¿Por qué el servicio espiritual va precedido de una espera, a nuestro parecer demasiado larga? ¿Por qué no nos es dado llevar fruto espiritual apenas intentamos servir a Dios?
Cuando nos consagramos a Dios, normalmente queremos salir rápidamente a prestar un servicio espiritual; pero usualmente ese primer intento es fallido. ¿Por qué? Porque desconocemos la corrupción de nuestra carne y su imposibilidad de servir a Dios. Entonces Dios nos conducirá por una experiencia clave que nos permitirá conocernos y conocerle de verdad a él. Antes de poder ocupar a un hombre, Dios se asegura de que esté habilitado para hacerlo, que la fuerza utilizada en ese servicio y el fruto producido serán de Dios.
En el Antiguo Testamento hay un episodio en la vida de Israel que ilustra esto (Núm. 17). Después de la rebelión de Coré, Dios prescribe una forma de demostrar quiénes en Israel tenían el ministerio y quiénes no. Ordena a Moisés que tome una vara por cada tribu y la presente delante del tabernáculo. Todas las varas estaban secas, sin vida. «Florecerá la vara del que yo escoja», dijo el Señor.
Así también es en nuestro caso. Cuando nos consagramos, ofrecemos nuestra vara ante el Señor (no ante una causa humana, por buena que sea, sino al Señor). Pero esta vara está muerta, porque nosotros estamos imposibilitados de prestar un servicio espiritual. Cada vara lleva nuestro nombre (porque la consagración es personal), y la oscuridad y silencio de la larga noche indica que en nosotros no hay vida. Toda esperanza en nosotros mismos se desvanece.
Recién a la mañana, la vara de Aarón, de la tribu de Leví, floreció. Dios hizo un milagro en esa vara, pues no solo reverdeció, sino que floreció y dio frutos. Eso demostraba que Aarón tenía el ministerio en el santuario. Este servicio no procedía de las habilidades de Aarón sino de la vida de resurrección otorgada por Dios.
¿Quién puede producir vida sino Dios? ¿Quién puede salir de la muerte sino Cristo resucitado? Lo que podemos hacer sin haber pasado por aquella larga noche, es nuestro, y no tiene valor espiritual. Es preciso que lo nuestro muera, y que Dios saque vida de esa muerte para poder servirle. La espera representa, entonces, la muerte de lo nuestro, hasta que llegue la mañana de la resurrección. En esa noche nos damos cuenta que nosotros no podemos.
Toda nuestra buena opinión de nosotros mismos cae estrepitosamente. Nuestros sueños de grandeza se disipan. Nuestra vanidad personal es puesta severamente en jaque. Todo lo que intentamos hacer para Dios fracasa. En vez de bendecir, causamos dolores y confusión. Nos enemistamos con los hombres, y desagradamos a Dios. Hay confusión, desconcierto. Llegamos a desesperar.
Pero entonces, desde el fondo de nuestra alma, se eleva un clamor desesperado. Pedimos misericordia; rogamos que la mano de Dios nos toque y nos vivifique. No hay ya esperanza en nosotros. Y entonces Dios, que es rico en misericordia, nos sana de nuestro grave mal y nos levanta a la vida, una vida nueva. Ahora podemos servirle en el espíritu.
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