Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.
El sacrificio de Abel
En los dos hijos de Adán y Eva la naturaleza humana se ramificó en sus dos grandes familias, y estas dos razas han venido llenando desde entonces la historia de la vida humana.
El primogénito era, y es todavía, según la carne. El tipo de la fe y la vida espiritual vino después, conforme al orden inspirado, que «lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual». Como la simiente espiritual todavía suele ser, Abel era de naturaleza débil; su mismo nombre significa «aliento» y parece expresar la idea de debilidad, nombre que probablemente le pareció apropiado a su decepcionada madre en la flaqueza de su hijo.
El oficio que eligió, pastor, indica quizá un espíritu quieto y reflexivo, libre de las ambiciones burdas del mundo; y le pone en la misma línea de Abraham, David y otros elegidos de Dios, y hace de él un tipo apropiado del Gran Pastor a quien va a prefigurar luego con su propia muerte. Él es el primer ejemplo definido en las Santas Escrituras del rito de la adoración sacrificial y es mencionado en este sentido en la Epístola a los Hebreos como el primer tipo de fe justificadora.
No hay duda que la institución del sacrificio ya había sido dada a nuestros primeros padres, pero fue Abel el primero a quien contemplamos llevando su cordero a las puertas del Edén, y presentando su víctima ensangrentada ante el divino altar bajo las alas protectoras del querubín. «Por fe», se nos dice, «Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas; y muerto, aún habla por ella».
El sacrificio de Abel, pues, nos habla a través de seis mil años, como la nota clave del Evangelio de la Redención.
Hay otras voces que han hablado desde entonces, pero la suya será la primera, para siempre. Su vida fue breve y simple, pero este acto fue suficiente para colocar testimonio a la cabecera de la nube de testigos y darle el lugar más prominente, por toda la eternidad, en el coro que entonará alrededor del trono: «El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza».
1. El sacrificio de Abel fue un tipo de la muerte expiatoria de Cristo, y sin duda él la comprendió como la base de su personal aceptación como pecador a la vista de Dios. El lenguaje usado con respecto a esto en Génesis 4 parece identificarlo con la ofrenda del pecado y la ofrenda de paz de las ordenanzas mosaicas ulteriores. Las palabras de Dios a Caín en el versículo 7, que pueden ser traducidas: «Una ofrenda por el pecado está a tu puerta», parece dar este significado al sacrificio de Abel; y la referencia a la «gordura» en el versículo 4 identifica claramente este sacrificio con la ofrenda de paz de Levítico, en la cual la grasa o sebo era ofrecido especialmente a Dios como representando su parte en la ofrenda de Cristo.
Estas dos ofrendas expresan con gran viveza y hermosura el efecto de la muerte de Cristo en la expiación plena de nuestros pecados y su anulación, que efectúa nuestra reconciliación y nos lleva a la comunión con Dios. La idea específica de la ofrenda de paz era la de una fiesta de comunión entre Dios y el pecador. Simbólicamente, él se alimentaba del sebo del sacrificio y el pecador de la carne, en tanto que la sangre hacía expiación y quitaba de en medio la culpa y la conciencia del pecado.
No sabemos hasta qué punto estos detalles fueron revelados a Abel, pero sí es cierto que presentó su cordero como una expresión de fe simple en la expiación de Jesucristo y quedó justificado por ella precisamente como lo somos nosotros bajo el Evangelio.
2. La parte de Abel era su reconocimiento del pecado, y el que se arrodillara al estrado de la misericordia como un hombre perdido y culpable, que no merece nada más que el juicio de Dios y el mismo sufrimiento y muerte que ha presenciado en la víctima inocente que hay delante de sus ojos. Esto fue lo que Caín se negó a hacer, y la razón real por la que la naturaleza humana, desde entonces, ha rehusado aceptar la doctrina de la Cruz de Cristo, y la ha hallado ofensiva.
Es la confesión humillante de que estamos perdidos y somos culpables. El hombre no quiere someterse a esto en tanto pueda vindicarse o contribuir a justificarse a sí mismo; por tanto, la convicción de pecado y la penitencia profunda están implicadas en la verdadera fe en Cristo, y forman el primer estado de la obra salvadora del Espíritu Santo en nuestro corazón.
Y por ello, en cada etapa, la humanidad más profunda sigue el paso de la confianza más elevada, y la cruz de Cristo es el principal instrumento de Dios para convencernos de pecado y crucificarnos a nosotros mismos así como al mundo. Ningún alma puede ver a su Salvador hasta que ve su pecado, y entonces verá y sentirá más profundamente su pecado cuando contempla a su Salvador. Hemos de ocupar el lugar del publicano antes de que podamos ser perdonados. La única base para creer es que estemos al pie de la cruz de rodillas clamando penitentes: «Dios, sé propicio a mí, pecador».
3. El acto de Abel fue un acto de obediencia y sumisión al plan de misericordia revelado por Dios, ya que sin duda había sido dado a conocer a nuestros primeros padres a partir de la caída. Éste era el evangelio de aquellos días primitivos, y al recibirlo, Abel hizo exactamente lo que se le había mandado que hiciera y que se nos manda a nosotros que hagamos ahora, y lo que Caín y toda su raza se han negado a hacer por orgullo e incredulidad. «Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree» (Rom. 10:3-4). Abel no se entretuvo a razonar sobre el asunto, sino que simplemente acudió en la forma que Dios le había indicado, y fue aceptado.
Esto es fe, y todo lo demás es incredulidad. Caín trató de hallar un camino suyo propio, y pereció. Naamán pensó que las aguas de los ríos Abana y Farfar de Damasco eran tan buenas como las del Jordán, y él también habría perecido si no hubiera obedecido las instrucciones de Dios, cosa que hizo después. Los fariseos eran de la misma raza, y por su orgullo e incredulidad perdieron la salvación de su propio Mesías. Y así hoy, hay dos clases de personas también que van en direcciones opuestas: la una siguiendo su propio camino, y la otra sometiéndose al camino de Dios. ¿En dónde te encuentras tú? Reduzcamos nuestros corazones implícitamente a la obediencia de la fe, sometámonos a su juicio como pecadores condenados y luego a su gracia como pecadores perdonados, y así podemos reclamar no sólo su misericordia, sino su justicia y su fidelidad que nos reivindicarán cuando nos hallamos en el lugar que él ha dicho nos corresponde, y nos acercamos a él en la forma designada por él.
4. Nos dice el apóstol que el sacrificio de Abel implicaba todavía otro elemento; a saber, creyó que era justificado y justo por los méritos de su ofrenda. No sólo creyó que era un pecador, sino que creyó con la misma fuerza, que era un pecador perdonado. No sólo ocupó el lugar de la condenación ante la palabra de Dios, sino que se levantó al lugar de la aceptación y la filiación. «Por la fe … alcanzó testimonio de que era justo». La fe no debe detenerse en el ruego del penitente, sino que ha de elevarse al cántico del perdonado: «Oh, Señor, te alabaré; tú estabas enojado conmigo; tu ira se ha apartado, y tú me consuelas. He aquí, Dios de mi salvación, confiaré y no temeré». No hay presunción en esto, es simplemente hacer honor a la propia palabra de Dios, y él se complace más en ello que en nuestras lágrimas y ruegos después que hemos reclamado la promesa y la sangre. Su palabra absoluta es: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad». El hecho de no creer, o sea, no fiarnos de esto, le hace a Dios mentiroso y añade este pecado de incredulidad a los que ya estamos confesando. No habría sido humildad por parte del hijo pródigo el que se hubiera escurrido a la cocina o al establo después de que su padre le había abrazado con lágrimas de reconciliación.
El buen Francisco de Sales recibió la visita de un pecador tembloroso, el cual le contó con lágrimas amargas la maldad infamante de su vida. El buen hombre escuchó y luego, arrodillándose con el penitente, reclamó el perdón divino en unas simples palabras de confianza, y luego, volviéndose al penitente, le dijo: «Ahora, querido hermano, ¿quieres orar por mí y bendecirme?».
El hombre se quedó atónito. «¿Bendecirte?», le replicó con profunda humildad, «¿cómo puede un vil pecador como yo atreverse a bendecir a un santo como tú?». «¿Cómo, querido hermano?», replicó el buen santo. «Ya no eres un vil pecador; ¿no has sido lavado en la sangre y vestido con la túnica inmaculada del Cordero, más recientemente incluso que yo, y con la misma perfección que yo? Por tanto, quiero recibir el primer toque de tu bendición».
El hombre se dio cuenta inmediatamente de la posición que Dios requería que adoptara, y, temblando por el mismo gozo que sentía, se atrevió a reclamar su lugar como un hijo del amor infinito y eterno.
Sí, ésta es verdaderamente nuestra posición. «con la cual nos hizo aceptos en el Amado». ¡Oh qué transformación! ¡Qué milagro de divina transición! Un momento antes perdido, ahora salvado; antes hijo de ira, ahora hijo de Dios; en la misma hora, culpable de sangre y blanco como la nieve. ¡Oh! ¿has reclamado tu lugar? ¿Has aceptado este don inefable?
Abel llegó a conocer esto simplemente creyendo. No hay duda, sin embargo, que Dios añadió, después que hubo creído, una muestra visible de la aceptación de su sacrificio, según se expresa en las palabras. «Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda». Lo mismo, nuestra fe en la promesa de Cristo es también sellada por el testimonio de Dios y el sello del Espíritu Santo en el corazón, y también por el nuevo lugar de amor, honor y bendición al que Dios al instante nos exalta.
Esto se expresa con la palabra ‘agrado’. Dios nos trata con respeto divino. En el momento en que nos unimos a Cristo, somos objeto de la más elevada consideración por parte de Dios; nos concede la consideración que da a su propio Hijo; nuestras personas, nuestras oraciones, y todos nuestros intereses pasan a ser infinitamente importantes para él, y todo ángel del cielo se siente orgulloso de ministrar para nuestro bienestar y estar a la expectativa de sus órdenes a favor de sus hijos e hijas. ¡Oh, a qué lugar de honor y dignidad nos ha llevado Cristo! «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados hijos de Dios».
5. Pero Abel también tuvo que sufrir por su fe. Le costó la vida. No sólo fue el primer testigo de la fe, sino también el primer mártir por Jesús; y, por ello, se usa la misma palabra para ‘testigo’ y ‘mártir’, que es igual en la lengua griega en el capítulo 11 de Hebreos.
Con frecuencia, nuestro testimonio a favor de Cristo tiene que ser por medio del sufrimiento y algunas veces mediante la muerte. Aunque nos gozamos en los honores de nuestra elevada vocación, seamos fieles también en nuestro testimonio, para que no sólo en vida, sino también «ya muertos» podamos seguir hablando, según dice de Abel el apóstol. (Continuará).