Tres pasajes del evangelio de Marcos nos ilustran acerca de la necesidad de servir.
No reinar, sino servir
Juan y Jacobo, discípulos de Jesús, se acercan al Señor. Ellos traen una petición importante. Ellos quieren sentarse uno a la derecha y el otro a la izquierda del Señor en su reino. El Señor les dice que ellos no saben lo que piden, que, si bien podrán beber del vaso que Él bebe y ser bautizados en su bautismo, el sentarse a su derecha y a su izquierda no es algo que Él pueda otorgarlo.
Luego, al ver la disputa que tal petición ha despertado en los demás, el Señor les dice: «El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor (‘diákono’), y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo (‘esclavo’) de todos» (Marcos 10:43-44). La petición de los dos discípulos acaba en un llamamiento al servicio. Ellos buscaban honra; pero el Señor les presenta la necesidad de servir.
Las pretensiones de grandeza o de liderazgo acaban en la posición de menor honra humana. Es casi como un castigo: si ansías ser grande, sé servidor de los demás; si quieres ser el primero, sé esclavo de los otros.
En el pasaje análogo de Lucas 22: 24-30, la disputa fue sobre quién de ellos sería el mayor. En esta ocasión el Señor también concluye con una enseñanza similar: «Sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve» (v. 26).
Las aspiraciones de grandeza de sus discípulos fueron severamente contrarrestados con un llamado a la humildad y al servicio. Sea que la ambición fuere sentarse en un lugar de honor en el reino, sea la de ser el mayor aquí ahora, la respuesta es la misma: hoy es preciso servir. Las honras de mañana, así como las honras presentes no corresponden a un hijo de Dios en este tiempo, ni deben ser su preocupación.
Hoy tenemos la mano sobre el arado, no la corona sobre la cabeza. Hoy tomamos la toalla y el lebrillo para servir a nuestros hermanos. No estamos sentados a la mesa, sino corremos de un lado para otro, porque estamos sirviendo.
Desatad el pollino
El Señor está viviendo sus últimos días como siervo en la tierra. Se acerca a Jerusalén, y envía a dos discípulos a una aldea cercana para que le traigan un pollino. El Señor les da instrucciones precisas: «Si alguien os dijere: ¿Por qué hacéis eso? Decid que el Señor lo necesita…» (Marcos 11:3).
¡Es tan curioso y aleccionador el hecho que el Señor haya necesitado de un pollino! Por unas horas, ese animal «hijo de animal de carga» cumplió una función en el ministerio del Señor. ¡Jesús necesitó de un pollino! … Un animal común y sin atractivo alguno. Un animal que ningún general hubiera usado para una revista militar, fue requerido por el Señor de los señores. Este pollino tenía toda la pujanza y el brío de quien nunca había sido montado. Pudo haber resistido. Pero él se dejó llevar, y aceptó ser montado.
Nosotros tenemos más de alguna semejanza con este pollino. Al igual que él, somos hijos de animal de carga, pues procedemos de una raza caída, cansada y trabajada, sin horizonte, pues el pecado nos separó de Dios. Al igual que él, también estuvimos mucho tiempo atados, sin ninguna posibilidad de prestar servicio alguno, ni menos ser considerados para servir a Dios.
Sin embargo, el Señor un día dijo: «Desatad el pollino», y luego agregó: «Decid que el Señor lo necesita». Esas palabras no sólo fueron dichas para referirse a aquél pollino: también nos alcanzaron a nosotros, y entonces quedamos libres. ¡Qué honra más grande! Tan insólito es que podamos servirle, como insólito fue el que un pollino pudiera servir al Señor aquél día en Jerusalén. Si algún hijo de Dios está todavía atado, sepa que el Señor ya lo hizo libre y que Él lo requiere. El tiempo de la esclavitud ya pasó, ahora es tiempo de ponerse a disposición para que el Rey lo ocupe.
El Señor Jesús desea ser llevado por nosotros. Ser cargado por nosotros. ¿Nos negaremos? ¡Oh, no seamos necios! ¡Es toda nuestra gloria!
Frutos, no apariencia
Ha pasado un día desde la entrada triunfal del Señor en Jerusalén. El Señor va saliendo ahora de Betania, y tiene hambre. Entonces ve una higuera, pero no encuentra en ella frutos, sino hojas. Entonces el Señor la maldice, aunque no es tiempo de higos. (Marcos 11:12-14).
Este pasaje ha sido interpretado de diversas formas. Todas ellas, sin duda, tienen su valor y aplicación. Pero veamos qué nos dice a nosotros hoy.
Las hojas dan un buen aspecto a un árbol. Ellas conforman un follaje atractivo a la vista. Puede ser tan agradable que un pintor se inspire en ella para crear un gran cuadro. O puede ser motivo para que un poeta escriba un maravilloso poema. Pero en la hora que se tiene hambre, de nada sirven las hojas. La higuera llena de hojas, pero sin fruto, es una vida con una religiosidad externa, sin vida interior.
La vida cristiana puede transformarse a veces en un asunto decorativo, en una expresión farisaica de moral y buenas costumbres, o de una correcta enseñanza ‘formal’ para los hijos. Puede ser una sana costumbre, o una tradición transmitida de padres a hijos, pero si sólo es eso, es como una higuera con hojas, pero sin higos.
La función primordial de la higuera es alimentar, así como la de la sal es salar, y la de la luz, alumbrar. La función primordial del cristiano es dar fruto para Dios: «Os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Juan 15:16).
El cristiano no sólo debe dar fruto ocasionalmente (como la higuera), sino en todo tiempo. Eso es lo que nos dice el hecho de que el Señor haya maldecido la higuera pese a que no era tiempo de higos.
¿Hojas o higos? ¿Apariencia u obras de verdadera justicia? Este episodio de la higuera nos enseña también que hay hambre espiritual, que hay necesidades que atender. En tal caso, de nada sirve un cristianismo estético, inútil, sino uno eminentemente práctico.