Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico; con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.
Las eras de ladrillos de Egipto
En los pasajes de Éxodo 1:13-14 y Éxodo 5:6-19, podemos ver el cuadro que Dios nos ha dado de la amarga servidumbre de su antiguo pueblo, que es el tipo de la estricta esclavitud del pecado y de Satanás. La tierra que había sido su asilo al principio, se había transformado en un horno ardiente y un lugar de opresión.
A lo largo de los siglos siguientes, las palabras: «Yo soy Jehová tu Dios que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre», han sido el cuadro más vívido de nuestra redención del poder de Satanás y de este presente mundo malo.
Para nosotros, como para ellos, todo empezó en una escena de inocencia y bendición. Pero pronto se levantó otro rey, sobre el que había sido antes un Edén santo y feliz, y el príncipe de este mundo tiene hoy a sus cautivos en una esclavitud más completa y servil y una servidumbre más degradante que aquella que Israel conoció bajo Faraón.
Las eras de ladrillos de Zoan son símbolos apropiados de algunos de sus rigores. El mismo material del ladrillo nos sugiere la idea de lo terrenal y lo perecedero. El símbolo de la obra permanente de Dios no es ladrillo, sino piedra. La casa celestial está fundada sobre la roca, y su material son piedras vivas. Pero las casas de Egipto y Babilonia están hechas de arcilla, y simbolizan todo lo que pertenece a este mundo malo. Aquel que sigue a Mamón emplea toda su fuerza en edificar una casa que se va a desmoronar en polvo, como él mismo, dentro de poco tiempo.
La agravación de esta servidumbre, sin embargo, fue que el opresor exigiera tareas más severas, sin suplir los materiales y recursos. Esto es exactamente lo que hace Satanás con todas sus víctimas – exigir que hagan ladrillo sin paja.
Él es el gran capataz de una mala conciencia, y disfruta poniendo sobre el corazón turbado el yugo de la ley, con la misma alegría con que él rompe sus obligaciones. Uno de sus métodos favoritos para aplastar a sus víctimas es exigirles una justicia imposible, para luego acusarlos, condenarlos y hostigarlos hasta la desesperación, porque no la han cumplido, aunque él sabe muy bien que ellos son completamente incapaces de hacerlo.
Qué espantosa es la esclavitud de un alma consciente de su pecado y sus deficiencias, que está deseando constantemente obrar mejor, y realmente se lanza a mil resoluciones y propósitos de hacer lo bueno, pero no obstante se va hundiendo más y más en la cautividad de la corrupción, fustigado a cada paso por la vara cruel de una conciencia que acusa y por un remordimiento desesperado.
Y qué diferente es el dulce señorío de Cristo, que no manda nada sin dar el poder para cumplirlo, y que dice al mundo abatido y abrumado por el pecado: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil y liviana mi carga».
La figura llega a su punto culminante cuando se añade que el salario de este trabajo era literalmente la muerte. El cruel decreto no solo exigía que la raza fuera aplastada y postrada por estas demandas severas, sino que debía al final extinguirse, al decidir aplicar un cruel destino sobre todo hijo varón.
Del mismo modo, nuestro duro capataz no solo requiere nuestro servicio, sino que ha decidido exterminarnos. No hay nada, excepto la sangre de nuestra alma, que satisfaga su odio y maldad. No está satisfecho con nuestra muerte física, sino que nos azota con una herida y nos abate con una muerte que son eternas.
¡Qué necios son los hombres! Están edificando lo que ellos creen ciudades de tesoros; pero, como lo acumulado por los antiguos Ramsés, pasan a manos de otros, y los que se afanan van a la tumba eterna. «La paga del pecado es muerte; pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro».
La cruel servidumbre es inexorable. Faraón no tenía intención de soltar a sus cautivos. Amañó una componenda y consintió en que fueran unos días al desierto para adorar a Dios, pero no deberían ir más lejos. En todo caso, no debían salir de Egipto; y aun así, debían dejar su ganado y sus hijos como rehenes.
El mundo retiene así a los suyos. No se opone a un poco de religión, mientras no nos separemos de él o vayamos demasiado lejos de sus prácticas y espíritu. Y, al igual que Faraón, siempre insiste en tener a su disposición nuestra familia y nuestras posesiones.
Cuando Satanás no tiene todo el corazón de alguno, por lo menos controla gran parte de su capital, incluso de los que profesan ser hijos de Dios. Los mismos padres que no se atreverían a permitirse asociaciones dudosas y placeres frívolos permiten a sus hijos que disfruten del mundo sin cortapisa alguna.
Es una bendición que Dios haga la servidumbre tan amarga, para que su pueblo acabe dándose cuenta de su significado y clame pidiendo liberación, como Israel. Como el de ellos, aquel clamor recibirá respuesta, no solo en la misericordia de Dios, sino también en un aumento de la severidad de las pruebas.
Cuanto más próxima sea la hora de la liberación, más tremendo va a ser el calor en el horno. Y así es, con frecuencia, que en las mismas profundidades de la desesperación, viene la mañana, y el libertador viene con ella. «Cuando ellos doblan el número de ladrillos, entonces viene Moisés», es el proverbio en que la triste historia de Israel se cristaliza la esperanza; y muchas almas han visto que es verdad en la experiencia de la salvación o la liberación providencial.
Detengámonos un momento y preguntémonos qué significa todo esto para nosotros. ¿Nos hallamos en las eras de ladrillos de Egipto o en las tiendas libres y felices de los redimidos? ¿Estamos edificando una casa de arena que se derrumbará dentro de poco, o estamos edificando no solo la roca, sino con materiales valiosos e indestructibles como oro, plata y piedras preciosas, que no solo van a resistir la prueba, sino que resplandecerán más en las llamas del último día?
¿Estamos sirviendo a un amo cruel, el mundo, que nos engaña con sus hermosas promesas y que nos hace creer que nos edificamos palacios y luego los hace desaparecer ante nuestra vista, para repetir el engaño de las promesas del mundo en las vidas de los que vienen detrás de nosotros?
¿Somos los esclavos desgraciados de un tirano que no solo agota nuestra fuerza para sus fines egoístas, sino que nos va aplastando inexorablemente a una muerte eterna; y ha decidido no solo destruir nuestras vidas sino también devorar nuestras almas inmortales?
¿O estamos bajo la servidumbre de una mala conciencia y una ley que no puede salvar ni santificarnos, malgastando nuestras vidas y fuerza en esfuerzos vanos de guardar nuestras resoluciones y reformar nuestras vidas, vencer nuestras pasiones y cumplir las exigencias de esta ley que nos hace hundir más y más en la desesperación y la impotencia en cada fracaso?
Bendito sea Dios, porque se ha acercado para nosotros la hora de la redención. Los rigores de nuestra esclavitud son los últimos esfuerzos frenéticos del tirano que quiere retenernos. El gran Libertador ha venido para vendar a los de corazón quebrantado, predicar libertad a los cautivos, a soltar a los oprimidos y librarnos del poder de las tinieblas y trasladarnos al reino de su amado Hijo.
Reconozcamos nuestra verdadera condición; pongámonos a su lado en contra del opresor; no rehusemos oírle, como hicieron los israelitas con Moisés; elevemos nuestro clamor al cielo, y la respuesta ya la tenemos. «El clamor de los hijos de Israel que ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen». «He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus opresores, porque conozco sus aflicciones; y he venido para librarlos».
Las diez plagas
El primer estadio de la liberación de Israel fue el juicio de Dios sobre sus opresores. Y las plagas de Egipto son tipos de la forma en que trata Dios a sus adversarios espirituales en la gran obra de la redención, tanto en su principio como en su consumación final.
Ya hemos visto el principio de la salvación por destrucción ilustrado vívidamente en la historia del diluvio, en que Noé y su familia fueron salvados por el agua. La destrucción de Faraón es una ilustración similar del mismo principio. Las diez plagas de Egipto iban dirigidas no contra las personas y la propiedad del rey de la nación, sino de modo especial contra los dioses demónicos y el naturalismo deificado de la tierra. «Contra todos los dioses de Egipto», dice Dios, «ejecutaré juicio».
Las diez plagas sucesivas que llenaron el río de sangre, y la tierra de enjambres de ranas, moscas, langostas; que hirieron el ganado con enfermedades, los campos con granizo y fuego, el cielo de oscuridad y los hogares de Egipto, finalmente, con la muerte, no solo fueron muestras del desagrado de Dios contra el pueblo corrupto y el tirano malvado, sino un golpe más directo y fatal al que era el verdadero señor de Egipto: el príncipe de la potestad del aire, el gobernador de las naciones impías de la tierra, y el dios de este mundo.
El Nilo, los ganados, los escarabajos, los rebaños, el sol y el mismo rey, todos ellos eran representantes del divino principio y objetos de adoración idolátrica. Y todos ellos fueron heridos en el juicio implacable por la mano del cielo, para que Egipto supiera que no eran sino fraudes de una religión falsa e imitaciones del Dios verdadero, que iba a engrandecerse en la redención y la historia del pueblo escogido.
Estas plagas prefiguraron los juicios que empezaron a caer sobre la cabeza de Satanás en el ministerio terrenal del Señor Jesús, y que han de alcanzar su cima en las plagas del juicio del último día.
Las tres primeras cayeron sobre Israel y sobre los egipcios, implicando con ello hasta cierto punto que el pueblo de Dios compartía los sufrimientos y la retribución que su pecado había traído sobre la tierra. Pero las siete últimas fueron confinadas exclusivamente a los egipcios y parecen contener una profecía, o por lo menos una prefiguración de las siete última plagas que, dentro de poco, han de llenar la copa de las calamidades de la tierra y preceder de modo inmediato el advenimiento personal del Señor Jesucristo (Apocalipsis 16).
El fin de Faraón en el Mar Rojo es el tipo del derrocamiento final de Satanás y de sus agentes en la tierra, al introducirse el reino milenial de Cristo. No siempre el derecho se hallará en la horca y la injusticia en el trono. «El que ha de venir vendrá, y no tardará». «Los malvados impostores irán de mal en peor…». «Porque no reposará la vara de la impiedad sobre la heredad de los justos» (Salmo 125:3).
Ya ha sido afilada la espada y forjada la cadena que van a derribar y apresar al tirano de los siglos, y pronto se oirá el clamor: «El acusador de nuestros hermanos ha sido derribado… Regocijaos, oh cielos, y los que moráis en ellos». «Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina».
Como en la lejana orilla del mar egipcio cantan el cántico de Moisés, terminarán con un gran coro mayor aún, y cantarán el cántico de Moisés y el cántico del Cordero delante del mar de vidrio, diciendo: «Grandes y maravillosas son tus obras, señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos. ¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? Pues solo tú eres santo; por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus juicios se han manifestado» (Apoc. 15:3-5).