De tiempo en tiempo, Dios deja caer sus juicios sobre la tierra, y entonces la tierra se conmueve y tiembla. Los hombres miran el cielo con temor, y toda luz se convierte en tinieblas y toda alegría en pesadumbre.
Los juicios de Dios caen sobre el hombre a causa de su pecado. Más bien, a causa de la multitud de sus pecados, y de que los límites de tolerancia de Dios han sido sobrepasados. Los juicios de Dios son siempre justos. Si por acaso el hombre impío dudara de que así es, y si hubiera (hipotéticamente) que dar razones, Dios tendría los argumentos más sólidos para demostrarlo. Es solo a causa de la ignorancia que se tiene de Dios y de los límites a que puede llegar la maldad de la humanidad, que el hombre exculpa al hombre y acusa a Dios.
Dios no envía sus juicios indiscriminadamente. En su soberanía, él reserva a los suyos, a los justos de la tierra, para que sus juicios no les alcancen. En días de Ezequías, cuando Dios decide enviar castigo ejemplarizador sobre Jerusalén, envía a un varón vestido de lino para marcar a todos «los hombres que gimen y que claman a causa de todas las abominaciones que se hacen en medio de ella» (Ez. 9:4). Luego, cuando da la orden de exterminio a los verdugos, les advierte que «a todo aquel sobre el cual hubiere señal, no os acercaréis» (v. 6).
De la misma manera, en Apocalipsis capítulo 7 encontramos los 144.000 sellados, que son defendidos de los juicios que caen sobre la tierra. La orden de Dios es: «No hagáis daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que hayamos sellado en sus frentes a los siervos de nuestro Dios» (Ap. 7:3). El propósito evidente es defenderlos de los juicios.
Ahora bien, si Dios procedió así en días de Ezequiel, y procederá así en los días señalados en Apocalipsis, ¿no significa acaso que esa es su manera de proceder en esos casos? Jesucristo es el mismo, ayer, y hoy, y por los siglos. Su manera de actuar obedece siempre a los mismos principios, porque él es inmutable.
La Biblia dice que Dios ha puesto en todos sus hijos el sello del Espíritu Santo, que es la señal y garantía de que ellos pertenecen a Dios, que es «las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria» (Ef. 1:14).
En días de Abraham, Dios envió sus juicios sobre Sodoma y Gomorra; sin embargo, Lot, quien vivía en una de esas ciudades, escapó de la triste suerte de ellos a causa de su justicia (2 Pedro 2:7-9). En Apocalipsis 3:10, el Señor dice a la iglesia en Filadelfia: «Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra».
Mucho se ha hablado y escrito acerca de si los cristianos experimentarán alguna clase de tribulación en los días finales, o si serán arrebatados antes de que ésta se manifieste. Cualquiera sea la postura que se tenga al respecto, hay una verdad que debe relucir sobre cualquier posición doctrinal: Dios no destruye al justo con el impío. Nosotros, los que tenemos la bendita fe del hijo de Dios, podemos entonces esperar con paz los tiempos que vienen, pues cualquiera sean los juicios que Dios envíe sobre la tierra, sabemos que él amparará a los suyos y los esconderá en el hueco de su morada en el día del mal (Is. 26:20).
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