Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.
En el capítulo 4 de Gálatas, el apóstol nos da una clave de algunos de los sucesos más importantes de la vida de Isaac, y junto con estos, un principio que puede ser aplicado a otras porciones de las Escrituras históricas, como una clave para su interpretación. Nos dice que el nacimiento de Ismael y el de Isaac eran típicos de las dos dispensaciones: el primero representando la Ley y la carne; el último, el Evangelio y la descendencia espiritual; y que la expulsión de Ismael y la herencia única de Isaac completaba el tipo referente a la caducidad de la ley y la permanencia del Evangelio. Aplica también la enseñanza de estos símbolos a la vida espiritual del cristiano individual. Autorizados por esta pauta divina, procuraremos con reverencia reunir las lecciones espirituales, no sólo de estos hechos, sino también de otros en la vida de este personaje notable. Más reservado y pasivo que los otros patriarcas, Isaac es, quizá, más oscuro y menos entendido por la mayoría de los cristianos que ningún otro de los personajes del libro de Génesis; pero no hay tal, cuando se le comprende debidamente, ya que se imprime de modo vívido en el corazón y nos enseña profundas y escrutadoras lecciones para la vida cristiana. Una vida compuesta casi exclusivamente de sucesos comunes, es precisamente la vida que cubre las necesidades, los fallos y las pruebas de la mayoría; y confiamos que vamos a hallar muchos puntos de contacto con lo que es más real y esencial en nuestra experiencia religiosa.
El nacimiento de Isaac
El apóstol a quien nos hemos referido declara que Isaac nació según el Espíritu y conforme a la promesa. Su nacimiento no fue natural y corriente, sino extraordinario y sobrenatural. No fue hasta que la naturaleza hubo caducado, y la esperanza de que los cuerpos de Abraham y Sara engendraran un hijo se hizo humanamente improbable, que Dios prometió la descendencia del pacto; y, no sólo esto, sino que después vino un intervalo de prueba antes de que se realizara la promesa. Su nacimiento, pues, fue el resultado directo de la intervención del Omnipotente y así se destaca como el tipo del nacimiento mayor que, en edades futuras, llegó a través de María de Belén, a saber, la encarnación del eterno Hijo de Dios. Este mayor misterio y milagro más poderoso fue prefigurado de modo claro y distinto en el hijo de la promesa que llegó a la tienda de Hebrón.
Hay otro milagro y misterio de gracia que fue prefigurado por el nacimiento de Isaac, esto es, el nuevo nacimiento de toda la descendencia espiritual de Abraham. Del mismo modo que Isaac nació del Espíritu, y que Jesús se encarnó por haber hecho sombra sobre María el Espíritu Santo, también, «a menos que el hombre nazca del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios». Esto no es una reforma natural, no es el resultado de la energía humana, o de la voluntad humana, sino el poder del omnipotente Espíritu más allá del poder de la naturaleza, y cuando ésta ha fallado. «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios». ¿Hemos experimentado esta poderosa nueva creación? Bendito sea Dios que este nacimiento es para nosotros como lo fue para Abraham.
No es sólo por el Espíritu, sino también por medio de la promesa. No es un favoritismo arbitrario del cielo, sino que se da a «todos los que le recibieron». ¿Quieres tener esta nueva vida que te traerá todas las bendiciones y esperanzas del pacto? Ven a Cristo y recibe la vida inmortal que él espera alentar en todo corazón vivo.
El nacimiento de Ismael
Ismael representa la carne y la cruz natural y la servidumbre bajo la ley en que se encuentra. Cuando hablamos de la carne, no queremos decir meramente lo que es burdo, sensual y bajo en la naturaleza humana, sino todo lo que nace de Adán y es parte de la vida natural. Ismael y Esaú tenían muchas cualidades humanas superiores, y la raza de Ismael hoy presenta rasgos de nobleza superiores a sus compañeros; y así también, el hombre natural es, con frecuencia, generoso, culto y moral. La mujer no regenerada puede ser hermosa, fiel esposa, madre afectuosa, incluso un benefactor social; pero esto puede ser todo mero instinto y humanidad. No hay que despreciarlo; no lo menosprecian tampoco las Escrituras; pero no puede entrar en el reino de los cielos. La palabra «natural» en las epístolas es literalmente «psíquico», el alma del hombre más bien que el hombre espiritual. Esta es la naturaleza que heredan todos los hijos de Adán, y que el pecado ha contaminado y sobre la que se cierne la maldición.
Como Ismael, la carne es el primogénito y ya ha reclamado sus derechos soberanos en el corazón humano, antes que la gracia aparezca en escena. Es en este hogar en que Ismael ha crecido con todos sus derechos establecidos, que llega Isaac; y así ocurre en el corazón que ha andado según la carne, que la gracia de Dios implanta la nueva vida de regeneración. Queridos amigos, ¿dónde nos encontramos en este asunto? No nos engañemos por el hecho que nuestra carne no se haya rebajado y haya llegado al vicio y degradación que vemos en algunos. Recordemos el solemne cuadro de la vida que no puede entrar en el cielo. «…en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire… satisfaciendo las tendencias de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás». Quiera cumplir Dios el otro cuadro a todos los que lean estas líneas: «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)» (Efesios 2:23 y 45).
La expulsión de Ismael
La posición del niño Isaac en la tienda de Abraham, al lado de Ismael, es muy similar a la posición del recién nacido de nuevo, pero todavía con el alma no santificada en el conflicto con su vieja naturaleza carnal. Podemos fácilmente imaginar las molestias innumerables a que se vería sometido el pequeño rival del hijo de Agar. Es el tipo de la batalla que se lucha en el alma de muchos cristianos durante mucho tiempo; en la cual el cristiano se esfuerza con sus propias nuevas fuerzas; pero con frecuencia en vano, contra los impulsos más poderosos y las tendencias de un corazón malo. El cuadro se bosqueja en el capítulo 7 de Romanos de modo penosamente vívido, y termina al final con el grito amargo del alma desconcertada: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». La lucha en la tienda de Abraham la terminó Sara, la cual, dándose cuenta de lo imposible de seguir de esta manera, y del peligro que corrían sus más preciosas esperanzas y promesas, exigió la inmediata expulsión del rival de Isaac. «¡Echa a esta sierva y a su hijo!», fue el requerimiento inexorable, ante el cual el afecto de Abraham se retrajo, pero que Dios aprobó y confirmó por su sabiduría y que Abraham vio al fin como inevitable; por lo que Ismael salió del lugar en que estaba, e Isaac se quedó como el heredero indiscutible de las promesas del pacto y dueño pacífico de la herencia patriarcal.
Es evidente que esto representa el momento decisivo en que el alma regenerada se eleva a su libertad. Rinde de modo definitivo y total el viejo corazón a la muerte y recibe al Espíritu Santo y al Cristo personal para pelear la batalla de entonces en adelante en una fe victoriosa, poseyendo todo el Espíritu en reposo, pureza y consagración completa.
No fue necesario que Ismael dejara de existir, ni tampoco podemos decir que el pecado haya muerto, pero Ismael se hallaba a partir de entonces fuera de la tienda de Isaac, y lo mismo el yo y el pecado deben hallarse fuera de la ciudadela de la voluntad y del santuario del corazón. El pecado y Satanás no han muerto, pero nosotros, a partir de entonces, hemos muerto para el pecado y vivimos para Dios, por medio de Jesucristo nuestro Señor.
Detengámonos un momento y preguntémonos cuál de estos cuadros es la verdadera representación de nuestra vida interior. ¿Es el débil principio de la gracia divina luchando por su misma existencia en medio de todas las pasiones enconadas y los impulsos de nuestro corazón carnal, perseguido por la carne todo el día, como Isaac en manos de Ismael; o bien, a pesar de todas las súplicas de la naturaleza y el afecto, hemos «crucificado la carne con sus afectos y deseos» y entrado en el descanso y la victoria de un corazón dedicado de modo íntegro y exclusivo y un espíritu santificado, en comunión con Cristo, el cual, a partir de esto, pelea nuestras batallas y guarda nuestra alma?
Hay una gran diferencia en la forma en que podemos entender una simple frase de la epístola a los Gálatas: «El deseo de la carne es contra el espíritu y el espíritu contra la carne»; éste es un cuadro triste de la contienda incesante entre nuestro espíritu y nuestra carne. Pero si decimos: «El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne», esto describe la batalla en la cual el Espíritu Santo, no nuestro espíritu, es el que lucha, y siempre lleva la victoria. Que el Señor lleva a cada corazón cansado a su propia rendición y a la decisiva confianza que le traerá este glorioso triunfo. Éste es nuestro derecho bajo el Evangelio, del mismo modo que fue el de Isaac bajo la promesa. Sara, en esto, representa al Espíritu Santo, el cual siempre está exigiendo de nosotros nuestros derechos santificados e impulsándonos a que los reclamemos. Cedamos a sus ruegos y «echemos a esta sierva y a su hijo».
Va implicado también que esta liberación nos lleva no sólo a la vida del Espíritu, sino también a la libertad del Evangelio. «Si sois guiados por el Espíritu no estáis bajo la ley». Hasta que alcancemos esta experiencia, el alma siempre está actuando en algún sentido bajo la servidumbre y la compulsión. A partir de entonces, su servicio brota de la vida y el amor, y es «la gloriosa libertad de los hijos de Dios».
Además de su aplicación a la vida del cristiano individual, este incidente hace referencia en un sentido más amplio a las dos dispensaciones de la ley de la gracia; Agar y su hijo representan el sistema mosaico, e Isaac y su descendencia representan la dispensación de la gracia gratuita bajo el Evangelio. Como en el caso de Ismael e Isaac, la primera ha dejado el lugar a esta última, y nosotros vivimos en el goce de su luz, amor y santa libertad. Contra la idea de volver a la servidumbre de esta ley en el espíritu judío, protestó con vehemencia Pablo en su carta a los Gálatas, y de modo enfático nos enseña que el espíritu de la ley nos llevaría siempre a las obras de la carne. Esto es también verdad hoy, y es necesario que lo recordemos. La mera moralidad y disciplina siempre van a fallar en producir los frutos de la verdadera santidad. Sólo pueden proceder de la gloria de Dios, del amor de Cristo y del poder vivo del Espíritu Santo.