Dios quiere recuperar su imagen en nosotros, y parte de ese proceso consiste en hacernos pasar por el fuego y por el agua.
En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo».
– 1ª Pedro 1:7.
¿Por qué existe el mal? ¿Por qué Dios permite el mal? Intentando dar respuesta a estas interrogantes, a la luz de la palabra de Dios, podemos decir que es un tema propio de la soberanía de Dios. Dios ha permitido el mal porque él quiere manifestar su gloria, porque sin el conocimiento del mal nunca podríamos haber apreciado la gloria de Dios.
También podemos percibir que Dios permite el mal para formar el carácter de Cristo en nosotros. Aquello que se perdió en el mal moral, en la caída, Dios quiere recuperarlo, formando su imagen en nosotros, y él usa los sufrimientos para la formación de ese carácter.
Aunque el mal está vencido, aún sigue presente; pero, un día, Dios enjugará nuestras lágrimas, y nunca más habrá llanto ni dolor, porque el mal habrá desaparecido para siempre.
Mudando los títulos
¿Por qué Dios permite el mal para sus hijos? Es porque él quiere formar el carácter de Cristo en nosotros.
Dios nos trasladó de la muerte a la vida, mudando los títulos negativos que teníamos, como hijos de ira, hijos de desobediencia, hijos de perdición, hijos del diablo. Esos títulos fueron cambiados cuando él nos regeneró y nos transformó mediante la luz del evangelio.
La palabra del Señor dice que, de la misma manera como Dios dijo: «Sea la luz», así también «resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2ª Cor. 4:6).
Dijo Dios: «Sea la luz»; pero, para nosotros, es como si hubiera dicho: «Sea la cruz», porque fue la obra de la cruz, el evangelio de la cruz, lo que iluminó nuestros corazones.
Cuando la luz de Dios resplandeció en nuestro interior tenebroso, esto produjo un cambio radical en nuestras vidas, una operación divina, un milagro, en el cual nosotros no tuvimos ninguna participación, porque no fue por nuestras obras, ni fue porque nosotros buscamos a Dios. Él nos buscó a nosotros; él lo hizo todo.
Tres categorías de hijos
Las Escrituras agrupan a los hijos de Dios en tres categorías: los hijos recién nacidos, los hijos disciplinados y los hijos manifestados.
Los hijos recién nacidos llegaron a ser tales por un milagro de Dios. No había ninguna posibilidad para nosotros de experimentar este cambio. Fue por una obra enteramente de Dios. La fe nació en nosotros cuando el Espíritu Santo nos tocó con la palabra del evangelio. Y nosotros obedecimos, creyendo en el Señor. La fe no es nuestra, sino un don de Dios. ¡Gloria al Señor!
«Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre. Os escribo a vosotros, padres, porque conocéis al que es desde el principio. Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre. Os he escrito a vosotros, padres, porque habéis conocido al que es desde el principio. Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno» (1ª Juan 2:12).
Juan muestra esta escala ascendente de hijitos, jóvenes y padres. Los hijitos se relacionan con el Padre y tienen gratitud con él porque les ha perdonado sus pecados. Son los recién nacidos de Dios. Los jóvenes son fuertes y han vencido al maligno; ellos ya han alcanzado cierta madurez. Y los padres son los hijos mayores, que han alcanzado la madurez; ellos son capaces de engendrar hijos y abundan en frutos espirituales.
Los hijitos son aún pequeños. Juan dice que todo aquel que cree en el nombre de Jesús recibe del Padre la potestad de ser hecho hijo de Dios. En ese texto, hijo de Dios se refiere a un bebé recién nacido (en griego, teknós). Pero en Hebreos 2:10, la expresión «llevar muchos hijos a la gloria», no se refiere a bebés sino a hijos maduros.
Dios quiere llevarnos de menos a más; él no quiere llevar un jardín infantil, sino hijos maduros, a la gloria. Entonces, se espera que lleguemos a una estatura espiritual que permita a Dios poner en nosotros su vida, su autoridad, su gracia, su nombre, y nosotros podamos actuar en su representación. En esto consiste la madurez espiritual.
Esto es lo que Dios quiere para nosotros. Ahora, ¿cómo Dios logrará esto? ¿Cómo se alcanza este crecimiento? Entonces, aquí aparecen los hijos disciplinados.
Hijos disciplinados
La palabra del Señor nos dice que Dios «azota a todo el que recibe por hijo» (Heb. 12:6). Entonces, los azotes son los sufrimientos. Aquí vemos que Dios está permitiendo el mal. Él le dice a Israel: «Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti» (Is. 43:2). Dios permite que pasemos por el fuego y por el agua. Esta disciplina suya es formativa y correctiva.
A algunos comentaristas de las Escrituras no les gusta decir que Dios castiga a sus hijos. Ellos prefieren hablar de disciplina, y de que esa disciplina es algo así como un consejo. Ellos presentan a Dios como un abuelito de barbas blancas que siempre está perdonando todo lo que hacen sus nietos, diciendo: «No importa lo que hagan, porque son pequeñitos», y entonces él deja pasar todo.
Sin embargo, si nosotros tenemos una idea equivocada de Dios, no tendremos un conocimiento adecuado de él.
Dios es amor, pero también es fuego consumidor. Él trata a sus hijos con amor; pero cuando ellos no obedecen y toman por malos caminos, necesitan ser disciplinados. Los hijos de Dios tienen que aprender a discernir lo que Dios quiere, deben ser capaces de elegir, de tomar decisiones, para actuar correctamente.
Dios salva y corrige
Dios corrigió a Israel con grandes juicios. Con mano poderosa los salvó, pero también con mano severa los corrigió. Cuando se fueron tras los ídolos, él siempre los llamó para que abandonaran la idolatría. Y cuando su pueblo no obedecía, les enviaba castigos, sequías, lluvias y aun ejércitos enemigos, para que Israel se volviera a Dios.
El corazón del hombre es muy duro. Dios nos conoce, pero nosotros no nos conocemos.
La psicología dice que nosotros tenemos un punto ciego, que nos impide ver lo que los demás ven en nosotros. Eso es lo que enseña el Señor Jesús, cuando dice que vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga que está en el nuestro. Somos incapaces de vernos a nosotros mismos. Somos tan duros, difíciles de quebrar; por eso, Dios usará el quebrantamiento, y nos hará pasar por el fuego y por el agua.
«En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo» (1ª Ped. 1:6-7).
Aquí tenemos el símbolo del fuego, que significa la prueba, las aflicciones, los males que Dios permite, con un propósito – formar a Cristo en nosotros.
El bien de Dios
Hay otro texto conocido, en Romanos 8:28-29: «A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien». Este texto ha sido explicado de una manera errada, entendiendo que todas las cosas ayudan al bien nuestro. Sin embargo, no se refiere a nuestro propio provecho, sino al bien de Dios. Todo lo que nos ocurre a los creyentes contribuye al bien de Dios. Ahora, ¿cuál es el bien de Dios? La formación de Su imagen en nosotros.
El mal se introdujo en el mundo cuando el hombre cayó en el pecado, y la imagen de Dios fue distorsio-nada en la naturaleza humana. La historia de la salvación tiene que ver con la acción de Dios para recuperar esa imagen en nosotros.
Todo lo que Dios mostró de sí mismo: la ley de Moisés, la palabra de los profetas, la palabra de sabiduría, todo lo que está escrito en el Antiguo Testamento, fue para que nosotros nos volviéramos a Dios. No obstante, toda esa Palabra, aunque es palabra de Dios, no fue capaz de convertir el corazón extremadamente duro del hombre. Entonces, tuvo que venir Dios mismo, en Cristo, para poder redimirnos y hacer esta obra de transformación.
La cruz
Dios quiere recuperar su imagen en nosotros. La obra de Cristo en la cruz fue para nuestra salvación. Pero ahora, la vida de Cristo en nosotros tiene que operar la transformación.
Aquí tenemos ahora el camino de la cruz. El Señor nos invita a negarnos a nosotros mismos. Por eso, Pablo decía: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gál. 2:20). Cuando un creyente ha logrado aprender esta lección, entonces ha adquirido una medida de madurez.
Podemos hablar o escribir mucho acerca de la cruz, podemos componer poemas y canciones o predicar grandes mensajes acerca de la cruz. El hermano Watchman Nee, en una reunión de obreros en China, decía: «Hemos venido hablando de la cruz por diez años, pero aún no vemos la realidad de ella en nuestras vidas». Cuán duros somos. Una cosa es que sepamos lo que la Biblia dice al respecto; pero no necesariamente vivimos lo que sabemos de ella.
Como el oro
El Señor compara nuestra fe con el oro. Para purificar el oro, hay que meterlo al fuego. Nuestra fe es comparada con el proceso por el que pasa el oro. ¿Por qué Dios permite el mal? Porque el mal, que es la prueba de fuego, ayuda a purificar nuestra fe.
El oro es el elemento más codiciable que existe, pero nuestra fe es más preciosa que el oro. Quien no percibe esto, nunca podrá apreciar el beneficio de pasar por la prueba.
Ahora, cuando Dios nos hace pasar por el fuego, no es porque él simplemente quiera hacernos sufrir. No, él es amor, pero también es fuego consumidor. En su justicia, él no puede permitir el pecado. Él es santo.
La santidad no es solo una cualidad de Dios, sino la suma de todas las virtudes divinas. Entonces, los hijos de Dios estamos siendo entrenados para ser santos. Él nos llamó para eso, para ser configurados a la imagen de Jesucristo.
Entonces, cuando somos puestos en el fuego, debemos dar gracias a Dios. Y aun debemos dar gracias a Dios en todo, no solo por las cosas buenas, sino también por las cosas malas, porque todo ayuda «al bien de Dios», que es recuperar Su imagen en nosotros. Es lo más grandioso que pueda acontecernos.
Propósito a través del mal
Hoy podemos tener una visión más clara respecto del mal. Nada nos separará del amor de Dios; ni la muerte, ni la enfermedad, ni la pobreza, ni el hambre, ni las persecuciones, ni ninguna cosa creada, ni aun el mal que proviene de Satanás y los demonios.
El Señor tiene poder sobre el mal sobrenatural, y no debemos tener temor de ellos, «porque mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo» (1ª Juan 4:4).
Los creyentes podemos pasar por las pruebas más terribles, así como ocurrió con el pueblo de Israel, cuando Dios les llevó hasta el límite de sus fuerzas, hasta el punto que ellos muchas veces protestaron: «¿Para qué nos trajo Dios por este camino?». Sin duda, siempre que el hombre es puesto en el fuego de la prueba, la primera pregunta que sale de su boca es: «¿Por qué?». Esa es la historia de Job. En el capítulo 3 del libro de Job, él hace cinco veces la pregunta: «¿Por qué?».
¿Por qué Dios permite el mal? Primero, porque él es soberano. Segundo, porque, a través del mal, Dios forma en sus hijos el carácter de Cristo. Tercero, porque el mal hace más visible la gloria de Dios.
En el huerto de Getsemaní, cuando el Señor estaba a punto de enfrentar la mayor de las pruebas, dijo: «Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez» (Juan 12:27-28).
¿Cómo se glorifica Dios? «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2ª Cor. 4:6).
Si ya ha resplandecido Dios en las tinieblas de tu corazón, eso es algo maravilloso. ¿Cómo podríamos conocer la gloria de Dios, si no tuviéramos noción del mal del cual fuimos rescatados? La justicia y el amor de Dios convergen perfectamente en la cruz del Calvario. No podríamos apreciar eso si el mal no hubiera existido.
Síntesis de un mensaje impartido en Tapejara (Brasil), en mayo de 2014.