Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico; con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.
Y se le apareció el Ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía. Entonces Moisés dijo: Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza no se quema. Viendo Jehová que él iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es. Y dijo: Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios. Dijo luego Jehová: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo. El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen. Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel».
– Éx. 3:2-10.
La zarza ardiendo
El segundo símbolo del libro de Éxodo es el fuego en el desierto, la zarza ardiendo. Aquí vemos la historia de Israel otra vez representada en símbolo, tal como lo era en las aguas del Nilo, solo que la figura aquí no es agua, sino fuego. Se hace más intenso, más terrible. Y así la imagen de Dios para nosotros, de la tribulación y la aflicción, es a la vez agua y fuego, y él nos ha dado una promesa para estos dos en Isaías 42:2-3: «Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti. Porque yo Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador».
Y así, en tanto que las aguas del Nilo nos hablan de la tribulación que nos envuelve, la zarza ardiendo nos habla de las tribulaciones que parecen fuego consumidor. La zarza mencionada aquí era un arbusto de poca altura que aún crece en los desiertos de aquel país. No era una palmera, ni un arbusto lleno de flores. Era un tipo apropiado de ellos y de la iglesia de Dios, si bien ahora era una cosa insignificante y despreciada. Y así es con nuestra vida en Cristo: una raíz de tierra seca, como un matorral en el desierto, ante los ojos de los hombres, no solo oscura, sino ardiendo en la prueba difícil y penosa.
El fuego representa aquí lo que había representado el horno humeante de la visión de Abraham – las tribulaciones amargas de nuestras vidas, las cosas que arden y queman las mismas fibras de nuestro ser, las llamas que penetran y parecen transformarse en la misma sustancia de nuestra alma. El fuego es extrañamente intenso e interior; penetra en la misma sustancia de las cosas. De alguna forma, se mezcla con cada partícula de lo que toca. De alguna forma, hay pruebas que penetran de modo que no hay un momento de nuestra vida sin ellas, ni un punto en que no estén presentes.
Hay temporadas de prueba, lo que la Biblia llama «el día de la angustia». Hay pruebas físicas, sociales y domésticas, y cosas que hieren las sensibilidades más tiernas y parten al corazón afectuoso y amante. Hay pruebas de ambientes ásperos y circunstancias desfavorables. Hay crisis más severas que alcanzan a las almas más sensibles, las mentes que tienen más puntos de contacto con lo hiriente; de modo que cuanto más alta es la naturaleza, más alto es el gozo, y mayores las avenidas del dolor.
Y luego hay pruebas más profundas que vienen cuando pasamos a las manos de Dios, como dice el apóstol: «…el fuego de prueba que os ha sobrevenido». Cuando viene, al principio, nos retraemos de su soplo terrible, y decimos: «Oh, esto no puede venir de las manos de un Padre amante; esto no puede serme necesario». Oh, lo espantoso de la lucha, que hace enfermar y marchita nuestra sensibilidad espiritual.
Y luego hay el dolor y el sufrimiento que viene de la mano misma de Dios, cuando él obra como refinador y purificador de la plata, cuando deja que arda y siga ardiendo hasta que parece que solo quedan cenizas, y nosotros hemos sido quemados totalmente, porque nuestro Dios es «fuego consumidor».
«Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego». Y este fuego a menudo significa sufrir en lo más profundo del ser espiritual, hasta que el alma pasa a ser participante de la virtud de Dios, y entonces los fuegos ya no pueden consumirte. Sé que algunos de vosotros comprendéis esto. Es una de las cosas que no necesitan filosofía para explicarlas. Cristo la conoció, y nos habla como a un pueblo que sufre. La Biblia admite que somos hijos de aflicción.
Aunque la prueba no brota del suelo o de las nubes, con todo, el hombre nace de ella como las chispas siempre suben hacia arriba. Pero, bendito sea su nombre, nosotros somos obra de las manos de Dios, la zarza que arde, pero no se consume. Si una rama del pequeño arbusto de Dios queda reducida a cenizas o calcinada por aquella llamita, no ha quedado perjudicado nada que sea auténtico o real. Ellos andan en medio del fuego, sin que sus vestidos huelan a quemado al salir, libres de la furia, libres de las mismas cadenas con que han entrado en el horno.
Dios nos dice que la tribulación no puede dañarnos, porque somos suyos. Él estaba demostrando a Moisés que su pueblo no podía ser destruido por estas persecuciones, porque cuanto más eran perseguidos, más crecían y se multiplicaban. Nuestras tribulaciones no pueden perjudicarnos, porque somos del Señor. No sufriremos pérdida alguna a causa de ellas; pero hemos de conseguir la victoria mediante la fe, hemos de estar por encima de las olas o nos hundiremos. En el momento en que cesas de temer, en aquel momento deja de dañarte.
Él dice: «…los ríos no te anegarán». Él dice: «…ni la llama arderá en ti». Las llamas quemarán algo, pero nada que sea divino. Dios ha de quemar todo lo demás algún día, así que es mejor que lo haga ahora. El fuego va a poner a prueba las almas de los hombres, para ver de qué son y, donde hay paja o rastrojo, lo quemará hasta reducirlo a ceniza en el último día; así que, ¿por qué no ahora?
Hay cosas en ti que arderán, pero no son cosas divinas. Dios quiere que quedes libre de todo lo que se consume. Toma un pedazo de papel y ponlo a la llama del gas, y verás lo rápido que se consume. Pero puedes mantener un lingote de oro allí todo el día, y no va a arder; podrá fundirse, pero queda todo allí; es indestructible. Así mismo, Dios quiere quitar de ti y de mí todo lo que sea perecedero.
«Oh», digamos, «todo lo que hay en mí que no haya de resistir el fuego aquel día, es mejor que sea eliminado y solo quede lo que permanece». Si la fe se marchita, es que no era fe; si el canto enmudece, es que solo era un canto terrenal. Es posible que Dios deje que se agote tu fuerza natural, para que puedas recibir la fuerza de Dios; que tus antiguas potencias se reduzcan, para que puedas enraizarte en la roca.
Lo que se quema es pasajero y terrenal, y Dios lo quema para darte algo mejor. Tú sabes que él está quemando la escoria del pecado. ¿Estás dispuesto a que lo haga? Sin duda, de alguna forma, los hijos de Israel iban siendo preparados para su futuro por medio de sus sufrimientos. Es posible que nosotros no lo entendamos, pero Dios sí lo entiende, y así el fruto apacible va a salir de nuestras tribulaciones.
Y, ¿no es maravilloso que aquí la misma figura que se usa para expresar el sufrimiento, el mismo símbolo del horno terrible de la aflicción, sea el mismo tipo de Cristo? La llama ardiente es el símbolo más antiguo de Dios para su propia imagen, un símbolo que brilla de modo preeminente entre las otras figuras en su antiguo pueblo. Precediendo y siguiendo a los hijos de Israel en sus jornadas, iba la columna de nube y de fuego. Así, el símbolo de Dios por todo el Antiguo Testamento era el fuego.
En el tabernáculo, el Espíritu de Dios era representado por la llama encima del arca. En el monte Sinaí, descendió en el fuego y en los relámpagos. Cuando vino a juzgar, lo hizo en fuego. Y también cuando Elías llamó a Dios en el monte Carmelo, él respondió con fuego.
Cuando vino el Espíritu Santo, nos dice el libro de los Hechos que lenguas de fuego se posaron sobre los discípulos. Entonces, el fuego era el ropaje especial de la forma divina. Nos habla no solo de nuestra aflicción, sino de Aquel que viene a nosotros en nuestra aflicción. Y así, cuando miramos las llamas ondulantes de fuego y pensamos en su poder consumidor, he aquí, de súbito aparece transformado, y sobre la figura resplandeciente contemplamos el nombre de Dios y leemos las palabras: «Yo soy el que soy».
Así, pues, esta figura de la zarza ardiente no solo representa a la iglesia que sufre, sino también a Dios en medio de su pueblo, saturándoles de su vida y haciéndoles indestructibles en medio de las pruebas y las tentaciones, sosteniéndoles con su propio revestimiento y su poder suficiente.
Queridos amigos, ¿hemos establecido contacto con el fuego que reviste? No se trata aquí del Dios de juicio que es fuego consumidor; sin embargo, el Dios que es fuego consumidor es el Dios que viene a nosotros, aquel que nos ama y que mora en nosotros. ¿Ha venido a ti como fuego, para consumir lo perecedero y corruptible, lo pecaminoso y estrecho? ¿Ha quemado tu necedad, tu pecaminosidad, tu flaqueza y tu egoísmo?
Oh, éste es un fuego santo, un fuego bendito. Lo que quieres que consuma es una selva impenetrable y pantanosa. Cuando empieza un fuego en un terreno pantanoso, ¡cuán rápidamente desaparece lo inútil! Las serpientes y otras alimañas huyen silbando y todo queda purificado. Dios quiere quemar el nido de escorpiones de tu corazón. Pídele que encienda el fuego. Si tienes algo impropio en tu corazón, pídele que venga y lo consuma.
Hay cosas en tu seno que quieres quemar. Quieres ser como una vasija vacía que ha pasado por las llamas. No solo debemos ser limpiados, sino quemados, si es que queremos ser vasos puros, aptos para el servicio del Maestro. Pídele que envíe el fuego y recíbelo como el fuego del amor. ¡Oh, que venga el amor divino que soporta todas las cosas, espera todas las cosas y no desmaya nunca! Entonces será como el fuego que hace mover las ruedas de vapor en la industria, que pone en marcha la maquinaria de la vida.
Él te bautizará con el Espíritu Santo y con fuego, algo no rutilante, no aparatoso, poco conocido, pero una maravilla para la tierra y el cielo, vivo en su luz, gloria y pureza. En sí no es nada, al parecer, pero como el hilo cargado de fluido eléctrico que nadie se atrevería a tocar, está vivo. De modo que, aunque pequeños y humildes, podáis ser como cauces de fuego para tocar otras vidas y hacer que ellas se rindan a Cristo.
Asumamos que la dispensación de hoy es tan sobrenatural como la de Pentecostés. Era el Espíritu Santo quien estaba en la zarza y está presente aquí también, y puede hacer de ti todo lo que él quiera, si se lo permites.