Los nombres de Cristo.
El cuarto nombre que Isaías dio al gobernante venidero era «Príncipe de paz» (Isaías 9:6). El Señor Jesús es, por supuesto, príncipe en Su propio gozo de la serena armonía del cielo; pero este título significa más que eso, significa que Él siempre da victoriosa paz cuando se le permite gobernar.
La Biblia da gran preponderancia a la paz como una de las más grandes bendiciones de Dios. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se utiliza como el saludo que el Señor da a los creyentes y que los creyentes deben darse entre ellos.
En el Nuevo Testamento es la gracia la que introduce la paz, pues para los pecadores no hay ninguna armonía interna ni reposada comunión con Dios sin la intervención y gobierno del Señor Jesús. No es sólo que Él da la paz sino que Él mismo es nuestra paz (Miqueas 5:5, Efesios 2:14). Sin duda que el título apunta proféticamente hacia el reino venidero de Cristo cuando el pecado y la discordia ya no serán más, pero es pertinente y válido aquí y ahora, porque el evangelio de Su gracia es el evangelio de paz.
Tomemos un ejemplo del Nuevo Testamento. Después que Simón el fariseo fue reprendido, el grupo en su casa se disgregó. Simón quedó en casa, Jesús siguió su camino haciendo las obras de Dios y la mujer perdonada también fue obligada a irse, volviendo a una vida que debe haber tenido tantos problemas como antes. El Señor Jesús no la invitó a compartir la compañía del grupo apostólico; no dio orden para que fuese acogida en algún hogar amistoso, ni alguna indicación que la ayudara a vencer las tentaciones de dentro y de fuera, ni sugirió a sus vecinos que tuviesen simpatía hacia ella. No, ella aún tenía que volver y enfrentar una vida llena de tensión y conflicto. Sin embargo, Jesús dijo una cosa muy significativa: «Ve en paz», o más literalmente ‘Ve a la paz’ (Lucas 7:50).
Si esto realmente es lo que ocurrió –y yo creo que fue así– entonces ciertamente éste fue uno de los más grandes milagros de nuestro Señor. Él es el Príncipe de paz.
Creo que sé algo acerca de esto porque, en un entorno diferente, me sucedió a mí. Yo estaba en el interior de la selva amazónica con dos indígenas cuando me torcí un tobillo severamente y quedé casi inmovilizado. Mis compañeros no eran cristianos y estaban llenos de temores supersticiosos, siendo bastante capaces de dejarme morir allí solo si yo hubiera sido incapaz de continuar el viaje. Yo sabía esto muy bien, pero al abrir mi Biblia encontré gran consuelo en Salmos 50:15 –»Invócame en el día de la angustia; te libraré; y tú me honrarás»– y encomendé mi causa a Dios en oración.
Llegada la mañana, teníamos que proseguir nuestra jornada. Vi que, aunque mi tobillo aún estaba hinchado, yo podría afirmar mi pie, y así continuamos. Empecé apoyándome en un palo pero pronto pude tirarlo y caminar con bastante normalidad. Para mí éste fue un milagro. Salvó mi vida. Pero el alivio físico fue insignificante comparado con el más grande milagro interno que lo había precedido. Pues en cuanto me apropié de ese versículo y elevé mi oración, experimenté un indescriptible descanso en mi alma. Aparte de la incomodidad física, pasé la noche entera en una serena paz como nunca había conocido ni en mi propia cama en casa.
Yo estoy lejos de ser plácido en temperamento, y mis circunstancias estaban calculadas para causar pánico al más tranquilo de los hombres; pero mi corazón y mis pensamientos fueron completamente guardados por la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento. Yo conocí la realidad y la cercanía del Príncipe de paz.
A los filipenses se les garantizó que esto les pasaría a ellos, también. A los tesalonicenses, rodeados por la evidencia siniestra de sus muchos enemigos, Pablo les aseguró que el Señor de paz les podría dar paz siempre en todas maneras (2 Tes. 3:16). El apóstol no podía ofrecerles ninguna perspectiva de condiciones más fáciles, pero él podía encomendarlos al Príncipe de paz.
¿No ha dejado el Señor este legado a su iglesia? ¿No dijo él: «Mi paz os doy»? Es el Príncipe de paz quien nos dice a todos: «No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Juan 14:27).
Toward The Mark, Vol. 3, No. 3, May – Jun. 1974.