Las verdades de Dios están todas orgánicamente relacionadas y todas ellas convergen hacia un mismo centro: Cristo.
Lo central y universal de Cristo
¿Por qué existen todas las cosas? ¿Por qué existen los ángeles? ¿Creó Dios todo ello accidentalmente? ¿O fueron más bien creados conforme al plan de Dios?
¿Por qué escoge Dios a los hombres? ¿Por qué envía profetas? ¿Por qué da un Salvador? ¿Por qué concede el Espíritu Santo? ¿Por qué edifica la iglesia y establece el reino? ¿Por qué hace que sea predicado el evangelio hasta lo último de la tierra a fin de que los pecadores sean salvos? ¿Por qué debemos llegar a los pecadores y formar a los creyentes?
¿Qué es lo fundamental de Dios? ¿Qué hilo es el que corre a través de todas las verdades de Dios? ¿Cuál es la verdad suprema de Dios?
¿Quién es el Señor Jesucristo? Todos podríamos contestar que es nuestro Salvador, pero muy pocos podrían contestar como Pedro, que dijo que era «el Cristo de Dios» (Luc. 9:20).
Lo fundamental, o central, de las verdades de Dios es Cristo, esto es, la centralidad de Dios no es otra cosa que Cristo, y así escribió Pablo «El misterio de Dios, esto es, Cristo» (Col. 2:2).
El Señor Jesús es el Cristo de Dios además de ser el Hijo de Dios (Luc. 1:35 y 2:11). Pedro reconoció a Jesús como Cristo y como Hijo de Dios (Mat. 16:16). En sí mismo, y en lo que se refiere al lugar que ocupa en la divinidad es el Hijo de Dios, pero en el plan de Dios y de acuerdo a la obra de Dios, el Señor Jesús es el Cristo de Dios porque es ungido por Dios y es el Hijo de Dios de eternidad a eternidad. Fue el Cristo desde el momento en que fue concebido el plan de Dios.
El propósito de Dios se centra en su Hijo «para que en todo tenga la preeminencia», y el plan de Dios se centra también en su Hijo para que Cristo pueda ser «el todo y en todos» (Col. 1:18; 3:11).
Dios creó todas las cosas y creó también a la humanidad con el fin de manifestar su gloria, y los creyentes de nuestros días están manifestando un poco de Cristo, pero un día todas las cosas habrán de manifestar a Cristo porque todo el universo estará lleno de él. Al crear todas las cosas, Dios desea que todas las cosas manifiesten a Cristo, y al crear al hombre, que éste sea como su Hijo, teniendo la vida de su Hijo, y poseyendo la gloria de su Hijo a fin de que su Hijo unigénito pudiese ser el primogénito de entre sus muchos hijos. Dios creó y redimió al hombre por causa de Cristo y la redención se realiza para que se lleve a cabo el propósito de la creación. Cristo es el esposo y nosotros la esposa. Él es la piedra del ángulo y nosotros somos las muchas piedras vivas del edificio. Dios nos creó para satisfacer el corazón de Cristo.
En realidad, Cristo es lo fundamental o centro de Dios, porque el propósito de Dios se centra en Él.
Cristo en la eternidad pasada
(Ef. 3:9-11; Ef.1:8-11; Ap. 4:11; 1a Cor. 8:6; Rom. 11:36; Ef. 4:10; Jn. 3:35, 13:3, 16:15, 17:7; Heb. 1:2).
Dios tuvo un plan incluso antes de la creación del mundo. Ese plan está realizado en Cristo y ha de resumir en él todas las cosas que están en los cielos y en la tierra. Dios planea todo esto mediante la satisfacción de su voluntad y él es el Principal a fin de que todas las cosas sean suyas y se realicen por medio de él.
En la eternidad pasada, Dios predeterminó establecer una casa sobre la cual la segunda persona de la deidad, el Hijo, habría de gobernar, y le dio al Hijo todas las cosas como herencia suya. Todas las cosas son del Hijo, son por medio del Hijo y van al Hijo. El Padre realiza los planes y el Hijo hereda lo que el Padre ha planeado y el Espíritu Santo lleva a cabo lo que el Padre ha planeado. El amor del Padre hacia el Hijo comienza en la eternidad pasada y éste es el Amado del Padre. El Padre ya amó al Hijo en la eternidad y cuando el Hijo viene a la tierra el Padre sigue declarando: «Este es mi Hijo amado» (Mat. 3:17). El Padre ama al Hijo y ha entregado todas las cosas en sus manos. Al enfrentarse el Hijo con la muerte sabe que el Padre le ha dado todas las cosas en sus manos (Jn. 13:3) y la resurrección y ascensión tienen como propósito el llenarlo todo (Ef. 4:10).
Cristo en la creación
(Heb. 1:2-3; Jn. 1:1-3,10; Col. 1:16,17; 1a Cor. 8:6, 11:3; Gál. 4:4-7; Rom. 8:28-30; 1a Ped. 1:2; 1a Cor. 11:3; Gál. 4:4-7; Rom. 8:28-30; 1a Ped. 1:2, 1a Cor. 1:9; Heb. 2:5-10, 1a Cor. 3:21-23).
El Padre concibe el plan y el Hijo es el que procede a crear. El Padre planea conforme a su voluntad, y el Hijo aprueba y crea, y el Espíritu Santo presta la energía para que se lleve a cabo. El Hijo es el Creador de todas las cosas, es «el primogénito de toda creación» (Col. 1:15), y tiene la preeminencia sobre todas las cosas.
Él es el principio (literalmente, principal) de la creación de Dios» (Ap. 3:14), porque Dios ha predeterminado en su plan eterno que el Hijo habría de crear todas las cosas y que luego habría de hacerse carne para poder llevar a cabo la redención (1a Pedro 1:18-20). El motivo de que todas las cosas sean creadas es el de satisfacer el corazón del Hijo. ¡Cuán grandioso es nuestro Señor! Él es el Alfa y la Omega. Es el Alfa porque de él son todas las cosas, y es el Omega porque para Él son todas las cosas.
Dios creó al hombre para que éste fuese como Cristo, pudiendo tener tanto la vida como la gloria de Cristo. Del mismo modo que Dios se manifiesta por medio de Cristo, éste se manifiesta a sí mismo por medio del hombre. Dios nos llama para que podamos ser participantes de su Hijo, habiendo sido hechos conformes a la imagen de su Hijo a fin de que su Hijo pudiese ser el primogénito entre muchos hermanos.
Pero Dios hace que además de hijos seamos herederos, dándonos la vida de su Hijo y haciéndonos coherederos con su Hijo. El motivo por el cual Dios crea al hombre es que éste pueda recibir la vida de su Hijo y entre en la gloria con su Hijo. Todo es a fin de satisfacer el corazón del Hijo.
Dios ha predestinado que el hombre sea hecho conforme a la imagen de su Hijo. Esto significa que Dios toma a su Hijo como el molde o la estampa y sobre ella Dios imprime en nosotros, sus muchos hijos, para que su Hijo pueda ser el primogénito entre los muchos hijos.
Es la voluntad de Dios distribuir la vida de su Hijo a muchos, a fin de permitir a muchos que sean hijos de Dios, para que su Hijo pueda ser el primogénito entre muchos hijos, de manera que su Hijo tenga la preeminencia en todas las cosas.
Cristo en la eternidad venidera
(Fl. 2:9-11; Ap. 4:11; 5:12-14; 1a Jn. 3:2; 1a Pd. 1:3-4; Ap. 22:1-5; Rom. 8:19-23; 1a Jn. 3:2).
Los capítulos 4 y 5 de Apocalipsis nos muestran el estado glorioso y bendito del Señor después de su resurrección y ascensión. Dios pondrá a todos los enemigos bajo los pies de Cristo (Mat. 22:44), y en esta labor determinada, la iglesia actual tiene una gran responsabilidad, porque Dios está esperando que la iglesia lleve a cabo esta misión.
Toda la creación fue sujetada a vanidad después de la rebelión de Satanás y de la caída del hombre, y está a la espera de la manifestación de los hijos de Dios. Cuando éstos disfruten de la libertad gloriosa, todas las cosas serán libertadas. Nuestro cuerpo será redimido, y cuando aparezca el Señor, seremos como él.
Apocalipsis 21 y 22 describe la situación en la eternidad, en lo que respecta a Dios, al Cordero, la ciudad con sus habitantes, y las naciones.
Allí se nos muestra que la meta y el propósito de todo cuanto hace Dios de eternidad a eternidad es darle al Hijo la preeminencia en todas las cosas, porque el propósito de Dios es hacer a su Hijo Señor de todo.
Cristo en la redención
(Heb. 2:9; Cl. 1:18-20; Ef. 1:10-11; Ti. 2:4; Rom. 12:1; 14:7-9; 2a Cor. 5:15; 1a Cor. 6:19-20; Stgo. 1:18).
El propósito del plan de Dios es doble: (1) que todas las cosas puedan manifestar la gloria de Cristo, de modo que él pueda tener la preeminencia en todas las cosas, y para que (2) el hombre pudiese ser como Cristo, teniendo tanto su vida como su gloria.
El capítulo 1 de Colosenses nos informa de estos mismos aspectos, es decir (1) que Cristo tuviese la preeminencia en todas las cosas y (2) que Cristo es la cabeza de la iglesia (v. 18).
Dios crea a fin de llevar a cabo su plan, creando todas las cosas y al hombre con la intención de que todas las cosas pudiesen manifestar a Cristo, en especial el hombre, que debía ser como él, teniendo su vida y su gloria, pero Satanás se rebeló y produjo tal interferencia que todas las cosas se hicieron discordantes y el hombre cayó en pecado.
Dios trajo la redención a fin de reconquistar, de ese modo, el propósito de su creación. Por consiguiente, la redención de Cristo debía (1) reconciliar todas las cosas con Dios, y (2) redimir a la humanidad caída impartiendo su vida al hombre. Necesitaba, además, resolver dos de los problemas de Dios: (1) la rebelión de Satanás, y (2) el pecado del hombre.
La muerte de Cristo cumple el doble propósito y al mismo tiempo resuelve el doble problema. Esa es la victoria de Cristo y ya ha sido ganada.
El propósito de la redención de Cristo es hacernos un pueblo propio, a fin de que podamos ser un sacrificio vivo para él, viviendo y muriendo por él, y sirviendo como templo del Espíritu Santo para glorificar a Dios, a fin de que Cristo pueda ser engrandecido en nosotros.
El propósito de la redención es permitir que Cristo tenga la preeminencia en todas las cosas, y para que eso ocurra es preciso que tenga la preeminencia primeramente en nosotros.
Cristo en la vida y la experiencia del cristiano
(2a Cor. 5:14-15; Gál. 2:20; Jn. 3:30)
Cristo es la vida del cristiano. ¿Cómo vencemos nosotros? ¿Cómo podemos ser santos? Muchos piensan que si pueden dominar su mal genio, y son capaces de ser libertados de los diferentes pecados tendrán la victoria y serán santos; o bien si son pacientes, o si leen la Biblia y oran, o si crucifican su propia persona y su propia carne, o, finalmente si logran hacer uso del poder de Cristo podrán vencer y ser santos.
La respuesta a lo anterior es que Cristo es nuestra vida. ¡Solamente eso es la victoria! ¡Cristo mismo es la vida victoriosa, santa y perfecta! Desde el principio al fin es Cristo y fuera de él no tenemos absolutamente nada. Por tanto, ¡Cristo debe tener la preeminencia en todas las cosas!
¡No soy un vencedor por la ayuda de Cristo, sino que permito que Cristo mismo sea el que vence por medio de mí! ¡Cristo es la victoria! ¡Cristo es la paciencia! Lo que nosotros necesitamos no es paciencia, ni amabilidad, ni amor, solamente tenemos necesidad de Cristo y él debe tener la preeminencia en todas las cosas.
Para alcanzar una vida victoriosa no debemos confiar en nosotros mismos de ninguna manera, y debemos consagrarnos de un modo absoluto. Luego, es preciso que creamos que Cristo nos gobierna y que está viviendo en nosotros. Nuestra victoria depende de que Cristo tenga la preeminencia en todas las cosas, depende de que le permitamos que sea el Señor de todas nuestras vidas.
Las experiencias del cristiano son de dos clases: dulces y amargas. Las oraciones contestadas, el crecimiento espiritual, la iluminación (visión espiritual), y el poder están entre las primeras. Entre las segundas está la pérdida material, la angustia emocional, las enfermedades físicas, la agonía sobre las virtudes naturales.
Dios nos hace pasar por todas ellas a fin de inducirnos a que concedamos a Cristo la preeminencia en nuestras vidas.
Cristo en el trabajo y en el mensaje del cristiano
(Ef. 2:10; 1a Cor. 2:2; 2a Cor. 4:5).
La vida y la experiencia son algo interno, mientras que el trabajo y el mensaje son externos. Cristo debe tener la preeminencia no solamente en lo interno, sino en lo externo y, por lo tanto, Cristo debe ocupar el primer lugar tanto en el trabajo como el mensaje del cristiano.
Cristo debiera ocupar el primer lugar en nuestro trabajo, ya que fuimos creados «para buenas obras… para que anduviésemos en ellas». Cristo es buenas obras, ya que el propósito mismo de la obra de Dios es Cristo.
El servir a Dios y el trabajar para Dios son dos conceptos muy diferentes. Hay muchos que trabajan para Dios pero que no le están sirviendo. La obra fiel, si es de verdad para Cristo, ha de ser juzgada por su motivo y propósito. El realizar la obra de Dios nos da placer, pero también dolor y aunque hay dificultades también hay alivio.
Esta obra posee su propio interés y atractivo, y hay veces que trabajamos por interés en lugar de hacerlo para Cristo, y muchos van apresuradamente de un sitio a otro para conseguir fama por sus obras. No cabe duda que han realizado esas obras, pero en realidad no han servido a Dios. Dios obra de eternidad a eternidad con el propósito de dar a su Hijo la preeminencia en todas las cosas. Por ello también nosotros debemos realizar esas obras para Cristo y, a menos que Dios limpie nuestra motivación y nuestro propósito, no podremos ser bendecidos por él.
Nosotros realizamos las obras para Cristo, no para los pecadores. La medida del éxito que obtengamos en nuestro trabajo lo determinará la presencia de Cristo en nuestras obras.
No debemos proceder para nuestra propia ganancia, para nuestro propio grupo, ni siquiera para nuestro tipo de enseñanza, sino que debemos trabajar exclusivamente para Cristo. No estamos aquí para satisfacernos a nosotros mismos, sino para satisfacer el corazón de Cristo. Y en caso de que prosperemos y obtengamos ganancia, seremos un obstáculo para el Señor y él sufrirá la pérdida. Si nos contentásemos con la ganancia de Dios nos veríamos libres del orgullo y de los celos.
Pablo sembró y Apolos regó de modo que la obra no fue realizada por una sola persona, para que nadie pudiese decir «Yo soy de Pablo» o «Yo soy de Apolos». La obra es para Cristo y no para los obreros. Nosotros somos como el pan en las manos del Señor. Cuando las personas comen, le dan las gracias a Aquel que da el pan y no al pan mismo. Del principio al fin, la obra entera es para Cristo, nunca para nosotros.
Cristo debiera también ocupar el primer lugar en nuestro mensaje. Como lo hicieron aquellos en los primeros tiempos de la iglesia, también nosotros deberíamos predicar a «Jesucristo como Señor», y no saber nada entre los demás sino «a Jesucristo, y a éste crucificado». Cristo es el centro del propósito y del plan de Dios, y la cruz se encuentra situada en el centro de la obra de Dios, ya que opera para cumplir su propósito. La cruz tiene como fin dejar a un lado todo lo que es de la carne para que Cristo pueda tener la preeminencia, así que nuestro mensaje central no debiera de ser la dispensación, la profecía, ni la figura, ni el reino, ni el bautismo, ni el dejar denominaciones, ni el hablar en lenguas, ni el guardar el día de reposo, ni la santidad ni ninguna otra cosa, sino que debiera ser Cristo, y la centralidad de Dios es Cristo. Por lo tanto, también nosotros debemos hacer que Cristo sea nuestro centro.
En toda la Biblia las verdades están unidas en forma orgánica de la misma manera que lo está la rueda a todos sus rayos. Cristo es el centro. Así que necesitamos relacionar las otras verdades con la central. Deberíamos de saber dos cosas: (1) en qué consiste esta verdad en particular, de qué habla, y (2) cuál es la relación entre esta verdad específica y el centro.
Cuando realizamos la obra debemos siempre atraer a las personas al centro y mostrarles que Cristo es el Señor. Es imposible para nosotros intentar realizar la obra desde una base puramente objetiva. Debemos ser primeramente quebrantados por Dios a fin de hacer que Cristo tenga la preeminencia en nuestras vidas antes de que podamos ayudar a otros a que acepten a Cristo como Señor para que también en las vidas de esas personas Cristo tenga la preeminencia.
Es necesario que permitamos que Cristo tenga la preeminencia en las pequeñas cosas a lo largo del día para poder así predicar el mensaje de Cristo como centro. ¡Qué maravilloso sería que cada uno de nosotros colocásemos a Cristo en el trono!