Las aflicciones y sufrimientos conforman un alto porcentaje de la vida del hombre. Con razón se ha dicho que la vida humana es un «valle de lágrimas». Esto es así no solo para los que viven lejos de Dios; también lo es para los hijos de Dios. Para ellos también existen, como dice David en el Salmo 23, los valles de sombra de muerte.
Hace algunos años, un conocido escritor cristiano escribió un voluminoso tratado intentando desentrañar las causas del sufrimiento en los hijos de Dios. Aunque el libro logra explicar algunas cosas, su extraño título mueve a confusión: «Cuando lo que Dios hace no tiene sentido». ¿Significa efectivamente eso? ¿Que hay veces en que lo que Dios hace no tiene sentido? ¿Que el sufrimiento no tiene sentido?
Muchas veces el cristiano, debido a su ceguera, no halla sentido a su sufrimiento. Pero decir que el sufrimiento de los hijos de Dios no tiene sentido es atribuir a Dios un despropósito. Si nosotros, siendo malos padres, procuramos el bien de nuestros hijos y dirigimos nuestras acciones para con ellos según un fin noble, ¿cuánto más nuestro Padre, que es santo, justo y bueno perseguirá un fin noble con nosotros, sus amados hijos?
Todo nuestro sufrimiento persigue un buen fin, porque Dios lo utiliza para nuestro bien, aunque en el momento que lo estemos viviendo no lo entendamos así. «Y sabemos que a los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien…» (Rom. 8:28). La primera cosa necesaria cada vez que llega el sufrimiento es, entonces, preguntar al Señor cuál es el objetivo de este dolor. Si él concede la gracia para verlo, el sufrimiento tendrá sentido y será mucho más soportable. Y sobre todo, permitirá al cristiano adoptar la actitud correcta, no de queja, sino de adoración y aun de alabanza.
Quejarse de Dios, reclamar por el sufrimiento, o imprecar en forma desesperada acerca del por qué de tal aflicción, es deshonrar el bendito nombre de Aquel que nos amó tanto, que dio a su Hijo para que nos redimiera de toda maldición y de toda angustia. Todo dolor es pasajero, y toda aflicción es la mínima porción necesaria para nuestro propio bien.
El propósito final de todo dolor es producir en el cristiano verdadera contrición y humillación de espíritu. Persigue lo que algunos han denominado «el despojamiento o vaciamiento del yo», para que Cristo tenga la preeminencia en su vida y su conducta. Este es un proceso necesariamente doloroso, porque el hombre se ama demasiado a sí mismo, y porque su corazón es engañoso y muy desconocido para él (Jer. 17:9-10; Deut. 8:2-5).
Solo a través de este largo proceso, el corazón va quedando al descubierto en toda su precariedad, a la par que el carácter de Cristo va develándose a los ojos del creyente con su mayor atractivo y esplendor. ¡Finalmente, el yo es despojado de su trono y Cristo es entronizado! Entonces, su grato olor se hace sentir a través de ese pobre vaso roto, de ese frasco quebrado (Mar. 14:3). ¡Entonces Cristo es plenamente glorificado en sus siervos!
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