El verdadero servicio a Dios procede de uno que ha sido quitado de en medio para que sólo se vea Cristo.
Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará”.
– Juan 12:26.
Las palabras del Señor Jesús dichas en esta ocasión, son extremadamente preciosas y alentadoras para cuantos aspiran a servirle y agradarle. Servir al Señor, seguirle, estar junto a Él y ser honrado por el Padre, es todo cuanto un siervo de Dios puede aspirar.
Ahora bien, el capítulo 12 del evangelio de Juan tiene su punto más alto cuando el Señor Jesús declara: “…si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere lleva mucho fruto”. Es en este contexto que habla del servicio que le honrará, pues como podemos observar en el versículo 25, el Señor deja muy claro que quien ama su vida, la perderá. Antes de servir al Señor, debemos partir por aborrecer nuestra propia vida. En el versículo 24 Jesús habla de su propia muerte; en el versículo 25 habla de la muerte de quienes pretenden servirle.
La fuente de la energía
El punto de mayor importancia es la “fuente” de la energía de nuestro servicio, porque podemos servir partiendo de “nosotros mismos”, en tal caso el resultado será muerte y fracaso. Pero, si primero experimentamos la muerte de Jesús, nuestro servicio será en el poder de su resurrección.
El apóstol Pablo aclara muy bien este punto en Filipenses 3:3 cuando dice que en espíritu servimos a Dios, no teniendo confianza en la carne. La confianza en la carne es un gran obstáculo para el servicio al Señor. Muchos cristianos parecen ignorar la naturaleza depravada del hombre y piensan que Cristo murió tan sólo por sus pecados, por librarlo de sus ataduras, sus vicios, sus enfermedades y fracasos; en fin, por todo cuanto “nosotros” consideramos malo o negativo.
Es muy común oír a los hermanos orar pidiendo al Señor “que quite todo lo malo que hay en ellos”. Tal declaración presupone que el Señor no debe “tocar” lo que consideramos bueno de nosotros mismos. Quizás se piensa que lo “bueno nuestro” le sirve a Dios y que se deberían premiar nuestras bondades y buenas ideas junto con nuestras loables buenas intenciones. Poco se oye hablar en los ambientes cristianos de un juicio severo a la carne con todas sus bondades y falencias.
¿Cuántos cristianos están orando que el Señor les libre de sí mismos para que sólo viva Cristo en ellos? Ya es tiempo que aparezca en la tierra una generación de creyentes que se levanten en juicio contra sí mismos, que como Job exclamen: “¡Me aborrezco y me arrepiento en polvo y ceniza! Porque ahora mis ojos te ven!” (Job 42:5-6). O que, como Pablo, consideren como estiércol todo cuanto ante su propio juicio era considerado como “ganancia” (Fil. 3:7).
Durante toda la historia de la iglesia, el testimonio de nuestro Señor Jesucristo ha sufrido pérdida a causa de este tipo de servicio tan deficiente, tan de la carne, tan del hombre. Si tenemos como doctrina que Cristo sólo murió por nuestros pecados, sin la prístina revelación de que Él murió “por nosotros”, es decir, por nuestras “vidas” integralmente, entonces todo el panorama de la vida y servicio cristianos se nos desfigura. Pues, si creemos que Cristo murió tan sólo por nuestros pecados, entonces podríamos asumir que el resto de nuestra persona –especialmente lo que consideramos bueno en nosotros mismos– queda todo en pie y que, por lo tanto, podría ser de mucha utilidad en la obra de Dios.
Tal pensamiento es en extremo nefasto, dañino y peligroso. Basta una pequeña mirada al cristianismo deforme, dividido, idólatra y hereje que hemos heredado. Todas las divisiones de los cristianos se han basado en la defensa de buenas intenciones que no eran la voluntad de Dios – la cual siempre será que seamos uno. Muchas buenas ideas nacidas en intereses humanos han terminado causando estragos en la casa de Dios. A veces hemos considerado que seguir a un buen líder podrá ser positivo para la causa cristiana y con ello ignoramos el principio del Cuerpo y de la pluralidad en el gobierno de la iglesia y del ministerio.
Esta falta de contrapeso entre los líderes muchas veces ha terminado en vergonzosos escándalos, como cuando un líder, generalmente rotulado como “el siervo”, toma el control absoluto de la iglesia y la manipula a su antojo. Esto se ha visto repetido muchas veces en la historia lejana y reciente de la iglesia alrededor del mundo. Todo el sombrío ejemplo que acabamos de describir, generalmente tuvo un inicio muy bien intencionado con una fuerte dosis de ingenuidad y de confianza en los dones naturales de un hombre en particular, acompañado de la más crasa ignorancia acerca de la operación subjetiva de la cruz en el alma de los hombres de Dios. Muchos de los actuales ministerios que concentran masas de cristianos en grandes estadios tienen el peligro de “endiosar” al hombre, exaltando su figura por sus dones y habilidades naturales, sin que Cristo resulte de verdad exaltado. Lamentablemente, muchos ya han caído en tal desgracia con el consecuente desaliento de los más pequeños.
El camino de la cruz
El contexto de esta palabra de Juan 12, muestra al Señor Jesús luego de ser aclamado por una multitud ignorante, entusiasmada con el milagro que había hecho en la vida de Lázaro. Esto se ve claramente en los versículos 16 y 34. Los discípulos no entendían estas cosas y, por otro lado, la gente preguntó: “¿Quién es este Hijo del Hombre?”. Si a esto le sumamos la intención de “ciertos griegos” de ver a Jesús, resulta comprensible que el Señor haya tenido que poner las cosas en su lugar declarando sobre qué bases él podría recibir un servicio a su Nombre. Si el Señor hubiese estado buscando hacerse popular en el mundo, ésta era la ocasión precisa. Judíos y griegos estaban prontos a seguirle y aclamarle, pero tal aplauso habría sido tan efímero como el que reciben los famosos de este mundo.
Entonces, nuestro bendito Señor Jesucristo, ante la turbación que momentáneamente sacude su alma, se aferra del Padre. La única persona que podía comprenderlo y socorrerlo en ese instante, no estaba en la tierra, sino en el trono, en las alturas. “¡Padre, glorifica tu nombre!”, y la respuesta desde el cielo no se tarda (les pareció como un trueno a quienes oyeron aquella voz). El socorro vino de inmediato, el rumbo ya estaba trazado, ninguna tentación de popularidad humana podría alterarlo: el Hijo del Hombre debía seguir su camino a la cruz. Como un grano de trigo debía caer en tierra, para resucitar con mucho fruto, fruto verdadero y perdurable.
De la misma manera, el fruto verdadero y perdurable de todos cuantos pretenden servir al Dios vivo y verdadero está más acá de la cruz. Sólo aquellos que llegan a experimentar la agonía de sus atributos naturales hasta exclamar como Pablo: “¡Miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”, estarán más cerca de cumplir la demanda del Señor: “el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará”.
Esta es la calidad de siervos que está buscando el Señor; los que en su corazón están diciendo: “No mi vida, Señor, sino la tuya, porque la mía es inútil, está corrompida; aun lo “bueno” mío, por el sólo hecho de ser mío, no glorificará tu Nombre; siempre lo mío aspirará a ser reconocido y quedarse aunque sea con un poquito de tu gloria, pero tu celo no permitirá esto. Por tanto, Padre, glorifica tu Nombre. Que el carácter y la vida de tu Hijo se manifiesten a través de este vaso, y que toda la gloria sea tuya”.
Que aprendamos a orar pidiendo ser librados de nosotros mismos y que el Señor libre a todos sus siervos de ellos mismos. Cuando lleguemos a expresar esto de todo corazón, habremos avanzado un paso más adelante en la consagración y en el servicio a Dios, pues no es suficientemente profundo orar sólo por ser librados de los pecados manifiestos, de las tentaciones morales y de todo lo “malo” a nuestros ojos. Si llegamos a asumir que lo “bueno” nuestro podría llegar a ser aun más nocivo para la obra de Dios, recién habremos dado de verdad un paso adelante en la restauración de la iglesia y del desarrollo del propósito de Dios en medio de nuestros tiempos.