Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.
La creación
Si bien reconocemos, naturalmente, la realidad literal e histórica del relato, tenemos la misma autoridad de las Escrituras para considerarla como una figura de la nueva creación, que el Espíritu Divino está obrando en los corazones de sus hijos, y que finalmente va a consumar en el reino de la gloria. «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:10). «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2ª Cor. 5:17).
El primer capítulo de Génesis se repite en el capítulo 21 de Apocalipsis: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más» (Ap. 21:1). Por debajo de todo el relato de la primera creación podemos seguir la historia de la gracia en forma figurada. Como el proceso antiguo, la creación nueva empieza en un desastre y un caos: un naufragio como el del orden primitivo. Una escena de tinieblas y desolación. Como aquélla, también va precedida e introducida por la presencia, que le hace sombra, de las alas de la Paloma celestial, y es llevada a cabo por el poder personal del Verbo Omnipotente.
Luego, el primer tipo de Cristo en ambas creaciones es la Luz que amanece. «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2ª Cor. 4:6). La luz va seguida por la ordenación y la separación de las cosas que difieren, y esta palabra «separación» es casi la nota clave de toda la vida espiritual.
En la antigua creación había mucha luz antes de que las luminarias aparecieran en el firmamento. Recién éstas aparecieron en el cuarto día. Lo mismo en la vida espiritual, la manifestación de Jesús en su revestimiento personal y su gloria viene con frecuencia en una etapa posterior, y quizá los tres días que la preceden en el relato de la creación sugieren la experiencia de resurrección que tiene que precederla siempre.
La salvación nos trae la luz del Espíritu Santo, pero nuestra consagración y unión más profunda con él nos introduce a la plena gloria del Sol de Justicia. Esto va seguido en la antigua creación por la introducción de la vida del reino animal, con todas sus formas y plenitud; y lo mismo en la nueva creación, la revelación del Cristo que nos reviste despierta a la vida a todo el ser espiritual y lo llena en todas sus partes de fecundidad y plenitud de vida, lo que alcanza su culminación en el nuevo hombre maduro, reflejando la gloriosa imagen de Dios.
Tanto en la antigua como en la nueva creación hay etapas sucesivas con intervalos marcados, como las grandes capas del globo terráqueo, que contienen rastros de catástrofes y convulsiones tremendas. Así también, en la transformación de nuestra vida espiritual, Dios tiene que partir de las antiguas experiencias y llevarnos a planos más elevados por medio de fuerzas que con frecuencia dan lugar a convulsiones como las que moldearon las antiguas edades de la tierra.
Y en cada caso puede notarse en los relatos de Génesis que el progreso es desde lo inferior a lo superior, desde lo más oscuro a lo más claro, desde la tarde a la mañana.
Toda nueva etapa empieza por la tarde (con relativamente menos claridad) y termina en una mañana resplandeciente. Y esto es verdad ahora como lo era en los días de la creación. «Y fue la tarde y la mañana un día». Así que la transformación va hacia adelante en el corazón de cada cristiano, y «la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto» (Prov. 4:18). Lo mismo el reino de Dios va en aumento a través de las edades y vendrá un momento en que llegará a ser tarde y mañana: un día eterno. «Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21:5a).
La creación del hombre
La corona de la primera creación fue el hombre. El relato de la formación del hombre va acompañado de mucho énfasis y cantidad de detalle, más que el del universo entero. En los consejos de la Trinidad se había decidido: «Hagamos al hombre», y la forma que se le dio fue según el mismo Creador, nada menos que esto: «A nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza». Es apropiado que un ser tan majestuoso hubiera de ser soberano de la creación inferior, y por tanto fue revestido del señorío de la naturaleza (Gén. 1:26 b).
Era natural, pues, que si la creación natural es simbólica de la redención, mucho más es la creación del hombre un tipo de la obra de la gracia, la principal del Espíritu Santo, la renovación y restauración del alma humana. De allí que hallamos en las epístolas del Nuevo Testamento palabras como las siguientes: «Vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef. 24); «revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno» (Col. 3:10).
Como antes, también aquí hallamos puntos exquisitos de correspondencia y semejanza. El hombre natural había sido creado por la mano de su Hacedor, y de él había recibido aliento de vida. Lo mismo el hombre espiritual, no sólo es reformado exteriormente por el Espíritu del Dios vivo, sino que es renovado y regenerado interiormente por él. «Jehová Dios … sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente». El Espíritu Santo inspira en nosotros el espíritu de vida, y el nuevo hombre pasa a ser un espíritu vivificado. «Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante» (1ª Cor. 15:45), y «así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial» (15:49).
Además, el primer hombre fue creado según la semejanza de Dios, y lo mismo la nueva creación progresa hacia este glorioso ideal: ser «hechos conformes a la imagen de su Hijo» (Rom. 8:29); «Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb. 2:11); «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1ª Jn. 3:2 b).
La antigua creación daba al hombre un carácter de majestad y señorío; lo mismo la nueva creación nos hace reyes y sacerdotes para con Dios. La consumación de esto será cuando en el mundo milenial reinemos con Cristo sobre la tierra material, y el cuadro descrito por el Salmo 8 se realice: «Todo lo pusiste debajo de sus pies» (v. 6 b).
El hombre ha de reconquistar su dominio perdido en el reino de su propio corazón, y entonces va a recibir de nuevo la corona de la naturaleza y el dominio de la creación. Entonces estará preparado para administrarlo con la justicia y bondad de una naturaleza perfecta, una sabiduría y santidad divinas.
Hay todavía un símbolo más alto en la creación del hombre, que el apóstol Pablo ha desarrollado con gran hermosura en Romanos y Corintios. Es la relación que tiene Adán con el Señor Jesucristo como tipo de la Cabeza de la humanidad redimida. Adán no fue creado sólo como un individuo aislado, sino como padre y representante de toda la raza, y su caída arrastró a toda su descendencia a consecuencias amargas y desastrosas.
De la misma manera, el Señor Jesús, el segundo Adán, no representa exclusivamente a sí mismo, sino que es el representante de todo su pueblo, por quienes ha sufrido y muerto, que es aceptado como un sacrificio expiatorio completo; y su santa obediencia es su justicia imputada, y la base y fundamento de su justificación completa delante de Dios. Por tanto, leemos que «así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos» (Rom. 5:19). «Como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida» (5:18). «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1ª Cor. 15:22).
La extensión de la representación de Cristo es tan universal, en principio, como la de Adán. El hecho de que Adán fuera la cabeza de la humanidad, hace que las penosas consecuencias se extiendan a toda su posteridad. El que Cristo sea la Cabeza hace que sus gloriosas bendiciones se extiendan a toda su posteridad espiritual; esto es, a aquellos que han nacido de él. Por tanto, no toda la raza humana será salva, pero lo será toda la raza de Cristo. El nuevo nacimiento es la condición indispensable y el eslabón vital entre Cristo y los que a él se han allegado.
El hermoso texto que ya hemos citado de 1ª Corintios 15 está en perfecto acuerdo con esta enseñanza: «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados». La gran cuestión para cada uno de nosotros es, entonces, si hemos pasado de la vida de Adán a la vida de Cristo. La salvación no es en sentido alguno un cultivo o una mejora en nuestra vida natural, sino que es una renuncia y crucifixión, no sólo al pecado, sino al propio yo. Toda la naturaleza tiene que morir, y todo lo que ha de vivir para siempre ha de nacer de Cristo, a través del Espíritu Santo en nuestros corazones.
La salvación es, pues, una sentencia de muerte radical e inexorable sobre la carne, tanto lo más bajo como lo más alto, y es una creación sobrenatural y divina, más maravillosa que el nacimiento del universo, y equivalente a la resurrección de los muertos. ¡Qué hecho tan estupendo! ¡La obra magnífica de Dios! Lector: ¿Has experimentado este nuevo nacimiento y puedes decir: «He aquí todas las cosas son hechas nuevas»? (Continuará).