo”. No pensemos que hubo circunstancias más favorables en el pasado para servir a Dios. No dependemos de las circunstancias, porque “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Rom. 8:28), y “tiempo y ocasión acontecen a todos” (Ecl. 9:11b). No es mi circunstancia la que necesita un cambio, sino yo. Tenemos que despojar al “yo” de su trono, desconocer sus derechos, hacer violencia al tirano que todo lo reclama para sí. Esta es una obra que ni Dios ni nadie hará por mí.
Somos, tal vez, la última generación de esta era. La higuera –Israel– ya está retoñando. El verano está cerca. La generación que está siendo testigo de esto puede ser la última (Mateo 24:32-34).
Tenemos las condiciones inmejorables
Si miramos hacia atrás en la historia vemos el legado de quienes nos precedieron. Cuánta experiencia acumulada, qué abundancia de revelación, cuántas lecciones; pero también cuántos errores, cuántos énfasis desmesurados, cuánta distorsión. Por la experiencia acumulada y por la cercanía de la Venida del Señor, nuestra posición es única y privilegiada.
Al mirar atrás vemos tiempos de distorsión, grandes períodos en que los hijos de Dios tuvieron el odre sin el vino o tuvieron el vino sin el odre. Hoy, estamos en condiciones inmejorables. Tenemos el odre y tenemos también el vino. No estamos en la esterilidad de un conocimiento meramente doctrinal, ni exponiendo al derroche el vino del Espíritu. Tenemos el odre nuevo (la iglesia como cuerpo), que puede contener eficazmente la gloria de la revelación de Dios por el Espíritu. Siendo así, no habrá pérdida. (Mateo 9:17).
Estamos en una inmejorable posición y oportunidad para servir a Dios. Conocemos a Cristo; conocemos su iglesia: tenemos ilimitadas posibilidades de aprendizaje y de servicio. Todo el caudal de revelación que nos viene del pasado puede ser nuestro por el Espíritu Santo. Pero si, en cambio, nuestro corazón es obstinado y vanaglorioso, sólo percibiremos los moldes, los métodos y los sistemas, y no recibiremos la abundancia de vida que viene de atrás.
Todo lo que hemos visto y vivido hasta ahora es nada menos que una preparación para todas las cosas que hemos señalado. Dios está buscando gente con la cual realizar todas estas cosas gloriosas, y con la cual reinar. Dios está sometiendo a los suyos a un fuerte entrenamiento para hacerlos partícipes de estos eventos. El entrenamiento es a veces duro, y algunos han sido reprobados. Lo primero que se ha de aprender es a negarse a sí mismo. Porque cuando uno se ama a sí mismo, no puede ser aprobado por Dios. Lo segundo, es aprender a vivir la vida del cuerpo, con todas sus lecciones y restricciones. Si no se aprende esto que es básico, no hay posibilidad. Los que han sido reprobados han demostrado que no estuvieron dispuestos a aceptarlo.
Pensemos en la preparación de un príncipe que está destinado a un trono terrenal. Tiene los mejores maestros, es sometido a las más ricas experiencias, su preparación es rigurosa, porque un rey no puede fallar. ¿Puede ser menos la preparación nuestra, la que el Espíritu Santo realiza cada día? ¿Qué está haciendo el Espíritu Santo, sino producir en nosotros un carácter de príncipes y gobernantes, el carácter del Rey de reyes para el tiempo que viene? Estos largos años de sufrimientos y de preparación no han sido en vano. ¿Acaso la amorosa disciplina que se ejerce en la iglesia no persigue este mismo fin? ¿No es una preparación atenta de Dios para que podamos participar de su gloria mañana?
Este es nuestro tramo
Con todo, aunque fuéremos la última generación, para Dios y su propósito eterno somos sólo una generación más. Si fracasamos, será nuestro fracaso, no el de Dios. Si fracasamos, Él todavía tiene más opciones, tal vez otra generación, u otros hombres entre los cuales puede hallar lo que busca. En cambio, para nosotros este es un asunto de vida o muerte. Tenemos una sola vida. (Heb.9:27). En nuestra fragilidad y pequeñez, nos corresponde un solo tramo en esta gran posta de Dios. Para Dios, este es tan sólo un tramo (aunque bien puede ser el último), pero para nosotros es toda nuestra carrera. Así que, ¡adelante, cristianos, este es vuestro día! ¡Mientras alentéis vida, este es el día de vuestra carrera!
Queda poco, muy poco. No hay tiempo que perder. La noche está avanzada, se acerca el día. Estamos concluyendo ya la cuarta vigilia de la noche. La travesía se torna a veces fatigosa, el viento nos es contrario. El agua amenaza con anegarnos. Pero, ¡mira!, el Señor se acerca, y nos dice: “No temáis, yo soy” (Mr. 6:46-51)
¿Seguiremos lamentando derrotas pasadas? ¿O pensando que Dios nos ha desechado? La mujer de Manoa le dijo a su marido: “Si el Señor nos hubiera querido desechar, no nos hubiera mostrado todas estas cosas ni ahora nos estaría hablando esto” (Juec.13:22-23). Dios tampoco nos habría mostrado su gloria a nosotros. No nos estaría diciendo que tiene un propósito con el cual nosotros podemos colaborar. Porque Dios no se ríe de sus hijos. No nos alienta para dejarnos luego tendidos en el camino.
Tenemos que hacer preparativos. Tenemos que establecer un nuevo orden en las prioridades de nuestra vida. Limpiémonos de todas las cosas que se oponen a Cristo, para que Él pueda expresar, a través de nosotros, su gloria, y para que a través de nosotros se avance un poco más en la culminación de su propósito eterno, en lo que respecta a esta generación.
Somos, tal vez, la última generación. Que el Señor nos abra los ojos para tomar conciencia de lo que esto significa. Amén.
Síntesis de un mensaje oral.