Diez personajes de parábolas de Jesús nos ofrecen rasgos altamente aleccionadores.
Quisiéramos tomar aquí un aspecto de las enseñanzas del Señor Jesús, como son sus parábolas e historias. En ellas hay una multitud de personajes; curiosos, unos, graves otros, interesantes todos. Cada uno de ellos presenta una carga valórica y didáctica tal que su estudio resulta de alto provecho, en especial el de aquellos con un énfasis negativo. Sin afán de caricaturizarlos, cada uno de ellos representan un defecto o debilidad claramente identificable.
Para el creyente resulta fácil y gratificante compararse (consciente o inconscientemente) con un personaje bueno, diligente, ejemplar. Tal vez no muy a menudo se vea reflejado en aquel que desobedece, el rebelde o negligente. Sin embargo, su confianza podría resultarle peligrosa.
Uno puede desear ser ese siervo prudente, abnegado y fiel, pero su deseo tal vez no sea su realidad. Uno suele verse a sí mismo no como realmente es, sino como quisiera ser; otros nos ven, sin embargo, más objetivamente, y por supuesto, Dios nos ve como realmente somos.
De manera que un estudio de estos personajes, reprobados a la hora del juicio, nos será de gran utilidad. En ellos nos iremos viendo reflejados, un poco aquí, otro poco allá.
Confiamos en que la visión de estos retratos –algunos sólo bocetos– nos ayudará a ver nuestra condición, y nos impulsará a apartarnos de sus defectos, para ser hallados irreprensibles en el día de Jesucristo.
El siervo inmisericorde (Mateo 18:23-35)
(La desgracia de no perdonar)
Este siervo fue perdonado grandemente. Diez mil talentos es una cantidad importante, que jamás podría haber pagado ni siquiera vendiéndose a sí mismo y a toda su familia. Sin embargo, pese a eso, cuando se vio enfrentado a un consiervo que le debía una deuda pequeña, no pudo perdonar. Exigió con urgencia, y aun con violencia, el pago.
El rey entonces le halla y le dice:
— Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?
Este siervo es juzgado como “malvado”. Genéricamente, su rasgo es la maldad, pero específicamente es la falta de consecuencia en cuanto a la misericordia. Él fue tratado con piedad, pero no hizo así con su consiervo.
Para ser un siervo malvado no se precisa llegar a ser un asesino o un apóstata; basta con ser uno que no perdona a su hermano.
¿Cuál fue el castigo para él? El perdón que se le había otorgado le fue quitado, y fue entregado a los verdugos hasta pagar todo lo que debía.
El siervo envidioso (Mateo 20:1-15)
(El problema de mirar hacia el lado)
Un hombre sale a contratar obreros para que trabajen en su viña. Los contrata en horarios diferentes, pero a todos les promete el mismo pago, correspondiente al día completo. Como era de esperar, los que trabajaron más, reclamaron.
— Estos postreros han trabajado una sola hora, y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del día – le dicen al Dueño.
Éste le contesta a uno de ellos:
— Amigo, no te he hecho agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?
¿Cuál es el problema aquí? Mientras el siervo miró lo que había en su mano, estuvo conforme, porque correspondía a lo estipulado. Su problema comenzó cuando miró lo que había en la mano de su consiervo.
Él había recibido lo acordado, y su consiervo también. Sólo que la cantidad dada al consiervo no obedecía al criterio de la justicia, sino al de la bondad del Dueño.
Los cristianos están muy bien cuando miran lo que tienen en sus manos, pero suelen tener problemas cuando miran hacia el lado. Si les parece que alguien recibió más de lo que él considera justo, se le acaba la dicha y surge la envidia. Si alguno recién llegado disfruta de un perdón mayor que el suyo, entonces hay disconformidad.
La paga aquí representa la salvación, que no se recibe por mérito, sino por la bondad de Quien la da. Todos reciben lo mismo, porque Dios es bueno. Tanto el que llegó hace cincuenta años como el que está llegando ahora.
El hijo incumplidor (Mateo 21:28-32)
(La inconsecuencia entre las palabras y los hechos)
Un padre tenía dos hijos. A ambos les pidió que fueran a trabajar en su viña. Uno de ellos dijo que no quería ir, pero después, arrepentido, fue. El otro dijo que iría, pero no fue.
He aquí dos situaciones contrapuestas. Nosotros nos ocuparemos del segundo hijo, el que no hizo la voluntad de su padre.
Curiosamente, este hijo tenía la doctrina correcta y habló también correctamente. Cuando su padre lo manda, él dice:
— Sí, señor, voy.
Él es respetuoso, porque trata a su padre de “señor”. El no es rebelde, porque accede de inmediato. Todo está bien en su actitud y en sus palabras. Pero está muy mal en sus hechos.
Su actitud y sus palabras son sumisas, pero sus hechos son rebeldes. Sus palabras son correctas, pero sus hechos son incorrectos.
Dios no quiere hijos sumisos que sean rebeldes. Tampoco quiere hijos ‘bien hablados’ que hagan mal. Dios no quiere hijos con sólo actitudes y palabras correctas, sino hijos que le obedezcan.
En este hijo hay una dulzura en los labios que no se compadece con la dureza del corazón. Para desobedecer al padre hay que tener una inflexibilidad adentro que a Dios le resulta muy desagradable.
El Señor Jesús asoció a este hijo con “los principales sacerdotes y los ancianos” (Mateo 21:23). Ellos estaban cada día en el templo y tenían actitudes y palabras correctas. Allí se prosternaban delante de Dios y hacían largas oraciones; y luego enseñaban al pueblo acerca de cómo agradar a Dios. Ciertamente, el Señor podía respaldar lo que ellos enseñaban, pero no así lo que ellos hacían. Al igual que los fariseos, ellos debían ser obedecidos en lo que enseñaban, pero no debían ser imitados en lo que hacían (Mateo 23:2-3).
Los labradores homicidas (Mateo 21:33-44; Marcos 12:1-12; Lucas 20:9-18).
(La obra, por el Señor de la obra)
La Biblia Reina-Valera titula esta parábola “Los labradores malvados”, pero siendo la expresión “malvado” muy genérica, encontramos que “homicidas” es más específica de estos labradores. Ellos no sólo golpearon, apedrearon y mataron a los siervos que el Dueño de la viña les había enviado, sino que cometieron la increíble falta de matar a su propio hijo.
Por supuesto, estos labradores representaban al pueblo judío. Pero la frase: “Arrendará su viña a otros labradores” alude a los obreros de esta dispensación. ¿Asumirán éstos la misma actitud que aquéllos? ¿Será su conducta igual que la de aquéllos?
Los delitos de estos labradores son variados y cada uno de ellos sobrepasa en gravedad al anterior. Estos labradores se negaron a rendir cuentas de los frutos, luego se apropiaron de la viña y finalmente excluyeron al mismo Dueño.
Ellos desconocieron los derechos que Él tenía sobre su viña. Se apropiaron de una heredad ajena. La obra de Dios es de Dios; sin embargo, estos siervos la tomaron para sí.
¡Cuán similar es el panorama hoy! En muchos lugares la obra de Dios es despedazada por manos ambiciosas, interesadas, que sólo quieren medrar a costa de ella. Para lograrlo, no trepidan en dejar al mismo Hijo de Dios fuera de ella. Siendo el Heredero, no le toman en cuenta. Más aún, por el mismo hecho de serlo, le excluyen, para que nadie pueda interferir en el camino que se han propuesto.
En la viña del Señor hoy, el Señor mismo está siendo excluido. Está la viña, pero no el Señor de la viña. Están los obreros, pero ellos no están en paz con el Dueño, ni trabajan según los propósitos de Él. Ellos han tomado en sus manos lo que no diseñaron, y cuyos planos no conocen.
Aquellos labradores fueron malvados, y homicidas. ¿Lo estamos siendo nosotros también, nosotros que podemos decir, lo mismo que ellos: “¡Dios nos libre!”? (Lucas 20:16) ¿De qué nos valdría decirlo de labios? ¡A ellos no les sirvió de nada!
El infiltrado (Mateo 22:1-14)
(La impostura del no ser)
Las bodas están en su apogeo. Los convidados disfrutan de la fastuosidad y riqueza del evento. Todos ríen, todos gozan. Es una fiesta principesca.
De pronto viene el rey para ver a los convidados. Su mirada muestra la complacencia por la fiesta espléndida.
Pero de pronto, algo llama su atención. Algo no está bien. ¿Cómo es posible? ¡Hay un hombre con vestiduras comunes! ¡El no está vestido de boda! Entonces se acerca y le dice con voz firme:
— Amigo, ¿cómo entraste aquí sin estar vestido de boda?
El hombre enmudece. La ira del rey se desborda. Se dirige a los criados:
— Atadle de pies y manos, y echadle en las tinieblas de afuera.
Los siervos que habían hecho las invitaciones no habían puesto cuidado en qué clase de gente invitaban. Así fue como entraron a la fiesta “juntamente malos y buenos” (22:10). Los malos podían entrar camuflados, podrían comer y danzar, como los demás, pero no podrían hacerlo por mucho tiempo.
La mirada del rey es escrutadora y nada puede escapar a ella. Nadie puede engañarle. Lo ocurrido con este hombre es representativo de lo que seguramente ocurrió con otros más.
En los ambientes cristianos hay muchos infiltrados. Ellos comen y ríen. Ellos juegan y danzan. Pero llegará el día en que Dios examinará atentamente a los invitados, y no podrán permanecer.
¿Quiénes tendrán derecho a participar de la fiesta de bodas? ¡Los que estaban vestidos de bodas! Este vestido, en un sentido espiritual, es la justicia de Cristo que nos cubre. (Efesios 4:24). Cualquier otro vestido que el hombre se ponga será un vano delantal que no logrará cubrir su desnudez. (Génesis 3:7).
Fuera de Cristo, no hay Dios, ni cielo, ni fiesta alguna en los divinos aposentos. Muchos hoy tienen una religión cristiana sin Cristo, están en los rebaños sin haber entrado por al Puerta, y le dicen a Dios “Señor” sin haberle conocido.
Ellos nunca han estado al pie de la cruz confesando sus pecados y apropiándose de la bendita Sangre. No conocen la obra del Crucificado, sino por alguna referencia doctrinal, por alguna clase bíblica. Su corazón de piedra no ha sido reemplazado por uno de carne, su espíritu está tan dormido como el del más pecador de los hombres. De todo punto de vista, él parece que es, pero no es.
Siendo cizaña, hoy puede estar confundido entre el trigo, pero llegará el día de la siega y no podrá esconderse más. Hoy no puede ser tocado, pero mañana será quemado. (Mateo 13:36-42).
El siervo impaciente (Mateo 24:48-51; Lucas 12:45-48).
(La pérdida del temor y la esperanza)
En el mismo discurso en el cual el Señor habla de su segunda venida, menciona a dos siervos, uno que es “fiel y prudente”, y otro que es “malo”. La maldad de este segundo siervo tiene que ver con la impaciencia. Toda su conducta desviada parte de una premisa aparentemente inocua. El dice: “Mi señor tarda en venir”. Pero de ella se derivan una serie de consecuencias lamentables.
El piensa que ha esperado demasiado, y se ha cansado. Entonces realiza dos clases de cosas. Por un lado, golpea a sus consiervos, y por otra, se entrega a una vida licenciosa.
Al perder la expectación de la venida del Señor, su corazón pierde el temor. Y esto trae consigo la violencia contra sus hermanos, a quienes maltrata. Como ha perdido de vista al Pastor, hiere a sus ovejas. La paciencia de sus consiervos, y la aceptación resignada de los padecimientos que él les inflige, le dan oportunidad de proceder impunemente. La disipación de su vida es la otra consecuencia de la pérdida del temor. Los placeres le llaman; la puerta amplia y el camino espacioso se abren delante de él con toda su voluptuosidad.
Por eso, la esperanza es tan necesaria en el carácter del cristiano. Es una de las tres virtudes cardinales que adornan su carácter. (1ª Corintios 13:13). Y por eso la paciencia es su complemento perfecto (Hebreos 6:11-15).
El siervo holgazán (Mateo 25:14-30)
(El problema de la indolencia)
El siervo a quien se le dio un solo talento era un siervo malo y negligente. Era malo, porque sólo un hombre así puede decirle a Dios: “Conocía que eres hombre duro”. Era negligente, porque no hizo producir lo que le encomendó su Amo; se cruzó de brazos y escondió lo que tenía.
La expresión: “Aquí tienes lo que es tuyo” denota un total desinterés por los dones recibidos. No eran ellos parte de su bagaje; no eran su responsabilidad personal: eran sólo una carga molesta de la cual se deshizo apenas pudo.
Tal vez miró al de cinco talentos o al de dos, y vio que el amo había sido injusto con él al darle sólo uno. Entonces se llenó de resquemor, y dejó que este resquemor se tradujera en una absoluta indolencia. Y la indolencia enterró el talento.
A la hora de la rendición de cuentas, le fue quitado el talento, y recibió un nuevo epíteto, que se agregó a los dos anteriores: inútil. Su lugar estará en las tinieblas de afuera, donde hay el lloro y el crujir de dientes.
El siervo insensato (Mateo 25:1-13)
(El descuido del Espíritu)
La parábola titulada de las diez vírgenes tiene una sola enseñanza clave: la necesidad de ser permanentemente llenos del Espíritu Santo. La insensatez de las cinco vírgenes insensatas fue esta: tener aceite en sus lámparas, pero no en sus vasijas.
En la hora previa a la venida del Señor Jesús escaseará no sólo la fe (Lucas 18:8), sino también el Espíritu en muchos corazones cristianos. El sueño volverá pesados los párpados. A esa hora, la salvación para los cristianos prudentes vendrá por la provisión del Espíritu que tengan.
Se puede vivir una vida exteriormente normal (con la lámpara encendida), pero con una provisión interior insuficiente (sin aceite en la vasija). Será una vida volcada hacia el exterior, pero sin un respaldo interior. Un testimonio de justicia hacia los hombres, pero desconocido para Dios.
En nuestros días se tiende a vivir un cristianismo más como de exhibición que como una expresión de vida interior. Los programas y los ‘shows’ ocupan todo el tiempo. Las agendas están repletas, pero no para estar en la cámara secreta con el Señor. El Señor dijo que separados de él nada podríamos hacer, sin embargo, vivimos cada vez más y más independientes de Él.
Si atendemos hoy a la cuádruple exhortación de la Palabra respecto del Espíritu, no caeremos en esta grave insensatez: No resistir al Espíritu (Hechos 7:51), no contristarlo (Efesios 4:30), no apagarlo (1ª Tesalonicenses 5:19), y ser llenos de Él (Efesios 5:18).
Los invitados remisos (Lucas 14:15-24)
(El problema de los intereses)
Un hombre importante hizo una gran cena. Invitó a gente noble, pero ellos comenzaron a excusarse. Hubo tres excusas, una de ellas tiene que ver con los bienes, otra con el trabajo, y la tercera con el matrimonio.
Estos tres siervos desdeñan la invitación por tener compromisos más importantes que atender. El hombre que hizo la cena representa a Dios. Los invitados remisos originalmente representan a los judíos. Pero tratándose de que esta parábola se refiere al reino de Dios (14:15), podemos y aun debemos aplicarla a nuestra situación como creyentes.
La invitación a la gran cena es la invitación a participar en el reino, pero para que eso sea posible es preciso dejar atrás aun aquello que legítimamente nos afana. ¿No es legítimo acaso el administrar nuestros bienes y negocios? ¿No es legítimo atender nuestro trabajo? ¿No es legítimo casarse? El punto aquí es si esas cosas son prioritarias a los negocios de Dios. Si a la hora de poner ambas cosas en la balanza, ésta se inclina por lo nuestro, no somos aptos para participar del reino.
Los mejores hombres desdeñaron la invitación, por lo que Dios la extendió a gente común. Éstos no tenían nada que perder, así que acudieron de inmediato. Éstos –la gente vil– son los que finalmente hacen la obra de Dios, porque los que mejor podrían realizarla están ocupados.
La conclusión del Hombre de la cena es: “Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena.” (v.24). ¡Esto tiene una solemne importancia! La exclusión de los negocios de Dios no se determina por el lado de Dios, sino por el nuestro. Los causantes de nuestra desgracia seremos nosotros mismos, y de ninguna manera Dios. A todos se nos ha invitado graciosamente, pero no todos estamos aceptando la invitación. La hacienda nos atrapa, los bueyes nos esperan, y la novia hace guiños desde lejos. Ellos han acaparado nuestro corazón. ¿Qué dirá Dios a todo esto? En realidad, Él no tiene nada nuevo que decirnos, porque lo que tenía que decir ¡ya lo dijo a través de esta parábola!
El síndrome del hijo mayor (Lucas 15:25-32)
(El viejo problema de la justicia propia)
El hijo mayor en la historia del hijo pródigo es un caso digno de la mayor consideración. El presenta dos características: primero, posee toda la herencia del padre pero nunca ha hecho uso de ella, y segundo, tienen un corazón estrecho para perdonar.
El hijo menor, el derrochador, ha llegado. El corazón del padre se ha regocijado, y toda la casa se llena de fiesta. El bullicio se oye de lejos. Entonces aparece el mayor, y cuando se entera del motivo de la fiesta, se enoja, y no quiere ni siquiera entrar. Y entonces sale el padre a rogarle.
El diálogo que sigue es de lo más increíble. El padre rogándole al hijo desamorado; el hijo argumentando en su contra. El hijo mayor es heredero de todo, pero sólo vive para trabajar. Su norte son las obras, él no conoce la gracia. No disfruta de su posición de hijo. Él vive en un severo régimen en que tiene que cumplir deberes, pero no puede gozar. Hecho a esa medida, no puede aceptar el derroche de amor hacia su hermano menor, así que le excluye de su corazón.
Entre los cristianos de hoy esta historia se repite con cierta frecuencia. El hijo menor llega de vuelta de su recorrido por el mundo. Dios se alegra, los misericordiosos también, pero el hermano mayor frunce el cejo, endurece la mirada y demuda el rostro. El tiene la severidad del justo sin amor, por eso se enoja hasta con Dios mismo. Él no se alegra en lo que posee como hijo de Dios, ni deja que otros se gocen. Es el mayor entre sus hermanos, pero su mayoría de edad no habla de una mayor madurez. Es un caso lamentable.
Permanentemente están llegando los pródigos a la Casa. (Nosotros mismos hemos llegado más de alguna vez). Más vale aprender a alegrarse con el que estaba muerto, pero ha revivido, con el que estaba perdido, pero que ha sido hallado.