El Señor Jesús dijo en cierta ocasión: «El que me envió conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn. 8:29). Este versículo nos muestra la normalidad de la relación del Padre y el Hijo. El Hijo en sumisión absoluta; Su carácter dócil y reverente ante el Padre, agradándole en todo. Su sometimiento constante a la voluntad de Dios le permitía disfrutar de su agradable compañía siempre. ¿No es perfecto?
Sin embargo, cuando estaba en la cruz, Él exclamó: «Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46). Este grito lacerante contrasta del todo con el anterior. Hay ahí desamparo, indefensión, angustia. Este es un grito desgarrador, incontenible, que surge de sus entrañas.
El desamparo respecto de Dios es desgarrador aún para nosotros, que vivimos una comunión sólo relativa con Dios. ¿Cómo lo sería para Él, que nunca dio motivos para ser dejado solo? ¡Para Él era algo extraño, impensable, incomprensible! ¿Por qué entonces el Padre le deja solo en la mayor necesidad, en el peor momento?
Por favor, no busquemos la causa en Dios, como si hubiese traicionado al Hijo. No la busquemos en el Hijo, como si hubiese dejado de agradar al Padre. Más bien busquémosla en nosotros, los pecadores, cuyos pecados Él cargaba en la cruz en ese momento: «Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros» (Isaías 53:6).
Las más viles acciones, los mayores despropósitos, los pecados más horrendos pesaban sobre sus hombros. Por eso el Padre le dejó. ¡Oh qué sinrazón, qué locura! ¡Oh, qué injusticia la que se le hizo! Los cielos fueron conmovidos, la tierra se oscureció, los sepulcros se abrieron y los infiernos se espantaron. Los universos más lejanos debieron de saberlo también. Toda la creación de Dios detuvo el respiro en ese momento sublime. ¡Oh, mi Señor bendito!
«Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores … él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados … por su llaga fuimos nosotros curados» (Isaías 53:4-5). Y, he aquí, bendita gracia, los que debimos estar ahí, fuimos declarados libres. ¡Libres para siempre!