La breve y fructífera vida de David Brainerd.
David Brainerd nació el 20 de abril de 1718 en Haddam, Connecticut, Estados Unidos. Murió de tuberculosis a la edad de 29 años, el 9 de octubre de 1747. Ezequías, el padre de Brainerd, era un legislador de Connecticut y murió cuando David tenía nueve años. Él había sido un puritano riguroso. La madre de Brainerd, una mujer también piadosa, murió cuando él tenía 14 años.
Había una rara tendencia a la debilidad y a la depresión en la familia. No sólo los padres murieron tempranamente; también los hijos. Nehemías murió a los 32, Israel a los 23, Jerusha a los 34, y él mismo a los 29. Así, al sufrir la pérdida de ambos padres, como un niño sensible, heredó una cierta tendencia a la depresión.
En su corta vida padeció a menudo negros abatimientos. Él mismo dice al principio de su diario: «Yo era en mi juventud inclinado más bien a la melancolía». Cuando su madre murió, se fue a vivir con su hermana casada, Jerusha. Él describió su fe durante estos años como muy celosa y seria, pero no teniendo verdadera gracia. Cuando cumplió 19, heredó una granja y trabajó en ella durante un año. Pero su corazón no estaba allí. Él anhelaba ‘una educación liberal’.
Intenta prepararse para el ministerio
Así que empezó a prepararse para entrar a la Universidad de Yale. En el verano de 1738, tenía veinte años, y se había ofrecido a Dios para entrar en el ministerio. Pero aún no era convertido. Leyó la Biblia dos veces en ese tiempo, y empezó a percibir que toda su religión era legalista y totalmente basada en sus propios esfuerzos. Dentro de su alma, contendía con Dios; se rebelaba contra el pecado original, contra la estrictez de la ley divina y contra la soberanía de Dios. Reñía con el hecho de que no había nada que él pudiera hacer en sus propias fuerzas para consagrarse a Dios. «Todas mis buenas apariencias no eran sino justicia propia, no estaban basadas en un deseo por la gloria de Dios; en mis oraciones, no había amor o consideración hacia él».
Pero entonces sucedió el milagro de su nuevo nacimiento. Tenía 21 años de edad. Dos meses después, entró en Yale a prepararse para el ministerio. En principio fue duro. Había relajo en las clases superiores, poca espiritualidad, estudios difíciles, y él contrajo sarampión, así que tuvo que volver a casa por varias semanas durante su primer año. Al año siguiente, le enviaron a casa porque estaba tan enfermo que escupía sangre. Por ese tiempo escribía: «Por la tarde mi dolor aumentó terriblemente, y tuve que permanecer en cama. A veces casi perdía la razón por lo extremado del dolor».
Cuando regresó a Yale en 1740, el clima espiritual había sufrido un cambio radical. George Whitefield había estado allí, y ahora muchos estudiantes eran muy serios en su fe. Pero surgieron tensiones entre los estudiantes entusiastas y la fría Facultad. En 1741, la visita de unos predicadores de avivamiento sopló aún más las llamas del descontento.
Jonathan Edwards fue invitado a predicar a comienzos de 1741, con la esperanza de que él aplacaría un poco los ánimos y apoyaría a la Facultad. Algunas autoridades incluso habían sido tildadas de ‘inconversas’. Edwards defraudó a las autoridades de la Facultad al declarar que el despertar era genuino. Brainerd estuvo entre la multitud que oyó a Edwards.
Esa misma mañana, las autoridades habían anunciado que cualquier estudiante que, directa o indirectamente, tildase al Rector u otra autoridad, de hipócrita, carnal o inconverso, debía en primera instancia hacer confesión pública de su ofensa, y en caso de reincidencia, ser expulsado.
En 1742 Brainerd estaba académicamente en la cima, cuando alguien le oyó por casualidad decir de uno de los tutores que tenía «menos gracia que una silla», y que él se maravillaba cómo el Rector no caía muerto al castigar a los estudiantes por su celo cristiano. Inmediatamente fue expulsado. Esto le afectó profundamente. En los años siguientes, intentó una y otra vez volver; muchos vinieron en su ayuda, pero todo fue en vano. Dios tenía otro plan para él. En lugar de unos años reposados en el pastorado o el salón de lectura, Dios quiso llevarlo al desierto, para que sufriese por Su causa y produjese un impacto incalculable en la historia de las misiones.
Antes de esto, Brainerd nunca había pensado ser un misionero a los indios. Pero ahora tuvo que replantear su vida entera. Una ley estadual, recientemente promulgada, señalaba que ningún ministro podía establecerse en Connecticut si no era graduado de Harvard, Yale o una Universidad europea. Así que él se sentía despojado de su llamamiento.
Una palabra ociosa, hablada de prisa, y la vida de Brainerd pareció caer en pedazos ante sus ojos. Pero Dios sabía lo que era mejor, y Brainerd llegó a aceptarlo. De hecho, sin la influencia de Brainerd tal vez el movimiento misionero moderno no hubiera tenido lugar; y esto no hubiera ocurrido si él hubiese obtenido en Yale su acreditación de ministro.
En el verano de 1742, un grupo de ministros simpatizantes del Gran Avivamiento aprobó su examen y autorizó a Brainerd para ir como misionero a los indios.
Más tarde, cuando ya estaba claro del verdadero llamamiento de Dios, habría de rechazar varias invitaciones para hacerse pastor, y seguir una vida mucho más fácil y estable. La carga y el llamamiento eran superiores: «Yo no podía tener libertad para pensar en ninguna otra circunstancia o asunto en la vida: Todo mi deseo era la conversión de los paganos, y toda mi esperanza estaba en Dios, y él no me permitía agradarme o confortarme con la esperanza de ver a mis amigos, de volver a mis queridos conocidos, o disfrutar los consuelos mundanos».
Su labor como misionero
Como misionero, su primera asignación fueron los indios Housatonic en Kaunaumeek, en Massachussets. Llegó en abril de 1743 y predicó durante un año, usando un intérprete e intentando aprender el idioma.
Brainerd describe así su primera estadía en ese lugar en 1743: «Vivo con muy pocas comodidades: mi dieta consiste en maíz hervido y comida rápida. Duermo en un colchón de paja, mi labor es sumamente difícil; y tengo poca experiencia de éxito para confortarme … En esta debilidad corporal, no soy poco afligido por la necesidad de comida apropiada. No tengo pan, ni puedo conseguirlo. Es forzoso viajar diez o quince millas para conseguir pan; y a veces se pone mohoso y se agría antes de que lo coma, si consigo una cantidad considerable … Pero por la bondad divina tengo alguna comida india de la que hago pequeños pasteles. Aún me siento contento con mis circunstancias, y dulcemente resignado a Dios».
Frecuentemente se perdía en los bosques. Su cabalgadura le era robada, o envenenada, o se le accidentaba. El humo del fogón hacía a menudo el cuarto intolerable a sus pulmones y tenía que salir al frío para recuperar su respiración, y entonces no podía dormir en toda la noche. Pero la lucha con penalidades externas, tan grande como era, no era su peor forcejeo. Él tenía una resignación asombrosa y aun parece que descansaba en muchas de estas circunstancias.
Él supo donde ellas encajaban en su acercamiento Bíblico a la vida: «Tales fatigas y penalidades sirven para desarraigarme más de la tierra; y, confío, me harán el cielo mucho más dulce. Al principio, cuando me exponía al frío o la lluvia, me consolaba con los pensamientos de disfrutar una casa cómoda, un fuego caluroso, y otros consuelos exteriores; pero ahora éstos tienen menos lugar en mi corazón (a través de la gracia de Dios) y miro más al consuelo de Dios. En este mundo espero tribulación; y ya no me parece extraño; me consuela pensar que podría ser peor; cuántas pruebas mayores han soportado otros hijos de Dios, y cuánto más se reserva todavía quizás para mí. Bendito sea Dios, él es mi consuelo en mis pruebas más agudas; pues ellas son asistidas frecuentemente con gran alegría».
Uno de los mayores dolores en ese tiempo era la soledad. Él cuenta cómo tenía que soportar la charla profana de los extraños: «¡Cuánto anhelaba que algún amado cristiano conociera mi dolor! La mayoría de las charlas que oigo son de escoceses o de indios. No tengo un compañero cristiano con quien desahogar mi corazón y compartir mis dolores espirituales, a quien pedir consejo conversando sobre las cosas celestiales, y con quien orar».
La cruz debía operar todavía fuertemente en el alma de Brainerd, y la prueba de fuego llegó el 14 de septiembre de 1743. Su Diario lo registra así: «Hoy hubiera obtenido mi título (hoy es el día de la graduación), pero Dios ha tenido a bien impedírmelo. Aunque temía que me abrumara de perplejidad e incertidumbre al ver a mis compañeros graduarse, Dios me ha ayudado a decir con calma y resignación: «Sea hecha la voluntad del Señor» Ciertamente, mediante la gracia de Dios, casi puedo decir que no había tenido tanta paz espiritual por mucho tiempo».
Poco después inició una escuela para niños indios y tradujo algunos de los Salmos. Luego fue reasignado a los indios a lo largo del río Delaware. En mayo de 1744 se estableció al noreste de Belén, Pennsylvania. Predicó durante un año en Delaware, y en 1745 hizo su primera gira de predicación a los indios de Crossweeksung, Nueva Jersey.
En este lugar, Dios manifestó un poder asombroso y trajo un despertar y bendición a los indios. Allí llegó el dulce amanecer después de una larga y oscura noche. Las escenas descritas por Brainerd en su Diario dan cuenta de una genuina obra del Espíritu Santo entre esos paganos: «Por la mañana platiqué con los indios en la casa en que estábamos alojados. Muchos de ellos estaban muy conmovidos y se les veía en gran manera emocionados, de modo que una pocas palabras daban lugar a que las lágrimas corrieran libremente, y producían muchos sollozos».
Al día siguiente escribe: «Prediqué sobre Isaías 53:3-10. Hubo una notable influencia que siguió a la exposición de la Palabra, y una gran emoción en la asamblea … muchos estaban conmovidos; algunos ni podían estar sentados, sino que estaban echados en el suelo, como si se les hubiera atravesado el corazón, clamando incesantemente misericordia. ¡Era muy emocionante ver a los pobres indios, que unos días antes estaban vitoreando y gritando en sus fiestas idólatras y sus embriagueces, clamando ahora a Dios con una importunidad tal para ser acogidos por su querido Hijo!».
Al cabo de un año, había 130 personas en esa creciente asamblea de creyentes. Brainerd escribía el 19 de junio de 1746: «Hoy se completa un año desde la primera vez que prediqué a estos indios de Nueva Jersey. ¡Qué cosas tan asombrosas ha hecho Dios en este período de tiempo para esta pobre gente! ¡Qué cambio tan sorprendente aparece en su carácter y su conducta!».
¿Cuál era la clave del éxito de Brainerd con los indios? El amor. Si el amor es conocido por el sacrificio, entonces Brainerd amó. Pero si también es conocido por la compasión entonces Brainerd se esforzó en amar aún más. A veces él se fundió en amor. «Siento compasión por las almas, y lamento no tener aún más. Siento mucho más bondad, mansedumbre, ternura y amor hacia toda la humanidad, que nunca …». «Sentí mucha dulzura y ternura en la oración, mi alma entera parecía amar a mis peores enemigos, y me fue permitido orar por aquéllos que son extraños y enemigos a Dios con un gran suavidad y fervor …». «Sentí el calor que viene de Dios después de mi oración, sobre todo en la mañana, mientras iba cabalgando. Por la tarde, pude ayudar llorando a Dios por esos pobres indios; y después que me acosté, mi corazón continuó yendo a Dios por ellos. ¡Oh, bendito sea Dios que puedo orar!».
Pero otras veces se sentía vacío de afecto o compasión por ellos. Él se culpa por predicar a las almas inmortales con tan poco ardor y con tan poco deseo por su salvación. Él amaba, pero anhelaba amar aún más.
Enfermedad y sufrimientos
Toda la comunidad cristiana se trasladó de Crossweeksung a Cran-berry en mayo de 1746, para tener su propia tierra y pueblo. Brainerd permaneció con ellos hasta que estuvo demasiado enfermo para ministrar. En agosto de ese año escribía: «Habiendo tenido sudor frío toda la noche, tosí mucha materia sangrienta esta mañana, y estuve en gran desorden de cuerpo, y no poca melancolía». Y en septiembre: «Ejercitado con una tos violenta y una fiebre considerable, no tenía apetito de ningún tipo de comida; y frecuentemente devolvía lo comido, aun sobre mi propia cama, por causa de los dolores en mi pecho y espalda. Era capaz, sin embargo, de cabalgar por el pueblo unas dos millas, todos los días, y cuidar de aquéllos que estaban construyendo una pequeña vivienda para mí entre los indios».
A menudo su agonía le hacía odiar su propia maldad interior. «Siento en mi alma que el infierno de corrupción todavía permanece en mí». A veces, este sentido de indignidad era tan intenso que se sentía expulsado de la presencia de Dios. Él llamaba a menudo su depresión un tipo de muerte. Hay por lo menos 22 lugares en el Diario donde él anhelaba la muerte como una libertad de su miseria.
A los sufrimientos físicos se añadía su propensión natural a la melancolía y la depresión. Lo que más lo afectaba era que su dolor mental impedía su ministerio y su devoción. A veces él quedaba simplemente inmovilizado por los dolores y ya no podía trabajar. «Pocas veces he estado tan confundido sintiendo mi propia esterilidad e ineptitud en mi trabajo, que ahora. ¡Oh, qué muerto, desalentado, yermo, improductivo me veo ahora! Mi espíritu está abatido, y mi fuerza corporal tan agotada, que no puedo hacer nada en absoluto». Es asombroso cómo a menudo Brainerd siguió adelante con las necesidades prácticas de su trabajo a pesar de estas olas de desaliento.
En noviembre de 1746 Brainerd dejó Cranberry para pasar cuatro meses tratando de recuperarse en Elizabethtown. En marzo de 1747, Brainerd hizo una última visita a sus amigos indios y entonces viajó a casa de Jonathan Edwards en Northampton, Massachussets. Estando allí, en el mes de mayo de 1747, los doctores le dijeron que su mal era incurable y que no viviría mucho tiempo. En los últimos dos meses de su vida el sufrimiento era increíble.
«Fue el más grande dolor que haya soportado jamás, teniendo un tipo raro de hipo que me estrangulaba y me hacía vomitar». Edwards comenta que en la semana anterior a su muerte «me decía que era imposible concebir el dolor que sentía en su pecho. Manifestaba mucha preocupación para no deshonrar a Dios manifestando impaciencia bajo su extrema agonía; su dolor era tal que decía que el pensamiento de soportarlo un minuto más era casi insoportable. Y la noche antes de que él muriera dijo a quienes le acompañaban que morirse era cosa muy distinta a lo que las personas imaginaban».
Lo que impacta al lector de estos diarios no es sólo la severidad de los sufrimientos de Brainerd, sino sobre todo cuán implacable y constante era la enfermedad. Casi siempre estaba allí.
Brainerd estuvo solo gran parte de su ministerio. Sólo las últimas 19 semanas de su vida parecen haber estado endulzadas por la compañía de la delicada hija de Edwards, Jerusha, de 17 años, quien fue su fiel enfermera. Muchos especulan que hubo un profundo amor entre ellos, e, incluso un compromiso matrimonial. Pero lo cierto es que durante su ministerio él estuvo muy solo, y solamente podía derramar su alma delante de Dios. Pero Dios lo sostuvo y lo guardó en su camino.
Brainerd murió el 9 de octubre de 1747. Fue una corta vida, pero cuán fructífera: sólo veintinueve años; ocho de ellos como creyente, y sólo cuatro como misionero.
Ahora, ¿por qué la vida de Brainerd ha tenido tal impacto? Una razón obvia es que Jonathan Edwards tomó su Diario y lo publicó como ‘La vida de Brainerd’ en 1749. Pero, ¿por qué este libro nunca ha dejado de imprimirse? ¿Por qué John Wesley dijo: «Todo predicador debe leer cuidadosamente ‘La vida de Brainerd’»? ¿Por qué William Carey y Edwards consideraron ‘La Vida de Brainerd’ como un texto sagrado? Gideon Hawley, otro misionero, habló por muchos cuando escribió sobre sus esfuerzos como misionero en 1753: «Necesito grandemente algo más que humano para sostenerme. Leo mi Biblia y ‘La vida de Brainerd’, los únicos libros que traje conmigo, y de ellos obtengo mi apoyo».
¿Por qué ha tenido esta vida semejante impacto? La respuesta es que la vida de Brainerd es un testimonio real, poderoso de la verdad de que Dios puede y usa hombres débiles, enfermos, desalentados, abatidos, solitarios; santos que se esfuerzan, que claman a él día y noche, para lograr cosas asombrosas para su gloria.
La clave de su ministerio
Una de las razones por la cual la vida de Brainerd tiene tan poderosos efectos es que, a pesar de todos sus conflictos y cruel enfermedad, él nunca dejó su fe o su servicio. Le consumía la pasión por terminar su carrera y honrar a su Maestro, extender el reino y avanzar en la santidad personal.
Brainerd llamaba a su pasión por más santidad y más utilidad una clase de ‘grato dolor’. «Cuando realmente disfruto a Dios, siento más insaciable mi anhelo de él, y más inextinguible mi sed de santidad… ¡Oh, más santidad! ¡Oh, más de Dios en mi alma! ¡Oh, este grato dolor! Hace mi alma apurarse en pos de Dios… Oh, que yo no me rezague en mi carrera celestial!».
Él hizo suya la advertencia apostólica: «…aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos» (Efesios 5:16) Asumió el consejo: «No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos» (Gál. 6:9) Él se esforzó por ser, como Pablo dice, «…creciendo en la obra del Señor» (1 Cor. 15:58). «¡Oh, yo anhelaba llenar todos los momentos restantes para Dios! Sin embargo, mi cuerpo estaba tan débil y cansado; y yo quería estar toda la noche haciendo algo para Dios. A Dios el dador de estos refrigerios, sea gloria por siempre …». «Mi alma fue refrescada y confortada, y yo no pude sino bendecir a Dios que me había habilitado en buena medida para ser fiel en el día pasado. ¡Oh, cuán dulce es ser gastado y usado por Dios!».
Entre los medios que Brainerd usó para buscar mayor santidad y utilidad, la oración y el ayuno fueron fundamentales. Leemos de él que pasaba días enteros en oración, u orando frecuentemente, a veces buscando una familia o un amigo para orar con ellos. Oraba para su propia santificación, oraba por la conversión y pureza de sus indios; oraba por el avance del reino de Cristo alrededor del mundo y sobre todo en América.
Una vez, visitando una casa de amigos, oró largamente con ellos: «Continué luchando con Dios en oración por mi querida manada pequeña; y sobre todo por los indios; así como por mis amados amigos en un lugar y otro; hasta que fue tiempo de ir a la cama, por no incomodar a la familia, ¡pero qué desagrado encontraba en consumir tiempo en el sueño!».
Y junto con la oración, Brainerd seguía la santidad y la utilidad de su servicio con el ayuno. Una y otra vez en su Diario cuenta de días ocupados ayunando. Ayunaba por guía cuando estaba perplejo sobre los próximos pasos de su ministerio. O simplemente ayunaba con la profunda esperanza de avanzar en su propia profundidad espiritual y utilidad para llevar vida a los indios. Cuando agonizaba en la casa de Edwards exhortaba a los ministros jóvenes que le visitaban a comprometerse en días frecuentes de oración y ayuno, por lo útil que esto era.
Asimismo, Brainerd ocupaba tiempo en el estudio y entremezclaba estas tres cosas. «Gasté gran parte del día escribiendo; pero entrelazaba la oración con mis estudios …». «He ocupado este día en la oración, la lectura y en escribir; y disfruté alguna ayuda, sobre todo corrigiendo algunas ideas en cierto asunto». Siempre estaba escribiendo y pensando sobre temas espirituales.
La vida de Brainerd es una larga tensión agónica para redimir el tiempo, no cansarse en hacer el bien y crecer en la obra del Señor. Y lo que hace su vida tan poderosa es que él avanzó en esta pasión bajo los inmensos esfuerzos y penalidades que tuvo.
El legado de Brainerd
El legado de Brainerd lo recibió primera y directamente Jonathan Edwards, el gran pastor y teólogo de Northampton: «(Reconozco) con gratitud la graciosa dispensación de la Providencia para mí y mi familia permitiendo que él viniese a mi casa en su última enfermedad, y muriese aquí: para que nosotros tuviéramos oportunidad de conocerle y compartir con él, para mostrarle ternura en tales circunstancias, y para ver su conducta, oír sus discursos finales, recibir sus consejos, y para tener el beneficio de sus oraciones antes de morir».
Edwards dijo esto aun cuando debe haber sabido que el hecho de tener a Brainerd en su casa con esa enfermedad terrible costó la vida a su hija. Jerusha había cuidado a Brainerd durante las últimas semanas de su vida, y meses después que él murió, ella murió del mismo mal.
Como resultado del inmenso impacto de la ‘La vida de Brainerd’, escrita por Edwards, muchos misioneros famosos que testifican haber sido sostenidos e inspirados por la vida de Brainerd. Cuando Guillermo Carey leyó la historia de su vida consagró su vida al servicio de Cristo en las tinieblas de la India. Roberto McCheyne leyó su diario de vida y pasó su vida sirviendo entre los judíos. Enrique Martyn leyó su biografía y se entregó por completo para consumirse en un período de seis años y medio en el servicio de su Maestro en Persia. Andrew Murray solía decir del Diario de Brainerd: «¡Cómo estos ejemplos reprochan la falta de oración y la tibieza de la mayoría de las vidas cristianas!». Y recomendaba su lectura diciendo que sólo tres de sus páginas bastaban para influenciar positivamente a cualquier siervo de Dios.
¡Una vida tan joven, y tan hermosamente sacrificada en honor del Maestro!
Lo que David Brainerd escribió a su hermano, Israel, es para todos los cristianos de cualquier época un desafío: «Digo, ahora que estoy muriendo, que ni por todo lo que hay en el mundo habría yo vivido mi vida de otra manera».