Porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo».
– 1 Pedro 1:16.
No es novedad para nadie el hecho de que Dios sea santo. No solamente eso, en las palabras de los serafines, el Señor Jehová de los ejércitos es santo, santo, santo. Pero puede causar sorpresa que Dios ordene a los de su pueblo que sean santos. Si creemos que eso es imposible, las razones pueden ser dos.
En primer lugar, si nuestros ojos espirituales están puestos sobre nuestra capacidad y devoción al Señor, entonces seguramente afirmaremos que es totalmente imposible tornarnos santos. De hecho, «para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios» (Mar. 10:27). Es de fundamental importancia percibir que la santificación de un pecador solamente es posible «porque yo Jehová soy vuestro Dios … Yo Jehová que os santifico» (Lev. 20:7-8) y, además, «la voluntad de Dios es vuestra santificación» (1 Tes. 4:3). Pero nuestra incredulidad es un obstáculo concreto.
En segundo lugar, es posible que tengamos conceptos equivocados de lo que significa ser santo. Antes de considerar uno de los aspectos importantes sobre santidad, es importante entender lo que no es ser santo.
Una persona santa no es alguien que no peca. Mientras vivamos en este cuerpo corruptible no estaremos libres de la presencia del pecado y «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Jn. 1:8). Los que aman al Señor aborrecen al pecado, pero también pecan. Mas gracias a Dios por Jesucristo, Señor nuestro, porque «si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9).
Una persona santa no es alguien que, poco a poco y con mucho esfuerzo, intenta mejorar su vieja naturaleza. «Lo que es nacido de la carne, carne es» y «la carne para nada aprovecha» (Jn. 3:6; 6:63). Cuando Dios nos santifica, él no aprovecha nada nuestro, él no perfecciona lo que está contaminado por el pecado, sino que se deshace de lo viejo y en su lugar coloca algo suyo, algo perfecto y eterno.
«Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis míos» (Lev. 20:26). En este versículo claramente vemos que ser santo es ser separado por Dios y para Dios. El Señor nos llama a una vida separada para él. Separación para Dios es santidad.
Es curioso que prácticamente todo el concepto de santidad en la Biblia se encuentre en el Pentateuco, después de la travesía del Mar Rojo. Usando muchos versículos de los libros de Éxodo y Levítico, el Espíritu Santo nos enseña lo que es ser santo. En los demás libros de la Biblia poco se añade a la enseñanza sobre la santidad. La gran excepción es la revelación de que el Señor Jesús es el Santo de Dios (Mar. 1:24). Eso sugiere que la santificación es algo que debe ser aprendido al inicio de nuestra jornada cristiana.
En Cristo fuimos santificados, fuimos separados para Dios de una vez para siempre. Debemos prontamente permitir que Dios manifieste esa realidad eterna y consumada en nuestra experiencia diaria. ¡Con confianza y fe en él, proclamemos: somos santos, porque él es santo!
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