Para ser llenos del Espíritu hay que seguir al Señor, tomando la cruz.
Lecturas: Lucas 4:18-19; Hechos 2:1-4.
El día de Pentecostés, como bien saben muchos de ustedes, era una fiesta de cosecha en Israel, un tiempo en que el pueblo entero se preparaba para guardar los granos de cebada y de trigo, y colocar al sol los frutos como los higos, las uvas.
El Pentecostés era una fiesta muy alegre. Tenía el significado de aprovisionamiento, de llenura. Cuando llegó el día de Pentecostés, la casa se llenó de la gloria del Señor. Y todos los que estaban en la casa fueron llenos del Espíritu Santo. El Pentecostés físico, de la cosecha, de los frutos, de guardar la abundancia, es un símbolo de esta fiesta espiritual, cuando vino desde el cielo la promesa del Espíritu Santo, que pone fin a un tiempo de escasez, que pone fin a un periodo de la historia donde el pueblo pensaba que Dios, algún día, iba a intervenir en la historia.
Este pensamiento se llama ‘pensamiento apocalíptico’. El pensamiento predominante en Israel era el pensamiento apocalíptico, era pensar que Dios se olvidó del ser humano, que el justo sufre penalidades, que no hay explicación para el dolor humano, y que escasea la felicidad. Y el autor del Eclesiastés, dirá: «¿Qué provecho tiene vivir debajo del sol?», y encontrará que todo es vanidad – aunque el pensamiento apocalíptico se desarrolla un poco más tarde, unos doscientos años antes de Cristo.
Siendo éste un pensamiento general en la cultura hebrea, este pensamiento, de alguna manera, también estaba en los discípulos. Ellos le preguntan a Jesús: «Señor, ¿cuándo será el fin?». Porque la idea es esperar el fin de la escasez, el fin del sufrimiento, el fin del abandono, el fin del dolor sin sentido, el fin de lo absurdo. Va a llegar un día en que Dios va intervenir en la historia. Entonces, los discípulos quieren saber cuándo será ese día, cuándo será restaurado el Reino en Israel. Porque ese día Dios terminará con nuestras penurias, con nuestras tristezas, con nuestras pobrezas.
Pentecostés, el Pentecostés de la cosecha, el Pentecostés terrenal, el Pentecostés de los judíos, tiene una similitud con el Pentecostés espiritual, el día en que el Espíritu Santo vino a la tierra, al corazón de los redimidos, y precisamente a dar respuesta a esta esperanza mesiánica, a esta esperanza escatológica, a esta esperanza de que, al fin de los tiempos, Dios actuaría.
Y el fin de los tiempos llegó, porque cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo en semejanza de carne de pecado, para condenar el pecado en la carne. Y Dios vino en Jesucristo, e intervino verdaderamente en la historia, para poner fin a la sinrazón, al sinsentido de la vida, para poner fin al absurdo, para poner fin al vacío, para que venga un tiempo de llenura, un tiempo de plenitud, un tiempo de abundancia.
Vino el Espíritu Santo a poner fin a esa época de lo absurdo. Pero muchos no entendieron. Sólo los que recibieron el Espíritu entendieron las bendiciones del Pentecostés: el cambio profundo y radical, el nuevo sentido de la existencia humana, la nueva comprensión de lo que es Dios; que está presente, que no está ausente, Dios que ha venido en carne y sangre. Un misterio que no todos entendieron; sólo aquellos que recibieron el bendito Espíritu Santo, aquellos que fueron ungidos con la presencia del Espíritu pudieron percibir y experimentar en carne propia el salir de las tinieblas a la luz, el ser trasladados de la muerte a la vida. Un cambio radical, de una humanidad caída, a una humanidad salvada, redimida y restaurada por el poder de Dios. Las bendiciones del Nuevo Pacto, las bendiciones del Pentecostés, son innumerables.
Había un Pentecostés de pente-costeses, que se celebraba cada cincuenta años. Una vez al año, en el día cincuenta después de la pascua, se celebraba el Pentecostés; pero cada cincuenta años se celebraba el jubileo, que era una fiesta de Pentecostés grandiosa. Ese era un año que se esperaba también con un sentido apocalíptico. ‘Va a terminar el tiempo de la esclavitud. Los esclavos van a recuperar en aquel día su libertad. Los presos saldrán de las cárceles. Y las tierras, que habíamos perdido a causa de nuestras pobrezas y las dimos en arriendo, las vamos a recuperar’. Así que el jubileo era un tiempo de liberación, un tiempo de recuperación, un tiempo de sanidad, un tiempo de término de escasez y vacío, para experimentar un tiempo de recuperación y de llenura, un tiempo de plenitud.
Y, precisamente, era un Pentecostés de pentecosteses, cuando Jesús, en la aldea de Nazaret se levanta a leer el rollo del libro de Isaías, que decía que el Espíritu del Señor estaba sobre él, y había venido para pregonar el año agradable del Señor, el jubileo.Jubileo viene de júbilo; como jubilación, cuando la persona deja de trabajar, y se dedica a descansar.
Jubileo es júbilo, es alegría. Alegría, porque se acaba el tiempo del trato duro, el tiempo de la escasez, de la esclavitud y de la pobreza, y viene un tiempo de bendición. Jesús vino, trayendo este jubileo que dura hasta el día de hoy. Se inauguró en el mundo el tiempo del fin. Es verdad que habrá un tiempo del fin cuando venga el Señor trayendo su reino y su gloria, y cielos nuevos y tierra nueva. Pero el tiempo del fin, para los cristianos, comenzó el día que vino el Espíritu Santo.
Las cosas que se escribieron de los judíos, se escribieron para nosotros, para los que hemos alcanzado la consumación de los siglos. O sea, los cristianos del primer siglo estaban conscientes que en ellos había comenzado el tiempo del fin. El tiempo del fin, para nosotros, no es cuando venga el Señor ahora, aunque también tiene un sentido de fin; pero en el sentido que lo esperaban los judíos –el fin de los tiempos, la plenitud de los tiempos– llegó cuando vino el Espíritu Santo de Dios.
Amados hermanos y hermanas, el Pentecostés vino, y está presente hasta el día de hoy, y han pasado dos mil años, las bendiciones del Pentecostés, de la llenura, de la plenitud de Dios, de la plenitud de Cristo, la iglesia como cuerpo de Cristo, plenitud de Dios.
Note las palabras que utiliza Pablo en la epístola a los Colosenses, cuando dice que todas las cosas que fueron creadas son «de él, por él y para él», y nada existe sin él. Note las palabras absolutas, usando la palabra todo una y otra vez. Todo, lo que está en el cielo, lo que está en la tierra, todo, reunido a Cristo. Entonces, es tiempo de plenitud.
De tal manera que estamos absolutamente seguros, según las Escrituras, que estamos viviendo un tiempo de plenitud, que gozamos los poderes del siglo venidero; que el Espíritu de Dios, como primera bendición del Pentecostés, ha traído la vida del cielo a nuestros corazones. En aquellos tiempos de vacío, en aquellos tiempos de absurdo, en aquellos tiempos de la sinrazón de la existencia, nunca nadie tuvo la vida de Dios morando en su corazón.
Y de ahí que la Escritura dirá que Juan el Bautista, siendo el mayor de los profetas, el más pequeño de los del Reino es mayor que él, porque Juan nunca tuvo el Espíritu Santo morando dentro de él. Y cuando Juan compartió la palabra, nadie nació de nuevo, nadie fue regenerado por el Espíritu Santo. Pero hoy día, cualquiera de ustedes que predica a Cristo y logra que alguien se convierta al Señor, ha hecho un milagro más grande que los que hizo Juan.
¿Por qué no gozamos de la plenitud del Espíritu Santo?
Es verdad, hermanos, con toda humildad, tenemos que reconocer que esto es así. Entonces, la pregunta que cabe es: Si esta es la enseñanza de la Escritura, ¿por qué, en nuestra realidad práctica, no gozamos de la plenitud, de la llenura del Espíritu Santo?
Quiero decir algo. Las personas que recibieron la llenura del Espíritu Santo, primero, eran discípulos del Señor Jesús, y habían pagado un precio por vincularse con él. Lo habían dejado todo –sus trabajos, su familia, sus bienes–, y se habían abandonado en las manos del Señor, menospreciando aun sus propias vidas, para seguir al Señor Jesús hasta la muerte misma, tomando la cruz, obedeciendo el llamado de Jesús. «Ven y sígueme … Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo … Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo».
Las personas que estaban reunidas el día de Pentecostés habían cumplido este requisito de renunciar a sus propias vidas. Se habían vinculado con el Señor Jesucristo al punto de seguirlo por dondequiera que él iba. Los que siguen al Cordero son los que finalmente viven la experiencia de ser llenos del Espíritu Santo.
Ser llenos del Espíritu Santo, viene como un don, pero después de pagar un precio: el precio de la gracia, como dijo Dietrich Bonhoeffer, que es seguir a Cristo. No es fácil; seguir a Jesús implica la renuncia de nuestra propia vida. ¿Y a dónde lo vamos a seguir? No lo vamos a seguir a una sala de clases, a un seminario; no lo vamos a seguir a un templo para sentarnos a escucharlo.
A Jesús lo vamos a seguir en los distintos escenarios de la vida, donde recibiremos las más grandes lecciones, y donde vamos a experimentar los más radicales de los cambios que se necesitan. Entonces, Jesús va a llevar a los discípulos a la casa de un Simón, un fariseo, un hombre lleno de preconceptos, prejuicios culturales, religiosos, y allí va a comer con sus discípulos.
Y allí se va a producir un escenario vivencial, donde Jesús va a dar una exposición de la palabra, en vivo; no como quien enseña una doctrina bíblica, sino como quien descubre el corazón del ser humano. Y leerá los pensamientos de los fariseos, que murmuran y dicen: «Este no tiene idea con quién está tratando. ¡Si supiera!». Y Jesús le dice: «Simón, ¿ves a esta mujer? Desde que entré en tu casa, no ha cesado de llorar y enjugar con sus lágrimas mis pies. Y tú, cuando entré en tu casa, no me hiciste ninguna atención».
Y le cuenta la historia de un acre-edor a quien uno le debía quinientos denarios, y otro cien denarios, y él les perdonó la deuda a ambos. Y dice: «¿Quién estará más agradecido». Y Simón el fariseo responde: «Por supuesto, al que se le perdonó más». «Bien has dicho. Mujer, tus pecados te son perdonados».
Entonces, choque de cultura, choque de mentalidad, de pensamientos ancestrales, de estructuras mentales que se han formado con el tiempo. Si un hombre tocaba a una mujer, era contaminarse; si una mujer tocaba a un hombre, era contaminación. Y Jesús rompe estos esquemas y estos prejuicios de conceptos éticos que sólo son elucubraciones de la mente del hombre. Entonces, él echa por tierra esos prejuicios, y deja que una mujer lo toque, y lo adore. Entonces ellos dirán: «¿Quién es éste, que perdona pecados, si sólo Dios puede perdonar pecados?».
Ellos no saben que Dios está en Cristo, reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados. Dios está en Cristo, revelándose a sus discípulos. Ellos están siguiendo a Cristo, están aprendiendo de su Señor, contemplando una escena de la vida cotidiana, donde él está dando una tremenda enseñanza, no de la manera formal como un maestro enseña; de una manera única en su género, en que el Señor revela cosas profundas del corazón humano, donde la naturaleza humana y los prejuicios quedan expuestos ante la sabiduría del Señor.
Entonces, los discípulos van donde el Señor va, y están donde el Señor está. Y un día, él subió a un monte y se transfiguró delante de ellos. Y ante los discípulos sorprendidos, aparecen Moisés y Elías, y Pedro entonces dice apresuradamente: «Señor, bueno es que estemos aquí, y hagamos una enramada para ti, otra para Elías y otra para Moisés. Qué bueno sería que nos quedemos aquí».
Es muy normal que los discípulos, cada vez que el Señor les permite ver algo de su gloria, no quieran moverse de su presencia. Nos ocurre esto cuando estamos en los campamentos. Es como subir al monte, a la cumbre de la experiencia espiritual, donde el Señor nos sorprenderá con la revelación de su palabra, tocará nuestros corazones, nos llenará de su Espíritu, nos mostrará su gloria, y entonces, cuando nos vamos, nos despedimos llorando, porque hemos estado en la cumbre. No queremos volver al mundo, a la cotidianeidad. Queremos quedarnos aquí, en la presencia del Señor.
Llegará ese día cuando nunca más nos separaremos. Pero hoy estamos todavía en la tierra, y faltan lecciones que aprender. Entonces, el Señor llevará a los discípulos a otra experiencia, porque en el caminar por este mundo necesitamos muchas veces estar en su presencia y deleitarnos con su gloria, y contemplar su rostro. Lo vamos a necesitar muchas veces. Cada día necesitamos ser llenos del Espíritu; porque si fuiste lleno diez años atrás, eso ya no sirve mucho hoy día.
En seguir al Maestro paso a paso, estamos aprendiendo cada día algo nuevo. Entonces, después de esta experiencia suprema, de contemplar su gloria, al día siguiente, él lleva a los discípulos al valle, donde se encuentran con los endemoniados. Ahí está ese mundo que nosotros no queremos, ese mundo que nos incomoda, ese mundo pecador, enemigo de Dios, ese mundo que vive en tinieblas, ese mundo que nunca en su vida ha gustado un Pentecostés.
A ese mundo nos manda el Señor. Por eso que es alocada la proposición de Pedro, «Bueno es que nos quedemos aquí». El Señor dice que no es bueno, en el sentido de que no podemos estar toda la vida en una actitud pasiva, de quietismo, como si la única misión de la iglesia fuera contemplar al Señor.
Es glorioso contemplar al Señor, pero lo que viene después es ir a donde están los endemoniados, los drogadictos, los pecadores, donde está ese mundo del cual nos hemos apartado, casi olvidándonos de él. Es verdad que para poder ir a ese mundo, primero hay que haber salido de él. Y es una experiencia inicial, que nosotros éramos del mundo y estábamos en el mundo, pero el Señor nos sacó de allí.
Yo siento una carga de ir al mundo, porque esta es la misión de la iglesia. La misión de la iglesia es la misma que hubo en Cristo. «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados». ¿Y cuál es la misión de la iglesia? Dios nos encargó a nosotros el ministerio de la reconciliación. Por eso, al igual que Dios en Cristo, ahora nosotros estamos diciéndole al mundo: «Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios».
Entonces, nos apartamos del mundo, para abandonar el pecado, las tinieblas y el vacío del mundo, pero volvemos al mundo llenos del Espíritu, para ganar al mundo para Cristo. Hoy día, me importan las penas del mundo, me importa la humanidad doliente, me importa que haya gente que muere en las drogas. Me importa, porque al fin de cuentas el Señor nos va a juzgar, porque él nos dirá: «Tuve hambre, y me diste de comer; estuve en la cárcel, y me fuiste a ver; estuve enfermo, y me visitaste».
Los exégetas de las Escrituras dirán que el Señor lo dijo por los judíos. Yo pienso que no, que lo dijo por todo ser humano que vive en ese tiempo apocalíptico, ese tiempo de pensar que Dios no está presente en la historia, que todo es vacío, que todo es absurdo. Ellos no saben que Dios vino en Cristo para reconciliar consigo al mundo. Pero tú y yo lo sabemos, lo hemos experimentado; para nosotros se acabó ese tiempo de vacío, y hoy día estamos en el tiempo de la plenitud de Dios, de la llenura del Espíritu.
La necesidad de vivir la cruz
Y entonces nos preguntamos: ¿Por qué no experimentamos esta plenitud, si esto es lo que la Escritura enseña? Sabemos que esto es así, ¿pero la experiencia práctica?
Un día estábamos diez obreros chilenos sentados alrededor de una mesa, leyendo un libro de Watchman Nee, donde él, reunido con trescientos obreros en China analizaban la obra que habían realizado en los últimos años, y concluían que, en diez años de ministerio, en que habían predicado enfatizando una y otra vez la palabra de la cruz, no habían conseguido ningún resultado.
Cuando leíamos aquello, sacábamos la cuenta que, en la obra hecha en Chile en estos últimos años, enfa-tizando también la palabra de la cruz, en el terreno práctico, cuando queremos tocar a un hermano para decirle: ‘Esto no está bien’, muchas veces encontramos que aun entre los propios obreros, alguien salta para defender su posición, para argumentar en defensa propia, cuando se le está diciendo algo de parte del Señor.
Entonces, hermanos, tenemos una correcta doctrina del Pentecostés, una correcta doctrina del seguir a Cristo, tenemos la mejor doctrina con respecto a tomar la cruz; pero en el terreno práctico, nos falta todavía vivirlo.
Quiero enfatizar la necesidad de ser llenos del Espíritu. Porque la mejor doctrina, la mejor exégesis bíblica, no produce vida sin el Espíritu Santo. Sin la presencia del Espíritu Santo, no es posible experimentar nada de lo que hemos creído. Entonces, siendo el Señor Jesús el mejor intérprete de la Escritura, el Maestro de los maestros, los discípulos, hasta el último minuto que estuvieron con él, no habían entendido nada de lo que él había expuesto acerca de la palabra de Dios.
Uno de los discípulos le dice: «Señor, ¿qué te parece si, cuando estemos en tu reino, yo me siente a tu derecha, y mi hermano a tu izquierda?». Esa proposición revela que Juan y Jacobo, en tres años y medio de caminar con el Señor, de escuchar la mejor enseñanza, la Palabra que estaba encarnada en Jesucristo, no habían entendido nada. Porque aún no había venido el Espíritu Santo.
Resucitado el Señor, cuando caminó con los discípulos de Emaús, ellos tenían un velo que no les permitió reconocer a Jesús, y el velo cayó cuando él partió el pan, y ellos entendieron que estaban frente al Señor. Jesús les había reprendido por la dureza de sus corazones, que eran tardos para oír y entender lo que la ley y los profetas habían dicho acerca de los padecimientos y las glorias del Mesías.
Por lo tanto, hermanos, entendamos que, el mejor esfuerzo que podamos hacer por exponer las Escrituras, el mejor entrenamiento que podamos dar a los hermanos, no es suficiente si el Espíritu Santo no revela la palabra, y no hace vida la palabra. No es posible experimentar la vida de Cristo si no tenemos la experiencia de la llenura del Espíritu Santo.
Una misión pendiente
Nos queda, entonces, una misión que el Señor nos ha encomendado. Él nos ha enviado al mundo para ganar a ese mundo, y nosotros nos hemos apartado de ese mundo. Pero hoy día estamos entendiendo que tenemos que regresar, no para participar de los pecados del mundo, sino para reconciliar al mundo con Dios. La Escritura dice: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigé-nito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16). Usted no puede menos que amar también al mundo, como Dios lo amó. Dios amó al mundo y demostró su amor por el mundo, dándonos a su Hijo.
¿Cómo amará usted al mundo? Juan, en su epístola, nos enseña a tener cuidado con el mundo; los deseos del mundo, la vanagloria del mundo, todas esas cosas que él nos invita a despreciar. Y ese mensaje es correcto. Pero también es correcto este otro mensaje. Necesitamos una medida del amor de Dios por el mundo, de ese amor de Dios que no les toma en cuenta a los hombres sus pecados. Lo ama, aun cuando el mundo es su enemigo, aun cuando el mundo peca, aun cuando el mundo es injusto, aun cuando el mundo está muerto en delitos y pecados; aun así, Dios lo ama.
Y, si nosotros vamos a interpretar al Señor Jesucristo en nuestro ministerio, en nuestra misión como iglesia, tenemos que amar al mundo como Dios lo ama. Y para hacer eso, hermanos, para ir al mundo, a tratar con drogadictos, a tratar con pecadores, con incrédulos, con gente soberbia, rebelde, altiva, se necesita la llenura del Espíritu Santo. No podríamos ir en nuestras fuerzas, no podríamos representar al Señor con nuestras habilidades naturales.
Hermanos, ¿qué falta para ser llenos del Espíritu? La mayoría de nosotros ya hemos tomado la decisión de seguir al Señor. Y ya tenemos claro –en la doctrina, por lo menos– que, para seguir al Señor, hay que tomar la cruz cada día, negarse a sí mismo –aborrecer nuestra vida del ego– y rendirnos plenamente.
Síntesis de un mensaje impartido en Sasaima (Colombia), en Junio de 2009.