Todo creyente tiene, al menos, un don; su responsabilidad delante de Dios es proporcional al don recibido.
Los talentos son los dones espirituales
Nuestro Dios es un Dios rico. Posee todas las riquezas, los mundos, todo lo creado: sea visible o invisible.
Dios no se complace tanto en dar cosas que son hechuras de sus manos, sino más bien se goza en dar aquello que comparte su misma naturaleza. Dios es Espíritu, y los dones mayores son los dones espirituales.
El hombre puede, mediante su esfuerzo, hacer cosas, diseñarlas y fabricarlas. Pero el hombre no puede crear gracias espirituales y darlas. Esto es privativo de Dios.
Dios, por medio de su Espíritu, nos ha dado dones. «Nada os falta en ningún don» – decía el apóstol a los Corintios (1ª, 1:7). Y si alguno no los tenía, el apóstol les instaba a que «procuraran los dones mejores» (12:31).
En la parábola de Mateo 25:14-30, los talentos dados a los diversos tipos de siervos, son dones. ¡Dones específicos, en la cantidad específica, para un servicio específico, y con una rendición de cuentas un día específico!
Procurar los dones mejores
La iglesia en Corinto era una iglesia apostólica, y en muchos aspectos era una iglesia normal. Cuando Pablo les dice que nada les faltaba en ningún don, hace un correcto diagnóstico de lo que es una iglesia normal. Los dones «milagrosos» del capítulo 12:8-10 capacitaban a los creyentes corintios para un servicio espiritual.
La iglesia en Roma también era una iglesia normal, y tenía dones. En Romanos 12:6-8 encontramos los dones que algunos han denominado «de gracia», y que, a diferencia de los «milagrosos», se asocian más (aunque no exclusivamente) con el ministerio levítico.
Pero sean los dones ‘milagrosos’ o los ‘de gracia’, ellos han sido derramados abundantemente sobre los hijos de Dios, y esperan por su utilización y fructificación.
¿Alguno cree no tener ningún don? La parábola de los talentos nos da a entender que todos tenemos talentos. ¿Hay alguien que desee algún don particular? Pues, pídalo a Dios.
Dios quiere compartir sus dones a sus hijos, para que ellos puedan «mostrar … las abundantes riquezas de su gracia» (Ef. 2:7). Ahora bien, nosotros no vemos que todos los hijos de Dios tengan todos los dones que quisieran. ¿Por qué no da Dios indiscriminadamente todos sus dones a todos sus hijos? Nuestra propia experiencia de padres nos muestra que esto no puede ser así. Hay, al menos, dos cosas que la experiencia de ser padre nos enseña:
Primero, que no todos los hijos están en las mismas condiciones para hacer buen uso de ciertos dones. Por lo tanto, el concederlos puede ser un mal y no un bien.
Segundo, que sólo el que pide, recibe. Un hijo que insiste en algo que quiere, puede obtener lo que pide, no así aquel que se muestra indiferente. Hay hijos de Dios que no desean los dones espirituales. O si lo desean, no lo desean tan fuertemente como debieran.
Un hijo que pide a Dios sus dones mejores ha hecho una correcta evaluación de lo que para Dios es más importante. Al hacerlo, está diciendo que prefiere las cosas eternas, y que, para él, los dones de Dios superan lo que a los ojos de los hombres es sublime.
En esto, Jacob y Esaú tienen algo que decirnos. Jacob era astuto y engañador, pero la evaluación que hizo de los dones espirituales era correcta. No así Esaú, que, aunque diligente y servicial con su padre, despreció el don que le correspondía como hijo primogénito.
¿Qué valor podría tener para un creyente mundano cosas tales como «palabra de sabiduría», «palabra de ciencia», «fe», «sanidades», «profecía», «discernimiento de espíritus», etc.? Seguramente, no mucho. Así pues, Dios no concederá sus dones a quienes no tienen interés en recibirlos.
Los dones son dados soberanamente a quienes él elige de entre los que los procuran
Los dones del Espíritu son dados soberanamente por el Espíritu Santo. Esto significa que Él los da a quien quiere, porque Él es Dios.
Dios tiene un propósito eterno, y para el cumplimiento de ese propósito están involucradas todas las cosas. Ese propósito avanza inexorablemente, y Él se vale – entre todas las demás cosas- de los dones que concede al hombre para que éste pueda colaborar con Él.
Sin embargo, el hecho de que sean otorgados por una decisión privativa del Espíritu no significa que nosotros no debamos pedir o procurarlos. La soberanía de Dios no hace nula la iniciativa del hombre. Iniciativa, no en cuanto el hombre pueda agregar de sí mismo algo para enriquecer el propósito de Dios, o completarlo, sino en cuanto el hombre, siendo compelido por el mismo Espíritu, se ofrece para que Dios pueda utilizarlo.
Cuando nosotros pedimos algo a Dios -los dones, por ejemplo- nos ponemos, por decirlo así, en la ‘lista’ de los que el Espíritu va a tener en cuenta a la hora de otorgarlos. Luego, Él verá qué conviene a su propósito, y qué nos conviene a nosotros.
Gracias a Dios, la perfecta voluntad de Dios puede ser hecha entre los cristianos –lo cual da cuenta de su soberanía– pero eso no invalida la libertad del hombre, la iniciativa que lleva al creyente a pedir, con la confianza con que pide un niño a su padre, y a recibir lo que ha pedido.
En esto vemos la grandeza de nuestro Dios. En que Dios se expone a ser solicitado por sus hijos en todas las cosas, ofreciendo para asegurarlo, grandes y preciosas promesas, y aun concede multitud de peticiones, sin que ellas se estorben entre sí, y tampoco impidan la realización de sus propósitos.
Las necesidades de Dios se equilibran perfectamente con las peticiones de los hijos de Dios. El propósito de Dios no avasalla al hombre, antes bien, lo considera y lo acoge. Dios puede, en su presciencia y sabiduría, ceder ante las peticiones del hombre en aquello que conviene a su gloria, sin que ello invalide sus promesas en lo que respecta al hombre. Así, no se hace nula ni su soberanía (al hacer de acuerdo a su propósito), ni su gracia (al conceder amorosamente lo que sus hijos piden).
Dios elige soberanamente dar aquello que necesita para el cumplimiento de su propósito eterno, y acepta conceder misericordiosamente las peticiones de sus hijos, sin que Él sufra pérdida, y sin que ellos queden burlados. No hay pérdida en lo que respecta a su voluntad eterna, ni en cuanto a la libertad del hombre.
Por lo demás, para una determinada obra en medio del Cuerpo de Cristo Él requerirá ciertos dones, y los otorgará, tal vez, con prescindencia de otros o con preferencia a otros, lo cual no significa que en otros momentos o lugares, Él no pueda conceder o preferir otros diferentes. Las necesidades de Dios varían en distintas épocas y lugares, y sus dones concedidos dan cuenta de esas necesidades. Así que, los dones son dados soberanamente por el Espíritu, a aquellos que él elige de entre los que los procuran.
La irrevocabilidad de los dones
Romanos 11:29 dice que los dones son irrevocables. Esto significa que una vez que Él los otorga, no los retira. No nos debe extrañar este gesto de grandeza de parte de Dios. Al contrario, esto simplemente da cuenta de otro más de sus maravillosos rasgos.
A veces, la irrevocabilidad de los dones suele dar lugar a una especie de arrogancia en quienes los poseen. Los dones, siendo gracias de Dios, maravillan a los hombres, especialmente a aquellos que aman a Dios. Por tanto, es ahí donde, quien los ha recibido en abundancia, suele caer en la vanidad de gloriarse en sí mismo.
Esto no ocurre en quienes los usan bien, para la gloria de Dios, sino especialmente en quienes no están haciendo buen uso de ellos. Y es que la irrevocabilidad de los dones no garantiza ni el uso (de hecho, pueden no usarse) ni el buen uso de ellos (pueden usarse muy malamente).
Este asunto es extremadamente delicado, y debiera llenar al cristiano de un profundo sentido de humildad, y aun de temblor, porque tendrá que dar cuenta de ellos. La irrevocabilidad de los dones no debiera significar un motivo de vanidad para el cristiano, sino más bien una gran responsabilidad, porque, como veremos más adelante, no es más quien ha recibido más dones, sino quien ha hecho el mejor uso de los que ha recibido.
Dados según la capacidad natural de cada siervo
Mateo 25:15 dice: «A cada uno conforme a su capacidad». Cada uno de nosotros fuimos creados de cierta manera, con ciertas facultades, con una cierta conformación sicológica, temperamental, y física. Cada cristiano es un vaso distinto, totalmente diferente de los demás. Cada uno puede expresar de manera diferente la gloria de Dios. Esto nos hace apreciar a cada uno de los hijos de Dios.
Nosotros a veces quisiéramos que todos los hijos de Dios fuesen de una determinada manera (la manera como a nosotros nos parece que deben ser); sin embargo, cada uno de ellos es de la manera como Dios quiso que fuesen. Así dadas las cosas, Dios da a cada siervo la cantidad de dones y los tipos de dones que Él quiere «según su capacidad».
Es cosa que maravilla ver cómo a cada uno es concedida la gracia de Dios en la justa medida que la puede sobrellevar. Y si, por alguna razón, Dios otorga un don (o dones) especialmente preciosos a un siervo con poca capacidad, lo capacita primero; y si lo da a quien tiene mucha capacidad, lo quebranta sabiamente con un aguijón especialmente doloroso.
Sin embargo, no todos están conformes con los dones que han recibido, y esto es porque no conocen su real capacidad. Unos creen haber recibido poco, y otros creen haber recibido demasiado. Los primeros se sienten menoscabados, y los otros se sienten abrumados. Sin embargo, nos conviene ver que el Señor nos ha dado a cada uno la cantidad apropiada. Lo que tengo no es ni demasiado para que no me sienta abrumado, ni tan poco para que no me sienta menoscabado.
Si yo fuera lo suficientemente sabio, y hubiera estado en mí el decidir cuántos y qué dones habría de recibir, seguramente hubiera procedido igual. Por ejemplo, cuando hay un don más o menos «espectacular» en manos de un cristiano especialmente vanidoso corre el riesgo de usarse mal, con lo cual el siervo se pierde y el don se inutiliza.
La necesidad de «negociar» con el don
«Negociar» con el don (Mt. 25:16) significa, simplemente, usar el don que el Señor nos ha dado. En la parábola, el que recibió cinco talentos fue, y, con diligencia, negoció con ellos hasta que obtuvo otros cinco. Lo mismo hizo el que recibió dos. Sin embargo, ¿qué ocurrió con el que recibió uno?
La mayor capacidad de los dos primeros permitió al Señor otorgarles más dones; la menor capacidad del tercero le hizo acreedor de uno solo. Los primeros fueron diligentes y valoraron lo que habían recibido. El tercero fue negligente, y despreció lo que le había sido dado. En la negligencia del último quedó demostrada y confirmada su menor capacidad. Él mismo confirmó que la decisión del Dador, al otorgarle menos dones, había sido acertada.
Pero, sea cual fuere la cantidad de dones recibida, es preciso trabajar. Tanto los de cinco, como los de dos y los de uno, deben trabajar. En el día del Tribunal, el Señor no va a medir sólo la cantidad de fruto obtenido, sino la proporción entre el fruto y los talentos que había recibido.
Usando el potencial al máximo
La respuesta de los siervos que recibieron «cinco» o «dos» talentos fue óptima, porque los usaron al máximo de su potencial. No hubo pérdida alguna. ¡Oh cuán necesario es que no cejemos hasta exprimirlos al máximo! ¡Bienaventurados los que pueden llegar al fin de su carrera y decir: «He corrido la carrera, he peleado la buena batalla, he guardado la fe»!
Existen innumerables obstáculos que es preciso vencer para lograr el máximo rendimiento de nuestro dones. Tal vez la identificación de algunos de ellos nos ayude para poder vencerlos.
Supongamos que tenemos dos talentos. Si miramos al que tiene cinco talentos, podemos caer en la envidia; si miramos al de uno, evitaremos provocar la envidia y no nos esforzaremos para rendir el máximo fruto posible. Ambos extremos deben evitarse.
Si miramos a los demás que tienen dos talentos nos conviene aprender de ellos, pero no acomplejarnos por sus aparentemente mejores éxitos; como tampoco nos conviene acomodarnos a su desgano (si este fuera el caso), para no caer en la mediocridad de ellos.
Todos daremos cuenta personalmente, y no en referencia a los demás siervos. Debemos servir en comunión con otros, lo cual nos evita caer en el personalismo; pero no debemos permitir que esa comunión se transforme en una camisa de fuerza (o en una excusa) que nos impida servir al máximo de nuestro potencial.
Alcanzar el máximo rendimiento no significa necesariamente lograr la máxima cantidad de fruto cuantificable, sino, como hemos dicho, es lograr el máximo fruto de acuerdo a nuestros dones. Y esto, ¿quién puede juzgarlo sino Dios? Nosotros podemos juzgar externamente, pero Dios mira el corazón, y él sabe el verdadero peso de una obra, desde qué base se edificó, qué dificultades se sortearon, cuánta cruz fue aceptada (o rechazada), y cuál es la correlación correcta entre el «capital» que había y la «ganancia» obtenida.
El problema de los que tienen un solo don
El siervo de la parábola cavó en tierra y escondió el dinero. La tierra simboliza el mundo, lo cual significa que este siervo se involucró con el mundo, y con ello neutralizó su servicio.
Este siervo menospreció su don. Tal vez él hubiese querido un don ‘milagroso’ y recibió uno ‘de gracia’. Hubiese querido ser un predicador o un hacedor de milagros, pero el Señor le dio la capacidad de servir, o de hacer misericordia. Y como éstos no son dones que puedan ejercerse de manera tan visible, ni hacerse acreedores del aplauso de los hombres, pueden dar motivo a que se le menosprecie, especialmente en nuestros días en que importa mucho ser visto por los hombres.
El fin que tuvo este siervo es triste. Él conocía la severidad con que el Señor pediría cuentas, pero no se esmeró en fructificar. Su don fue dado al que tenía más y él fue castigado severamente.
Tendremos el juez que merezcan nuestras obras
¿Qué opinión tenemos de Dios? Podemos verle como el juez severo que me va a castigar por mi negligencia o verle como el juez justo que me va a recompensar por mi trabajo. Esta doble perspectiva es legítima y no se aparta un ápice de la verdad, pero el verle de una u otra forma depende de mí, y de mi propio comportamiento. ¿Cómo le veré en aquel día? ¡Oh, depende de mí, hoy!
Mi propio deseo de servir, de agradar a mi Señor, mi propia entrega y consagración me da esperanza de que en aquel día lo hallaré bondadoso para conmigo. Pero debo saber también que si soy negligente, perezoso y quejumbroso, tendré delante de mí al juez que temo tener.
En definitiva, tendremos el juez que merezcan nuestras obras. Nuestra propia conciencia nos da testimonio, y el Espíritu Santo juntamente con ella, de cuál es nuestra verdadera condición. ¡Cuán saludable es el temor de Dios! ¡Qué benditas son las solemnes advertencias que nos hace el Espíritu de Dios por su Palabra santa!
Entrar en «el gozo del Señor»
La recompensa para los dos siervos fieles de la parábola fue «entrar en el gozo de su Señor». Compartir el gozo del Señor es la mayor satisfacción, más aun que una posición de honra en el reino. ¿Qué puede compararse a la aprobación suya? Ese «Bien, buen siervo y fiel», con las palabras que siguen, es la más dulce canción que podrían oír nuestros oídos. ¡Ayúdenos el Señor para no defraudar las esperanza que Él mismo tiene cifradas en nosotros! ¡Que no se vea obligado a buscar en otros lo que quiso hallar en nosotros!
Entrar en el gozo del Señor será -esperamos- el capítulo final de nuestra larga vida llena de sombras, de vicisitudes inciertas, de nuestro caminar zozobrante, de tantos claroscuros que nos hicieron agonizar. Será el capítulo postrero de una vida bondadosamente sostenida por Dios, pero aun así ¡tan inútil en las manos de Dios!
Las lágrimas vertidas, la cruz que mortifica y los clavos taladrantes tendrán por fin su contraparte.
Ninguna escondida justicia, ningún bien ofrecido en su altar –por pequeño que haya sido– quedará sin recompensa. Entonces se redoblarán los motivos para glorificarle postrados ante sus pies, al ver que a cambio de nuestras pequeñas justicias, Él nos dará las más grandes honras. Lloraremos de gratitud al ver que nuestros débiles esfuerzos, nuestros amores tan mezclados, nuestro servicios tan interesados, que apenas sirvieron para poner un clavo en la edificación de Dios, Él, en su bondad, los recompensará como si hubiésemos levantado un rascacielos.
El gozo del Señor es algo acerca de lo cual sólo podemos mirar a través de una niebla. Aún no se ha hecho el día, todavía no sabemos cómo es la plenitud de ese gozo apenas vislumbrado. Su noble factura, su carácter inmarcesible, sus alcances ilimitados no pueden ser descritos por lengua humana.
¡Oh, sin embargo, aunque sea sólo la imprecisa, pálida y borrosa visión de esta dicha futura, ya nos llena de esperanza y nos hace menospreciar todo pequeño dolor y toda leve injusticia! ¡Que el Señor nos socorra cada día para sacar el mejor provecho posible de sus preciosos dones de amor!