La obra de Dios en la intimidad del corazón humano.
Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? … Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad … Crea, en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí”.
– Jer. 17:9: Sal. 139:23-24; 51:10.
La experiencia de Pedro
Hechos capítulo 10 relata la experiencia de Pedro cuando tiene un éxtasis y ve un lienzo que desciende del cielo. Para Pedro, el contenido de aquel lienzo fue algo difícil de mirar. ¿Qué había allí? «Todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo» (v. 12), animales que, para un judío, eran inmundos.
También oye una voz, que probablemente era lo que no quería oír: «Levántate, Pedro, mata y come» (v. 13). Y Pedro reacciona tal como reaccionaría un judío de cepa, diciendo: «Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido jamás» (v. 14). ¡Cómo es nuestro corazón!
«Volvió la voz a él la segunda vez: Lo que Dios limpió, no lo llames tú común» (v. 15). Esa era una palabra fuerte. Hoy, nosotros, como Pedro, tenemos juicio en el corazón hacia algo que consideramos común o inmundo, creyendo que eso es lo que Dios también ve. ¿Captamos la complicación del apóstol? Su corazón fue confrontado en esa visión, poniéndole en estrecho.
El Señor le muestra esta visión tres veces, porque él es paciente con sus siervos. Y cuando concluye la escena, vienen a buscar a Pedro para llevarlo a casa de Cornelio. Cuando el apóstol entra allí donde el Señor lo llevó un poco forzado, sus primeras palabras a todos los que habían venido a oírlo como alguien que viene de parte de Dios, fueron: «Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero» (v. 28).
Esto es tan impresionante, porque nosotros no conocemos nuestro corazón. Jeremías lo declara de manera evidente: «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?» (Jer. 17:9). No son palabras muy gratas. Ni aun nosotros mismos podemos llegar a conocernos cabalmente.
David en una hora crítica
Ahora, en el segundo libro de Samuel capítulo 11, vemos la hora más trágica en la vida de David, cuando todos fueron a la guerra y él se quedó en palacio. El rey ve a Betsabé, mujer de Urías heteo, y la toma para sí. Y luego, al darse cuenta de su horrible acto, siguiendo la voz de su corazón para ocultar aquello, manda a llamar a Urías y lo envía a su casa con su esposa.
Urías era un hombre íntegro, como lo muestra la Escritura. Él no acata lo que el rey le dice, sino que pasa la noche afuera, pues, ¿cómo él, siendo un general, mientras todos estaban en la batalla, iba a tomar descanso y a dormir con su mujer? Y no durmió allí. Aquello llegó a oídos del rey.
Entonces David escribe a uno de sus oficiales importantes y le ordena que, cuando la batalla arrecie, pongan a Urías en el frente y lo abandonen. Urías muere, y entonces el rey toma a Betsabé como su esposa. Nadie lo vio, nadie lo supo, y todo estaba quedando dentro de un margen adecuado.
Entonces viene el profeta Natán y relata algo respecto de lo cual David debía juzgar. «Había un hombre rico que poseía muchas ovejas, y otro que tenía solo una. Y aquel hombre rico le quitó al que tenía una sola». Natán tenía claro lo que iba a decir, pero también es evidente que David sabía lo que había hecho. «Entonces se encendió el furor de David en gran manera contra aquel hombre, y dijo a Natán: Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte» (2 Sam. 12:5). El corazón debe ser corregido. «Entonces dijo Natán a David: Tú eres aquel hombre» (v.7).
Un grito de angustia
Tras esa experiencia, David escribe el Salmo 51, un grito angustioso de su corazón. El título dice: «Arrepentimiento, y plegaria pidiendo purificación. Salmo de David, cuando después que se llegó a Betsabé, vino a él Natán el profeta».
«He aquí, tu amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría» (v. 6). Es obvio que él estaba viviendo una hora angustiante tras ser descubierto, pero él está asimilando aquello, y dice: «En lo secreto me has hecho comprender sabiduría».
«Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Crea, en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí» (v. 9-10). Cuando Pedro tuvo esa experiencia entre los gentiles, Dios estaba también tratando con lo que había en el corazón del apóstol. «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón … y ve si hay en mí camino de perversidad» (Sal. 139:23-24).
En casa de Cornelio ocurrió algo extraordinario. Mientras Pedro estaba hablando, todos los presentes fueron llenos del Espíritu Santo. Más tarde, en Jerusalén, el apóstol declara: «¿Quién era yo que pudiera estorbar a Dios» (Hech. 11:17). A pesar de la torpeza de Pedro, Dios obró soberanamente. ¿Quién puede impedir que Dios derrame su Espíritu sobre toda carne? ¿Quién puede impedir que él haga una obra más allá de nuestro entendimiento?
Dios no está limitado a lo que yo entienda o a lo que yo juzgue, porque sus pensamientos son más altos que los nuestros. Él tratará la intimidad de nuestro corazón, y él lo hará por medio de lo que él ve y de lo que él habla.
Los tratos de Dios
«Y escribe al ángel de la iglesia en Tiatira: El Hijo de Dios, el que tiene ojos como llama de fuego» (Apoc. 2:18). Sabemos que el Señor se presenta a cada iglesia de una manera distinta, aun cuando al final siempre dice: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice», no a aquella iglesia, sino «a las iglesias». A Tiatira, el Señor se revela como «el que tiene ojos como llama de fuego».
«Y le he dado tiempo para que se arrepienta, pero no quiere arrepentirse de su fornicación. He aquí, yo la arrojo en cama, y en gran tribulación a los que con ella adulteran, si no se arrepienten de las obras de ella. Y a sus hijos heriré de muerte, y todas las iglesias sabrán que yo soy el que escudriña la mente y el corazón; y os daré a cada uno según vuestras obras» (Apoc. 2:21-23).
He aquí la acción de los ojos como llama de fuego. Por cierto, el Señor no lo hace para exponernos públicamente. Qué enorme misericordia y bondad es la suya, porque, con todo lo que sabe de nosotros, a pesar de eso, no deja de llamarnos sus hijos; y más aún, a pesar de eso, no nos impide llamarle Padre.
Dios escudriña nuestra mente y corazón con la intención de librarnos de nosotros mismos, de cuidarnos de aquello que nos traerá dolor o desventura. Él quiere librarnos de cosas que él ve, y que tal vez nosotros no vemos. Pero, para ello, nos evalúa primero con sus ojos como llama de fuego.
Recuerdo una experiencia de algún tiempo atrás. Un hermano me llamó, diciéndome: «Hay una vecina en el hospital que está muy delicada. Tiene un tumor, y yo le dije que tú la visitarías». Cuando llegué a la sala donde estaba la enferma acostada, la vi y pensé: «¡Dios mío, con un tumor, y embarazada!».
Entonces, hice una observación inoportuna. «No sabía que usted estaba embarazada». Ella me miró y me dijo: «No, esto es el tumor. Hace años, no era más que una lentejita; pero nadie lo detectó. Y empezó a crecer y a crecer. Y ahora, esa lentejita que creció no me deja respirar, y me está matando».
En ese momento, el Señor me dio un entendimiento. Lo que no detectaron los médicos, Dios lo sabía. Él nos conoce en espíritu, alma y cuerpo. Y cuando él nos ve en lo íntimo, no lo hace con el fin de enrostrarnos lo que somos, o de hablarnos de manera airada, porque somos su especial tesoro.
El Señor tiene la intención de librarnos, porque si él no lo hace, eso nos traerá aflicción. No hablo de los sufrimientos que el Señor quiere que experimentemos. Como dijo un hermano de la antigüedad: «A una sola cosa le temo: No ser digno de los sufrimientos que el Señor pone delante de mí».
No estoy hablando de lo que menciona Pablo: «Cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia» (Col. 1:24). No. Estoy tratando de cosas que el Señor conoce, y que por medio de estas aflicciones y de este conocimiento que él tiene, quiere que aquello no esté en nosotros – salvo que nuestro corazón ya sea perfecto.
Un Dios que consuela
La segunda epístola a los corintios es un carta tan hermosa de leer. Pablo la inicia en un nivel de tanta confianza con aquella iglesia tan conflictiva. Pero él no tiene problema en decir: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación» (2 Cor. 1:3).
Es notable poder saber que tenemos un Dios de todo consuelo. ¿Qué experiencia podemos vivir, que él no pueda consolar? ¿Hay alguna? Probablemente, para nosotros, puede que sí. Pero es porque nos falta conocer el consuelo que él tiene para nosotros. «…el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación» (v. 4).
Pablo no habla como lo hace el hermano C.S. Lewis en su libro «Una Pena en Observación». Cuando fallece su esposa, él escribe: «Vienen algunos a decirme: No vayas a los lugares que visitaste con ella; no hagas las cosas que hiciste con ella. Ellos no tienen idea de lo que significa la pérdida. Porque no es estar en un lugar; no es dejar de hacer ciertas acciones; porque la pena no está allí, sino aquí, en el corazón».
«Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación … Porque hermanos, no queremos que ignoréis acerca de nuestra tribulación que nos sobrevino en Asia; pues fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun perdimos la esperanza de conservar la vida» (v. 5, 8). Aquello le sobrepasó; su inteligencia y su capacidad quedaron anuladas.
Normalmente, uno piensa: «Si me pasa tal cosa, puedo hacer tal otra; si ocurre aquello, puedo tomar estos recursos». ¿Pero qué pasa si no nos queda ninguna posibilidad? «Fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun perdimos la esperanza de conservar la vida». Una experiencia extrema; pero en medio de ella, Pablo puede iniciar esta carta diciendo que Dios es Padre de misericordias y Dios de toda consolación.
Confiando solo en Dios
«Pero tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte…» (v. 9). Lo terrible de estas palabras tiene un sentido, un propósito: «…para que no confiásemos en nosotros mismos». En el ejemplo de la lentejita que solo Dios veía, es como si ella tuviese un nombre: «Confianza en ti mismo». Todo lo que estaba viviendo el apóstol era para que él identificara esta cosa pequeña en su corazón llamada «Confianza en sí mismo».
Gracias al Señor por los siervos que pueden describir las experiencias que viven en la intimidad con el Señor, porque ellas nos consuelan y nos traen refrigerio a nosotros. La experiencia era «para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos».
Sólo de nuestro Dios se puede decir: él resucita a los muertos. Por eso, cuando Abraham toma el cuchillo para sacrificar a Isaac, había algo allí que nadie veía, pero que Dios estaba viendo. «Pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos» (Heb. 11:19).
Nuestra confianza no está en nosotros, sino en Dios que resucita a los muertos. ¡Qué confianza más maravillosa! La muerte es la experiencia más dura y cruda que nos toca vivir. ¡Pero qué gloriosa confianza: Dios nos resucitará de los muertos!
Un peso de gloria
Pablo describe la aflicción de manera que nos deja impactados. Nosotros no quisiéramos vivir una cosa así. Pero ahora dice: «Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» (2 Cor. 4:16-17). Es decir, por aquella terrible circunstancia que le tocó enfrentar a Pablo, hay un peso de gloria en su corazón, porque él tenía confianza en que Dios lo iba a rescatar.
Si consideramos el peso de gloria que puso Dios en nosotros, que es Cristo en nosotros, entonces podemos ver a la distancia lo más terrible que hayamos vivido, y verlo como leve y momentáneo. Dios nos consuela, porque él es el que resucita a los muertos y nos ha dado una esperanza verdadera, «no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (v. 18).
Cuando el Señor nos mira, lo hace con amor, con el propósito de darnos vida, quitar aquello oculto de nuestro corazón y librarnos de lo que nos causaría daño. Nos libra con su mirada, y también con su Palabra. «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Heb. 4:12).
Restaurando el corazón
Dios hace esa obra preciosa en nuestro corazón, que ahora es un corazón de carne. Lucas 4:18 nos habla acerca del ministerio del Señor Jesús, «enviado a sanar a los quebrantados de corazón». Cuando él hace esa restauración y va avanzando en nosotros, también va poniendo su voluntad en nosotros.
El libro de Nehemías, en relación a la restauración del templo y de la ciudad de Jerusalén, nos muestra una señal muy significativa acerca de la participación de este siervo de Dios en aquella obra. Veamos:
«Llegué, pues, a Jerusalén, y después de estar allí tres días, me levanté de noche, yo y unos pocos varones conmigo, y no declaré a hombre alguno lo que Dios había puesto en mi corazón que hiciese en Jerusalén» (Neh. 2:11-12). La última frase implica la acción de Dios.
Toda la obra de Nehemías, desde el capítulo 1 al 6, tiene este sello: «lo que Dios había puesto en mi corazón». Se dispusieron los recursos, se sumaron las voluntades, se resolvieron los conflictos, y de manera extraordinaria, se levantó el muro en cincuenta y dos días. ¿Y cuál fue el punto de partida de esa obra de los primeros capítulos de Nehemías? Dios encontró un corazón dispuesto para Su voluntad.
Dios quiere restaurar nuestros corazones, para que podamos atender su voz, y él pueda poner algo suyo en nosotros, «para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones» (Ef. 3:17).
¿Cómo está tu corazón? Es probable que tengas una respuesta clara. Pero hay una cuestión más profunda: ¿Cómo ve el Señor tu corazón?
El Señor tenga misericordia de todos nosotros. Él puede sanar, salvar, restaurar y consolar nuestro corazón, aquello que está en la intimidad y que tal vez nosotros no conocemos, pero que él conoce. Podemos orar, sabiendo que Su gracia y Su poder están a nuestro favor.
Que así sea, Señor.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Temuco (Chile), en noviembre de 2017.