Una nueva etapa en la vida de la iglesia comienza cuando ella reencuentra y asume el anuncio del evangelio.
Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio! … A todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de él”.
– 1 Cor. 9:12-23.
El apóstol Pablo recibió un encargo fundamental respecto a la edificación de la iglesia. La carga específica de su ministerio fue la revelación del cuerpo de Cristo y su edificación.
Pero, a la vez, nadie tuvo un encargo tan profundo y determinante como él respecto a la predicación del evangelio. Son dos cosas que iban juntas en la vida del apóstol, y él procuró cumplir ambos encargos, derramando su vida hasta el final.
En la Escritura, ambas cosas van siempre de la mano, y no deben separarse. Eso está magistralmente ejemplificado en la vida del mismo Pablo. Es por medio del evangelio que nace la iglesia, y es también por medio de él que ella se edifica. El evangelio está en el corazón de la existencia de la iglesia. En Efesios, la carta donde Pablo nos habla de la iglesia de manera tan profunda, él introduce el evangelio, mostrando cómo éste hace posible el nacimiento de la iglesia.
Aquel propósito eterno que Dios tuvo en la eternidad y que incluye a la iglesia, solo se pudo realizar porque Cristo murió por nosotros. «Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados» (2:1). Estábamos perdidos, sin esperanza. Esta es la descripción de nuestra vida. «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó … nos dio vida» (v. 4). Este es el evangelio.
La buena noticia
«Pues si anuncio el evangelio, no tengo de qué gloriarme; pues me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!» (1 Cor. 9:16). Pablo dice estar bajo una obligación por la cual tiene que dar cuenta. ¿Tenemos nosotros esa percepción de nuestra responsabilidad con el Señor en el evangelio?
Esto no es algo que Pablo haga a la fuerza, sino de buena voluntad. Todo su corazón está aquí; no es una obligación, sino su respuesta al gran amor de Cristo. «A todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de él» (v. 23). Pablo se identifica a tal punto con el evangelio, que se hace parte de éste, para poder llegar a todos.
No podemos decir que toda la Biblia sea el evangelio, ni aun que todo el Nuevo Testamento sea el evangelio. Es algo más específico. La palabra evangelio significa anuncio, noticia que se pregona en voz alta.
Los griegos usaban esa expresión en el siguiente contexto. Imaginemos una ciudad sitiada. La ciudad envía su ejército para defenderse, y los demás moradores se quedan allí, sumamente angustiados. El destino de la batalla es incierto; el invasor parece invencible. Pero, contra todo pronóstico, éste es derrotado. Entonces, un hombre corre desde el campo de batalla hasta la ciudad, voceando la buena noticia por las plazas y las calles. Este es el sentido de la palabra evangelio.
El evangelio es una noticia que no viene de los hombres, sino del cielo mismo. Por eso, cuando Pablo comienza Romanos, la carta del evangelio, dice: «Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo» (vv. 1-3).
El anuncio del evangelio es acerca de Cristo. Éste no dice que nosotros debemos hacer algo para ganar el favor de Dios, sino que Dios ha hecho algo a nuestro favor.
La condición del hombre
Nosotros estábamos perdidos, pero Dios envió a su Hijo, y él nos salvó, muriendo en la cruz y resucitando de entre los muertos por todos nosotros. Esta es la buena noticia. Y esta salvación está disponible para todo aquel que cree y pone su confianza en Cristo. Pablo dice: «No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación» (Rom. 1:16).
¡Cuán perdidos estábamos todos nosotros! En Romanos 1:18, Pablo habla de la condición del hombre caído, y nos dice que no hay diferencia, puesto que cualquiera sea el camino que los hombres tomen para tratar de salir de su situación, éste será infructuoso.
Los hombres han inventado todo tipo de dioses y de religiones, pero ningún ídolo, ni las religiones, ni la misma ley moral, han podido salvarlos. Porque, en todos esos caminos está el esfuerzo del hombre caído tratando de conseguir su salvación. No importa cuántos intentos haga, nunca podrá salir del lugar en que se encuentra.
Evangelio y avivamiento
Martin Lloyd-Jones, el famoso predicador británico del siglo XX, en su libro Avivamientos, dice: «Todo avivamiento en la historia de la iglesia comienza cuando la iglesia redescubre el evangelio».
En tiempos de Lutero, todos se esforzaban en hacer buenas obras, buscando ser amados por Dios. Lutero era uno de ellos, tratando de agradar a aquel Dios tan exigente que parecía estar perpetuamente airado contra la raza humana.
Un día, Lutero peregrinó a Roma. Allí había una enorme escalinata de más de cien escalones. Y se decía que aquel que subiera de rodillas, rezando, al llegar arriba, obtendría el perdón de sus pecados. Él lo intentó, y cuando ya casi lo lograba, de pronto, un versículo atravesó su mente: «Mas el justo por la fe vivirá» (Rom. 1:17). Entonces, un nuevo día comenzó para la historia de la humanidad, porque aquel hombre redescubrió el poder eterno del evangelio. Todo esfuerzo no sirve de nada, porque Dios me perdona gratuitamente, si creo en su Hijo Jesucristo.
En Inglaterra, en el siglo XVIII, la iglesia había caído en un estado de frialdad espiritual. El evangelio se había convertido en una doctrina seca, sin vida, en mera discusión teológica. Ellos creían que solo confesar el credo correcto era suficiente para ser salvos. Todo estaba muerto. La depravación moral en Londres, una ciudad que había perdido de vista el evangelio, era inconcebible.
Puede haber una confesión correcta del evangelio sin una realidad en el corazón. En ese tiempo, un grupo de estudiantes de Oxford se reunió para buscar la salvación mediante un riguroso método de santidad. Por ello, fueron llamados metodistas. Allí estaban John y Charles Wesley, y George Whitefield. Por cinco años, ellos lucharon en vano. Finalmente, los hermanos Wesley fueron como misioneros a los Estados Unidos; pero su evangelio era un legalismo de obras. Nadie se convirtió, y volvieron derrotados a Inglaterra.
Durante la travesía por el Atlántico, el barco fue azotado por una terrible tormenta, a tal punto que temieron por sus vidas. Pero había a bordo un grupo de hermanos moravos que cantaban en medio de la tempestad. Y eso les impresionó. Aquellos hermanos tenían una fe que John Wesley no poseía. Todos sus esfuerzos por ser santo no se podían igualar a aquella fe.
Los hermanos lo invitaron a una de sus reuniones en Londres. En ese lugar, un pastor predicó utilizando el comentario de Lutero a la carta a los gálatas. Wesley dice: «Mientras oía el evangelio, por primera vez en mi vida (predicado como debe serlo), un calor ardiente invadió mi corazón, y esa noche nací de nuevo».
El avivamiento metodista cambió la historia de Inglaterra, y alcanzó a los Estados Unidos. Whitefield cruzó el Atlántico para predicar el evangelio del nuevo nacimiento. Ese era su énfasis: el evangelio no es solo un concepto mental o doctrinal, sino una vida nueva que Dios nos da desde el cielo y que nos transforma.
Significados del evangelio
En la Escritura hay muchas maneras de anunciar el evangelio, porque éste afecta a todas las dimensiones de la vida humana. Todas ellas tienen un común denominador, dado por la palabra «sustitución».
Todos nosotros teníamos que pelear una batalla contra enemigos invencibles. Recordemos a Goliat, ese gigante temible que desafía a los ejércitos de Israel. Esa es la condición de todo hombre. Somos acechados por el poder del pecado, la muerte y la condenación, gigantes invencibles.
Pero un joven llamado David, solo, lo enfrenta y lo vence por todo el pueblo. ¡Eso hizo Cristo por nosotros! Él derrotó las fuerzas del pecado, de Satanás y de la muerte, y nos dio su victoria a todos nosotros.
Hay otra manera en que la Escritura habla del evangelio. Nosotros teníamos una deuda impagable, por cuya causa habíamos terminado como esclavos. En la antigüedad, cuando alguien no podía pagar sus deudas, se vendía a sí mismo como esclavo. Pero el Señor vino, pagó nuestra deuda con su propia sangre y nos hizo libres. ¡Bendito es el Señor!
Otra forma en que la Biblia nos cuenta el evangelio: Nosotros éramos reos de muerte, porque habíamos pecado y ofendido al Dios santo. Solo merecíamos la justa ira de Dios. Pero, en la hora de la sentencia, de modo inconcebible, el mismo Juez se puso en pie, se despojó de su dignidad y descendió hasta nosotros, tomando nuestro lugar. La vara de la ira de Dios, con todo el peso del castigo por el pecado, cayó sobre él.
Cristo fue castigado por mí, para que yo fuese declarado justo y sin pecado. ¡Eso es el evangelio!
Un rico que se hizo pobre
El conde Zinzendorf, uno de los hombres más ricos de Alemania, fue usado por Dios para iniciar el avivamiento moravo, que después alcanzó a Juan Wesley. Zinzendorf fue tocado por el movimiento pietista, que enseñaba la necesidad de un encuentro real y profundo con el Señor.
Zinzendorf se convirtió al Señor cuando tenía diez años. Un día, él fue de visita a un castillo donde se exhibía un cuadro famoso, que representaba a Cristo crucificado, a cuyos pies se leía esta frase: «Todo esto hice por ti. ¿Qué has hecho tú por mí?». El niño se detuvo ante el cuadro y permaneció horas allí en silenciosa contemplación, mientras su familia hacía otras cosas.
Después de esa experiencia, este hombre cambió para siempre. Más tarde, en sus propiedades, recibió a todos los refugiados que huían de las persecuciones religiosas en Europa, en una villa llamada Herrnhut. Allí se inició el avivamiento moravo.
Zinzendorf tenía grandes riquezas, pero cuando ya era anciano, los hermanos descubrieron que estaba en quiebra y reunieron una ofrenda para pagar sus deudas y sostenerlo hasta el fin de sus días. ¡Había gastado toda su fortuna por causa del evangelio de Jesucristo!
Esto nos recuerda lo que dice Pablo: «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico» (2a Cor. 8:9). Eso es el evangelio. ¡Cuán grande es la salvación que Dios nos dio!
Una fábrica de ídolos
Los hombres intentan hallar otras formas de salvación. En Romanos 1, Pablo habla de cómo los hombres detienen con injusticia el conocimiento de Dios, fabricando ídolos que sustituyen al Dios verdadero.
Isaías 44 nos muestra la figura de un hombre que va y corta un árbol en el bosque. Luego, usa parte del leño para hacer fuego, cocinar y calentarse, «y hace del sobrante un dios, un ídolo suyo; se postra delante de él, lo adora, y le ruega diciendo: Líbrame, porque mi dios eres tú» (v. 17). La condición del hombre es desesperante. «¿Quién me salvará?».
La humanidad está amenazada por poderes que la superan completamente. La enfermedad, la guerra, el hambre, las catástrofes naturales. Pero los hombres, en lugar de buscar al único que puede salvarlos, acuden a sus ídolos. Por eso, el primer mandamiento divino es: «No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Éx. 20:3). Con razón, Lutero afirmó: «El corazón humano es una fábrica de ídolos».
Usted puede llegar a ser su propio ídolo. Puede que haya sido salvo hace dos, cinco o diez años; pero luego empieza a poner su confianza en otras cosas: una vida moralmente recta, su estudio de la Escritura, su disciplina para buscar al Señor. Son cosas buenas, necesarias, pero se pueden convertir en ídolos, si reemplazan al Señor en el corazón.
El evangelio tiene que estar siendo predicado constantemente en la iglesia, porque los ídolos del corazón nos acechan día tras día. Aun el conocimiento bíblico o la doctrina correcta se pueden convertir en un ídolo que sustituya al Señor.
La salvación de Dios
En el cuadro final de la historia humana, en Apocalipsis 7, ¿qué proclama aquella multitud que representa a la iglesia procedente de todas las naciones? ¿Quién es el único que puede salvarnos eternamente? «La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero» (9-10). No hay salvación en nadie más.
Un ídolo es un dios falso. Es algo que puede ser bueno, pero que ponemos en el lugar de Dios y le damos toda nuestra confianza, esperando que le dé significado final a nuestra vida. Pero luego nos falla y nos destruye, porque «la salvación pertenece a nuestro Dios».
La misión de la iglesia: ir
Esa es la historia del evangelio. Nosotros no fuimos a él, sino que él vino hasta donde estábamos perdidos. No fue la oveja perdida quien se acercó al Señor; sino que él fue, la encontró, la rescató y la puso sobre sus hombros.
Entonces, ¿debemos esperar que las personas busquen al Señor, o tenemos que ir por ellas? Podemos encerrarnos en nuestra comunión, para hablar del Señor y regocijarnos en él. Pero esas personas no oirán la palabra del evangelio. Por eso, el primer aspecto del evangelio es ir.
Jesús vino a una tierra lejana; cruzó la mayor distancia imaginable, aquella que separaba el cielo de la tierra (la santidad eterna de Dios, del pecado y la corrupción humana), para llegar hasta nosotros. Por eso Pablo dice: «Me hago partícipe del evangelio; voy donde los que están perdidos, los que necesitan el evangelio. Yo voy, porque eso hizo Cristo por todos nosotros».
Identificación con el pecador
Cristo no solo vino a esta tierra, sino que se identificó con nosotros. No vino vestido de la gloria de su santidad. Él se hizo como uno de nosotros. Dios mismo tuvo ojos de carne, pasó sus días como los pasa el hombre, caminó por nuestras calles, usó nuestro lenguaje, vistió nuestra ropa y comió nuestra comida. Cristo se hizo como uno más entre nosotros.
Pablo dice: «A todos me he hecho de todo». ¿Qué quiere decir con ello? Que, por causa del evangelio, él se ha identificado con la cultura de los hombres, en cuanto ésta no sea pecaminosa u ofensiva contra Dios.
En el siglo XIX, el Señor puso en el corazón del hermano Hudson Taylor que fuese a China a predicar el evangelio. El gobierno chino solo permitía a los misioneros predicar en las ciudades costeras, pero les impedía ingresar al interior del país. Los chinos miraban a los occidentales como una cultura inferior, en tanto que la suya era una cultura milenaria. No les interesaba oír el evangelio; además, a juicio de los chinos, los misioneros se vestían de una manera ridícula.
Hudson Taylor llegó a China, y viendo que nadie escuchaba, decidió cambiar de estrategia. El Señor le mostró que debía hacerse chino para llegar a ellos. Él cambió su ropa occidental por una túnica especial, propia de un maestro chino. Así, la gente identificaba a los maestros, y los oía. Y no solo eso, sino que los maestros, como señal de dignidad, usaban una trenza larga. Entonces, Hudson Taylor se puso una trenza, y así salió. Como resultado, el interior de China se abrió para el evangelio. Producto de ello, surgió más tarde la obra de Watchman Nee.
Un mundo en crisis
El evangelio requiere que empaticemos con aquellos a los cuales predicamos. Hoy, el mundo ha cambiado. La sociedad no es la misma de hace aún unos veinte o treinta años atrás. En Occidente, durante los últimos mil años, hubo una cultura semicristiana dominante. Todos, cristianos y no cristianos, consideraban que las ideas y valores esenciales del cristianismo eran buenos y correctos.
A principios del siglo XX, era posible encontrar un ateo que compartía los mismos ideales morales cristianos del matrimonio, de la familia, de la vida honesta. Durante mil años, la civilización occidental se levantó sobre los pilares de la cosmovisión judeocristiana. En muchos sentidos, la historia y la conducta de las naciones no eran cristianas; pero compartían una cosmovisión cristiana del mundo.
Una cosmovisión es una visión de lo que es correcto y cuenta como realidad en una cultura. Pero, en Francia, en los siglos XVII y XVIII surgió el Iluminismo o Racionalismo, que cuestionó radicalmente la cosmovi-sión cristiana del mundo. En sus inicios, este movimiento alcanzó solo a una élite intelectual, mientras la gran masa del pueblo siguió viviendo según los valores cristianos.
Cuando Dios es excluido
Ese fue el comienzo de una cosmovisión secular, que excluye a Dios de la vida humana, relativiza por completo los valores morales y los convierte en asunto de preferencias, sentimientos y emociones subjetivas. Ya no hay verdades absolutas, salvo aquellas que la razón humana comprueba a través de la ciencia.
G.K. Chesterton dice que, cuando las personas dejan de creer en Dios, no significa que no crean en nada, sino que están dispuestas a creer en cualquier cosa. El corazón del hombre es religioso, porque fue hecho para Dios. Cuando ya no creemos en él, buscamos un sustituto, que nos dé sentido y valor, y que salve la vida humana. Los intelectuales de aquel tiempo pensaron que podían reemplazar a Dios por la razón. La razón traería prosperidad, justicia y paz; ella salvaría a la raza humana.
Esto tuvo consecuencias desastrosas. En el siglo XX, esa visión se filtró desde la élite hacia los campos de la educación, las leyes, la política, el gobierno, los medios, en todo el mundo occidental. Esta visión secularizada excluye a Dios de la vida humana pública y convierte a la fe en un asunto meramente privado. Los cambios culturales son lentos; ocurren a través de muchos años. Y hoy estamos sintiendo el efecto de este cambio gigantesco en la historia humana.
Cuando los apóstoles salieron a predicar el evangelio a los gentiles, se encontraron con un mundo que, en muchos sentidos, se parece al actual. Una cultura gobernada por ideas que no tenían nada que ver con el evangelio. Era necesario predicar a gente que nunca había oído siquiera que existiera un solo Dios. ¿Cómo hablar a alguien que no cree, y que, mucho menos entendería algo sobre Cristo? El mundo actual se parece a aquel antiguo, porque hoy muchas personas ya no comparten la visión cristiana.
Hace unos 30 años, cuando algunos comenzamos a predicar el evangelio, ¿cuál era el énfasis de nuestro mensaje? En esos días, la mayoría creía que hay un Dios, que existe el pecado, y, en consecuencia, había que decirles que no era por sus obras que podrían ser salvos, sino solo por la fe en Cristo. Si se les decía: «Si tú crees en él, serás un hijo de Dios», respondían: «¡Pero si todos somos hijos de Dios!». Sin embargo, hoy nadie más diría algo así.
Un nuevo escenario
Hoy predicamos a un mundo que no tiene noción de Dios, ni de la Escritura, ni comparte nuestra cosmovi-sión. ¿Cómo hablarles? En las redes sociales se puede comprobar cómo muchos cristianos están asustados, porque no vieron venir el cambio.
De pronto, una ola gigante de transformación cultural y moral, como un tsunami devastador, se nos vino encima y no sabemos qué hacer.
Una generación entera de jóvenes, los llamados millennials, de 30 años hacia abajo, piensan de la vida y del mundo con ideas totalmente distintas, inculcadas por muchos años en colegios, universidades, y medios de comunicación altamente secularizados Entonces, ¿qué puede hacer la iglesia? Veamos qué hizo el apóstol Pablo en un contexto similar.
Pablo en Atenas
Pablo llegó a Atenas, a un mundo que era en muchos sentidos como el nuestro. Él quiso identificarse con el evangelio y se esforzó por conectar con la cultura de sus oyentes.
«Mientras Pablo los esperaba en Atenas, su espíritu se enardecía viendo la ciudad entregada a la idolatría» (Hech. 17:16). Este es un problema antiguo. ¿Cuáles son los dioses falsos de nuestra cultura actual? Las personas creen hoy, por ejemplo, que vivir de acuerdo a sus propios sentimientos o sus deseos, libres de restricciones, los salvará.
«Así que discutía en la sinagoga con los judíos y piadosos, y en la plaza cada día con los que concurrían» (v. 17). He aquí algo importante sobre cómo predicar el evangelio, porque una de las actitudes de la iglesia, a lo largo de la historia, ha sido esconderse ante el peligro o la amenaza.
«Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder» (Mat. 5:14). Entonces, ¿por qué queremos escondernos? El Señor quiere que la luz del evangelio, que él le dio a la iglesia, alumbre a todos los hombres.
Pablo fue a la plaza pública. No se trata la plaza de hoy día, donde vemos tan poca actividad. Era el ágora, el lugar central de la vida urbana. Allí se hacían los negocios, se administraba la justicia, se oían las noticias importantes.
La manera de comunicar las ideas era ir allí y vocearlas. Pablo no tuvo miedo. Allí estaban los intelectuales que dominaban el pensamiento de la época, y les habló del evangelio de Cristo. ¡Porque, tanto ayer como hoy, sigue siendo verdad que el único que salva es el Señor!
Conociendo a los hombres
«Pablo discutía». Aquí, discutir no es gritar más fuerte para ver quién tiene la razón. No, porque así se puede ganar una discusión y perder a la persona con la que se discute. Pablo «razonaba con argumentos», según el vocablo griego que se usa aquí. Él iba preparado.
A veces tenemos la idea de que, para predicar, lo único que debemos hacer es anunciar mecánicamente el evangelio: «Usted es un pecador; necesita arrepentirse. El Señor Jesús murió por usted; crea, y será salvo». Pero, esto no es suficiente para que las personas crean. Pablo argumentó con razones comprensibles y plausibles para sus oyentes, porque primero se dio el trabajo de entenderlos bien.
Esta es una tarea fundamental, que la iglesia no ha considerado. Es por eso que la ola nos golpea de frente. Todo este proceso de secularización acelerado nos asusta, porque no lo entendemos. Sin embargo, los creyentes deberíamos entender a los no creyentes aun mejor de lo que ellos se entienden a sí mismos.
El Señor sabía lo que había en el corazón de los hombres. Así también Pablo; él predicaba a los judíos con las Escrituras, y cuando hablaba a los griegos, los entendía. Conocía sus debilidades, pero también los anhelos más profundos de sus corazones.
¿Qué es lo que buscaban los griegos sobre todas las cosas? ¿Cómo creían ellos que se salvarían a sí mismos? Su ídolo era la sabiduría. Por eso inventaron la filosofía, que es el amor a la sabiduría. Ellos creían que el conocimiento filosófico los salvaría, poniéndolos por encima los avatares y las tragedias de la vida humana. Por ello, Pablo escribe: «Los griegos buscan sabiduría» (1 Cor. 1:22). Él entendía a aquellos a quienes estaba hablando, y les anunciaba a Cristo, la verdadera sabiduría de Dios que salva a los hombres.
La actitud del mensajero
En primer lugar, Pablo empatizó con los griegos. A veces, nosotros predicamos el evangelio, pero como molestos con los no creyentes, sin esforzarnos por entenderlos, pero rápidos en condenarlos. Anunciar el evangelio requiere identificarse con aquel a quien se habla; claro que sin hacerse parte de sus pecados.
Cuando Pablo vio la ciudad entregada a la idolatría, «su espíritu se enardecía». Esto no significa solo indignarse. Enardecerse es asumir el celo del Señor, pero al mismo tiempo llenarse de compasión. No es posible predicar el evangelio sin un corazón lleno de compasión por aquellos a quienes se predica.
«Pablo, puesto en pie en medio del Areópago, dijo: Varones atenienses, en todo observo que sois muy religiosos» (Hech. 17:22). Lo primero que hace, es enfocar la atención en la religiosidad de ellos. Él había visto la ciudad entregada a la idolatría, pero no se los reprocha. Podría haberlo hecho, era verdad, pero allí habría terminado su mensaje. Pero Pablo va a lo que está detrás, al anhelo profundo de cada ser humano por ser salvo.
Necesidades del hombre
El trasfondo de esto es algo que tiene que ver con la manera en que Dios nos diseñó. Todos nosotros necesitamos ser amados. Y lo único que puede darnos real aceptación para siempre es el evangelio. Por una parte, éste nos dice que somos más pecadores y corruptos de lo que jamás nos atrevimos a pensar; pero también nos dice que somos más amados de lo que jamás pudimos soñar.
Somos amados por el Ser más importante del universo. ¿No puede esto curar para siempre toda duda del corazón humano? ¿No puede sanar esto la soledad y el sentimiento de rechazo más grande? El evangelio puede salvar mucho más allá de lo que cualquier ley moral pueda hacer por los hombres.
Pablo quiso decirles: «Ustedes buscan mal en sus ídolos, pero hay algo allí. Ese Dios no conocido que ustedes buscan, y no encuentran, no es un ídolo, sino el único Dios que creó todo lo que existe. Ese Dios que les anuncio, les ama. Él es quien trae salvación eterna en su Hijo Jesucristo». Y ese evangelio capturó de tal manera el corazón del mundo antiguo que, después de varios siglos, se convirtió a Cristo.
Dimensiones del mensaje
¿Qué tenemos que decir al mundo? Lo mismo que se dijo hace dos mil años. Pero debemos cuidar de decirlo de manera que las personas entiendan exactamente lo que estamos diciendo, y no otra cosa.
Por eso, cuando predicamos el evangelio, como lo hacía Pablo, en primer lugar, este tiene que ser inteligible. Las personas deben entender lo que hablamos. ¿Y cómo se puede hacer esto? Como Jesús, hablando un lenguaje que todos comprendan. Usted puede usar un lenguaje teológico, pero aquellos que están afuera no entienden ese lenguaje. El evangelio debe ser predicado a sabios y a no sabios; Esto es, debe ser entendido por el más sabio y también por el más ignorante, porque el evangelio es para todos.
En segundo lugar, el mensaje tiene que ser creíble. Tenemos que predicar de manera de remover todos los obstáculos, las ideas y las fortalezas que se oponen al evangelio en la mente y el corazón de los hombres.
Además, tiene que ser plausible en el contexto de vida de las personas. No debe sonar a algo extraño, sino que debe conectarse con las necesidades más profundas de la cultura y el alma humana.
Finalmente, el evangelio tiene que ser visible en sus consecuencias. Ya no es suficiente que prediquemos el evangelio y nos desentendamos de sus resultados. El mundo necesita ver las consecuencias del evangelio en la vida de la iglesia: qué significa ser salvos y cómo el ser salvos nos transforma en algo mejor. Fuimos llamados a ser columna y baluarte de la verdad. El evangelio es la verdad que tenemos, pero la columna que lo levanta y lo hace visible es la iglesia. Que el Señor nos ayude. Amén.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Temuco (Chile) en Agosto de 2017.