Hace años, en Londres, había una gran concurrencia de personas eminentes, y entre los invitados estaba un famoso predicador de aquella época, César Milán. Una señorita tocó y cantó agradablemente, y gustó a todos.
Después de la música, el predicador se acercó a ella y con mucha afabilidad, tacto y a la vez con intrepidez, dijo: “Pensaba mientras le escuchaba esta noche, cuán grandemente beneficiada sería la Causa de Cristo, si sus talentos fueran dedicados a ella. Señorita, debe usted saber que es tan pecadora a la vista de Dios, como un borrachín en la calle o una ramera en la casa de prostitución. Pero me alegro al decirle que la sangre de Jesucristo, su Hijo, la puede limpiar de todo pecado”.
La señorita, coléricamente, le reprochó lo que ella llamó presunción, y él insistió: “Señorita, no quiero ofenderla. Ruego que el Espíritu de Dios le convenza”.
Volvieron a sus casas. La señorita se acostó pero no pudo dormir. El rostro del predicador aparecía ante ella y sus palabras resonaban en su mente. A las dos de la mañana, saltó de la cama, tomó papel y lápiz, y con lágrimas que corrían por sus mejillas, Carlota Elliot escribió su famoso poema:
Tal como soy de pecador,
sin más confianza que tu amor,
ya que me llamas, acudí;
Cordero de Dios, heme aquí.
Tal como soy, me limpiarás;
perdón, alivio me darás;
pues en tu sangre ya creí;
Cordero de Dios, heme aquí.
Billy Graham, en Paz con Dios