Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico; con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.
Lectura: Hebreos 12:18-29.
Estas palabras hacen regresar nuestros pensamientos al monte de fuego del desierto antiguo, y reclaman para nosotros hoy, todo lo que había de gracia y permanente en aquella manifestación terrible aunque gloriosa de Dios, pero dejando fuera lo oscuro, terrorífico y temporal.
En nuestro repaso de la historia de Israel, llegamos al fin a Sinaí. Les hemos seguido a través del Mar Rojo y a través del desierto; les hemos visto guiados por la columna de nube y de fuego, alimentados por la mano de Dios, renovados por las corrientes del desierto y hechos victoriosos sobre sus enemigos por la bandera de Dios.
Pero ahora cambia la escena. No conozco nada más vívido e impresionante en la historia que la extraña manifestación de la presencia de Dios en aquella ocasión.
Una escena terrible
Hasta aquí, Dios se ha asemejado a una madre que extiende sus alas sobre el nido y cubre a los polluelos con sus plumas. De repente, pasa a ser para ellos un estallido de terror. La voz que ha sido todo bondad, paciencia y amor, el Dios que había tenido paciencia con ellos en la desobediencia y flaqueza, parece haber cambiado en un momento, y al verle esa mañana, entronizado sobre el monte coronado de fuego, es un terror vivo.
El monte está en llamas. Parece sacudido por un terremoto perpetuo, temblando en la agonía de su disolución, cubierto de arriba a abajo de oscuridad y humo, mientras asoman llamas por todas partes. Y, más terrorífico aún que todo esto, el resonar ensordecedor de la trompeta; y al parecer, a ello se mezclaban las trompetas de mil ángeles que hacían temblar el corazón.
Incluso Moisés, acostumbrado a ver las grandes manifestaciones de Dios, llamado a su vocación en la zarza ardiendo y capaz de estar con Dios en el monte durante cuarenta días, dice: «Tengo mucho temor y tiemblo».
Un cambio significativo
¿Qué es lo que significa este cambio súbito? ¿Cuál es el significado de esta hora? Hasta aquel momento, Dios los había visitado en el murmullo del agua y en el maná.
Pero ahora el mensaje es: «Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas». «No tendrás dioses ajenos delante de mí». «Cualquiera que tocare el monte, de seguro morirá. No lo tocará mano, porque será apedreado o asaeteado; sea animal o sea hombre, no vivirá». «Y también que se santifiquen los sacerdotes que se acercan a Jehová, para que Jehová no haga en ellos estrago».
Y el pueblo no puede escuchar su palabra. «Habla tú con nosotros», dicen a Moisés, «pero que Dios no hable con nosotros, para que no muramos».
¿No es éste un cambio extraño y espantoso, al contrastarlo con los tratos sosegados con Abraham e Isaac y los hijos de Israel por el desierto? ¿Cuál era el significado de este súbito descender al monte y desplegar ante ellos el trono de su pureza inmaculada y su ley inexorable?
Hay un significado profundo para ellos y para nuestras vidas. Sí, era necesario que se les enseñara estas lecciones, y de esta manera. Es necesario, en tu vida y en la mía, que haya la misma experiencia. Y es la experiencia que pasa toda alma que es disciplinada y establecida en la vida de santidad concienzudamente. Creo que ésta es la misma pauta en los tratos de Dios con muchos de nosotros.
Primero, Dios nos sacó de Egipto, perdonó nuestros pecados, y nos llevó por el desierto con mano tierna. Pensábamos que nunca habría una experiencia más profunda, que la obra de nuestra salvación era completa; que éramos libres del pecado y que nunca más habría tentaciones.
Cuando miramos hacia atrás, a nuestra primera experiencia, y vemos lo libre que ella estaba de la tentación y la duda, deseamos poder volver a los días de nuestra infancia y regresar a aquella fe simple en Dios. Pero llegó un día en que, de las profundidades, se levantaron formas de tentación que nunca habíamos imaginado que estuviesen allí. Y cuando éstas vinieron, el rostro de Dios pareció ensombrecerse, y vino la revelación de Dios en su majestad y santidad, cuando vino a escudriñar el corazón y mostrarnos las cosas que no sabíamos había en él.
Entonces nos desanimamos, y empezamos a trabajar por nuestra cuenta. Y cuando procuramos levantarnos por nuestras propias fuerzas, fuimos derribados una y otra vez por las manos de la ley, y nos descorazonamos y aun dudamos de nuestra conversión. Nuestra desobediencia nos deja aterrorizados. Nos sentimos más débiles e impotentes que nunca.
Dios solo nos estaba mostrando su rostro, y nuestros corazones. Y él nos mostraba todo esto para llevarnos a algo mejor de lo que teníamos hasta entonces, para desembarazarnos del mal que había en nosotros, obteniendo así la fuerza de Cristo en nosotros, para que pudiéramos obtener el poder del Espíritu Santo, poniéndonos en marcha para ser salvos, no por nuestras obras; para ser santificados, no por nuestros esfuerzos, sino por el poder del Espíritu de Dios que vive y triunfa en nuestras almas.
Conociéndole y conociéndonos mejor
Cuando hemos pasado nuestro monte Sinaí, nos conocemos mejor, y conocemos mejor a Dios. Creo que éste era el objeto de que Dios se revelara a sí mismo en el monte Sinaí. Primero, para que pudiéramos ver a Dios.
Los israelitas no conocían a Dios. No creo que ningún hombre pueda conocerse a sí mismo o ser fuerte para el verdadero servicio, hasta que ha visto algo de la verdadera majestad y gloria de Dios, hasta que en su espíritu ha caído no la visión –porque el hombre no puede verla en su plenitud–, sino la revelación de Dios en su infinita pureza.
Así fue con Isaías. Él no estuvo preparado para su obra hasta tener la visión de la gloria de Dios, y decir: «¡Ay de mí… porque mis ojos han visto al Rey, Jehová de los ejércitos!». Lo mismo con Job, que exclamó: «De oídas te había oído; pero ahora mis ojos te ven. Por tanto, retracto mis palabras, y me arrepiento en polvo y ceniza». Y lo mismo Pablo. Sus ideas eran todas confusas hasta que, en el camino a Damasco, vio a Jesús, fue derribado y cambió para siempre.
Llega un momento en que la vida de un hombre, cuando piensa en Dios y ve su propio egoísmo, orgullo y voluntad, Dios le deja que se vea a sí mismo, y entonces Dios se revela a sí mismo. Y Dios y su voluntad, a partir de entonces, lo serán todo, y cualquier otra opinión pasa a ser insignificante. Así que era necesario que ellos vieran al Invisible, y que aquel rostro poderoso cubriera el firmamento y borrara todo lo demás.
La visión de Su santidad
Y no solo hemos de ver a Dios, sino que hemos de verle en su santidad; no solo hemos de ver que es fuego consumidor, sino que hemos de verle como el Dios de amor. Y no creo que podamos apreciar incluso el amor de Dios hasta que tengamos como fondo del mismo la visión de su santidad majestuosa.
Cuando tu alma tiembla ante el fuego de su pureza, y dices: «¿Cómo puedo yo estar ante una presencia así?», viene Jesús, te llena y te deja entrar en esta misma pureza. Es entonces que se ve de esta manera el amor de Dios; es entonces cuando has visto su justicia y su ley inexorable, cuando ves que él no aceptará nada menos, que en modo alguno dará por inocente al culpable, y que aborrece al pecado en absoluto.
Entonces es tan bienaventurado verle en su justicia e inefable pureza, y decir: «¿Cómo voy a llegar a ella?». Y dices: «Tu santidad, oh Cristo, es mía; tu pureza, tú me la has dado. Tu mismo ser me ha sido concedido; la nube en que estás envuelto me envuelve también a mí, así que, en tu gloria y pureza, entro en la presencia de Dios».
No creo que esta gloria pueda parecer nunca la misma a los que no han sido escrutados por Su pureza infinita.
Amado, ¿has pasado por esto? ¿Has intentado que Dios sea más benévolo con el pecado? ¿Has deseado que Dios fuera un poco menos estricto y rebajara un poco su estándar? ¿O has dejado que el estándar fuera el más alto y le has pedido a Cristo que te levantara hasta él?
Dios quiere que te regocijes en su santidad. No quiere que te lamentes de que él sea tan puro, sino que recuerdes que si hubiera una mancha de pecado permitida por él en el universo, todo se desmoronaría en un momento. Dios no salva rebajando su pureza, sino llevándote a ti hacia arriba. Nos lleva a las alturas del Sinaí y nos permite estar entre los mismos fuegos en los vestidos de su propia justicia inmaculada.
Lee un poco más adelante y verás que a este pueblo –al cual no se le permitió acercarse y se quedó atrás porque Dios era tan santo–, pudo ser recibido en su misma presencia. Dios dijo a Moisés: «Ven tú y los ancianos al monte». Y vemos que el mismo pueblo, al cual no se había permitido que las suelas de su calzado tocaran la falda del Sinaí, ascendió por el monte, yendo más y más arriba con Moisés, donde el sol brillaba sobre ellos bajo el mismo dosel del cielo.
No había rayos ni relámpagos ahora, no había juicio, sino que estuvieron en el monte, y Dios preparó un festín para ellos; porque leemos que «vieron al Dios de Israel … y comieron y bebieron». «Mas no extendió Dios su mano sobre los príncipes de los hijos de Israel».
El poder de la Sangre
Estaban juntos con Dios, pero todavía eran pecadores. Estaban en el mismo monte del que Moisés y ellos mismos se habían apartado. ¿En qué consistía la diferencia? Oh, esta vez, cuando subieron, tenían sangre aplicada a sus manos. Habían inmolado el sacrificio al pie del monte, y llevaban sangre sacrificial rociada sobre ellos, y con ella podían acercarse.
Dios no era menos santo; pero esta sangre significaba que se había hecho plena satisfacción por el pecado. Es más, ellos mismos, por lo menos ceremonialmente, como tipos de nosotros espiritualmente, habían sido purificados por la misma vida de Jesús, porque la sangre había sido rociada sobre ellos, y era el mismo tipo de la sangre viva de Cristo.
Participando de Su naturaleza
Quisiera que pudieses entender el significado de la sangre viva de Cristo, que pudieras ver más que las gotas de muerte que cayeron en el suelo en el Calvario. Ésta no fue toda la sangre. Gracias a Dios, que nos mostró que Cristo tiene sangre que no ha muerto. Cristo tiene sangre que está llena de vida, como la que tú tienes en las venas. Él pondrá esta sangre en tu corazón, y entonces tendrás su vida y su naturaleza, y puedes entrar en la misma presencia de Dios.
No es solo que él murió por ti, sino que él vive en ti hoy. Y por ello podemos entrar donde resplandece la nube de gloria, y no sentir mancha de pecado, sin temor a ver su rostro, y apoyarnos en su pecho y oírle que nos dice: «Eres mío, eres hermoso; no hay mancha en ti». ¿Por qué? Porque la sangre de Jesucristo te cubre, porque ella expía tus pecados, y porque la vida de Cristo llena tu corazón.
Te sientas con Dios y comes, y bebes, ves su rostro, y sobre ti se extiende la nube celestial y la bandera de su amor. Estoy contento de que él no sea menos santo, sino que nos haya hecho entrar en su misma santidad allí. Y este antiguo monte fue designado no solo para mostrarles la santidad de Dios y la necesidad de ella, sino para mostrarles su total indignidad e impureza.
El propósito de la Ley
Dios nunca dio los Diez Mandamientos con la idea de que los hombres iban a cumplirlos con su propia fuerza. Parece atrevido decir esto, pero lo digo con reverencia. Dios nunca dio los Diez mandamientos pensando que los hombres serían capaces o estarían dispuestos a guardarlos, hasta que consiguieran algo mejor que lo que ellos tenían en su naturaleza. Quería que los guardaran, pero sabía que los hombres no podrían hasta que tuvieran el Espíritu Santo, la naturaleza de Cristo, en sus corazones. Los dio para mostrar a los hombres lo que no podían hacer y lo débiles que eran.
Pablo dice que esta justicia no podía venir por la ley. La ley no perfeccionó nada. Era nuestro ayo para llevarnos a Cristo. No quiero decir que Dios tenía intención de que quebrantaran la ley, sino que sabía que lo harían cuando ellos dijeron: «Todas las palabras que el Señor ha dicho, haremos».
Dios vio anticipadamente que estaban danzando alrededor del becerro de oro, y posiblemente cuando hacían esta promesa, dijo: «Pobres hijos, no se conocen a sí mismos». Y así, él nos pone bajo pruebas solemnes y difíciles, para hacernos ver lo que somos. Tan alto tiene su estándar de justicia para mostrarnos lo lejos que estamos de alcanzarlo.
La revelación del pecado
Esta revelación del pecado llega a todo corazón. Vemos a Job abogando su propia justicia y diciendo a Elifaz y a aquellos pobres consoladores que era tan bueno como ellos, y que era casi una vergüenza que Dios le tratara de la forma que lo hacía.
Y cuando hubo pasado todo y escribió su propia autobiografía, entonces Dios vino por un momento y dijo: «Job, mírate a ti mismo». Job dio una mirada, y luego dio un gran grito, diciendo: «He dicho palabras sin conocimiento. Me arrepiento de ellas en polvo y ceniza» (Job 42:6). Entonces Job vio que su valor era nulo, y estuvo dispuesto para una justicia mejor.
Queridos amigos, ¿saben ustedes lo que pueden hacer si Dios se los permite? Dios tuvo que dejar a Pedro que se precipitara en el cieno, para que se diera cuenta de lo que podía hacer. Dejó a Abraham que dijera una mentira, para dejarle ver en qué línea de su misma fe era más débil.
Pablo también dice que fue zarandeado durante un tiempo. «Antes estaba vivo sin la ley. Creía que era bueno». De repente, vino una gran prueba. No sé lo que fue, algo que hirió el orgullo de Pablo. Ya sabes lo que pasa cuando alguien viene y toca tu amor propio. Dices: «No, eso no». Y Dios ha venido y te ha forzado a hacerlo.
«Vino el mandamiento y el pecado revivió y yo morí» (Rom. 7:9). Esto le hizo peor. En el mismo momento en que Pablo vio que era necesario hacerlo, lo aborreció más que antes. Halló que su corazón era tan débil y rebelde que dio un gran suspiro de desesperación; luego, murió, y Dios le levantó a una vida mejor en Cristo y por medio de Cristo.
No tengo tiempo para insistir en esta idea. El propósito de Dios al tratarnos así es mostrarnos lo perversos que son nuestros corazones y cuánto necesitamos el poder del Espíritu Santo en nosotros, pues de lo contrario fracasaremos en las cosas que queremos hacer.
La figura de Jesús
Y así llegamos a la tercera lección de la ley. Ha mostrado a la gente lo que Dios es, que él no rebaja su medida, y lo corrompidos que eran ellos, y lo cierto que era que ellos obrarían mal en sus propias fuerzas. Lo segundo era que había que mostrarles la figura de Jesús y enseñarles lo que él era.
Desde el momento en que el pueblo quebrantó la ley, Dios emprendió la obra de mostrarles que había Uno que había de venir, que guardaría la ley –un hombre como ellos mismos– y que este Hombre glorioso sería el fin de la ley para justicia. Él se ofrecería como sustituto y expiaría los pecados de ellos. Llevaría la ira del Sinaí que ellos merecían, los salvaría de la maldición de la ley, y una vez hecho esto, se pondría manos a la obra para enseñarles a obedecer la ley. Pondría la ley en sus corazones y los capacitaría para guardarla. Es más, y mejor que esto, él descendería a sus corazones y viviría allí, y viviendo allí, los guardaría. Sería su justicia, su sabiduría, su vida.
Un nuevo corazón
Él me perdona por haber quebrantado la ley. Luego viene a mí y me capacita para guardar la ley. No solo quita de en medio mi error, sino que dice: «Ahora voy a anularlo. Todo queda perdonado. Yo he sufrido; todo está resuelto. Y ahora, juntos, emprendamos la marcha y a obrar rectamente. Vendré a ti yo mismo. Pondré mi Espíritu en ti. Escribiré mi ley allí; haré que la ames; pondré el deseo allí de modo que será natural. Haré que brote en tu pecho».
«Os daré también un corazón nuevo, y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y guardéis mis ordenanzas, y las pongáis por obra» (Ez. 36:26-27).
Y así recibieron una nueva ley. Moisés rompió las tablas de los Diez Mandamientos al bajar del Sinaí, desanimado al ver el pueblo, pero me alegro que se rompieran las tablas. Dios dio otra ley mejor. «Moisés, sube otra vez. Te daré otra ley. Pero no voy a confiártela para que la guardes. La pondré en el arca del pacto». Después, la ley estaba en el arca. De la misma forma, Cristo guarda la ley en su corazón, y la pone en nuestros corazones, para que amemos aquello que antes aborrecíamos.
¡Oh, corazones cansados! Hay algo que vendrá a ustedes y será una fuerza viva y una vida victoriosa. Es Cristo que mora en nosotros. Y así, en el Nuevo Testamento, el aniversario de la entrega de la ley fue transformado en Pentecostés. En el aniversario de aquel mismo día en que llegó la terrible palabra del cielo: «Haz esto, no hagas aquello», el Espíritu Santo descendió a los corazones de los hombres, y dijo: «Haré posible para ustedes el que guarden la ley», porque el Espíritu Santo es nuestra ley.
«Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom. 8:2). Ahora, entremos en este nuevo pacto, y dejemos que la cena del Señor sea el sello celestial. Porque no solo dice: «Pondré mi ley en sus corazones», sino que dice: «Seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo».
Un cuadro de triunfo
Y así cerramos con un cuadro de triunfo: «Porque no os habéis acercado al monte que se podía palpar… sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos» (Heb. 12:18, 22-23).
No desechemos al que amonesta en esta poderosa salvación, este Cristo obrando en nosotros; sino que, recibiendo un reino que no puede ser conmovido, un reino de gracia y de poder, tengamos gracia, no en nuestros propios esfuerzos, sino la gracia que nos capacita para servir a Dios con reverencia y santo temor.
Dios no nos dice: «Hagan todo lo que puedan», sino «teniendo la gracia de Dios, háganlo», y nos guardará y hará que nos sea posible apropiarnos su santidad y amor.
Que no nos asusten las palabras: «Nuestro Dios es fuego consumidor». El oro no teme al fuego. Un papel sí; pero el oro dice: «Ven, no puedes causarme daño». El papel se quema. El oro se vuelve más brillante. ¡Sigue ardiendo, pues, oh llama celestial!
Condensado de Símbolos Divinos, cap. 14.