Es interesante ver cómo Dios, aun sabiendo de la impotencia del hombre, le da primero a él la responsabilidad. Primero fue con Adán cuando lo puso en el huerto del Edén; le creó todo un ambiente favorable, le dio un libre albedrío; pero, en pocas horas, el hombre cayó. Adán escogió equivocado dos veces: dio oídos a su mujer y después la siguió a ella en lugar de obedecer a Dios.

Después Dios llamó un pueblo e hizo un pacto con ellos. Un pueblo santo, un reino sacerdotal, para que Él fuese conocido a través de ese pueblo en toda la tierra, pero su pueblo invalidó aquel pacto. Ellos tentaron y desobedecieron a Dios, y no guardaron sus testimonios (Sal. 78.56).

Siglos más tarde, Dios derramó su Espíritu sobre toda carne, el día de Pentecostés (Hechos 2.17). Un nuevo pacto, una nueva alianza, con el hombre. Ahora la ley estaría en sus corazones, y ellos tendrían el Espíritu para guiarlos. Todo fue confirmado por el Señor con señales, prodigios, maravillas y dones del Espíritu. Pero unos 30 años después, aquello que había sido iniciado por el Espíritu estaba terminando en la carne. Estaban cayendo de la gracia, abandonando el primer amor (Gál. 5.4; Apoc. 2.4).

Caímos en Adán en cuanto a nuestra libre elección, caímos como pueblo en obedecer a sus mandamientos y caímos como iglesia. Ya tuvimos nuestra oportunidad de escoger las cosas, y en todas ellas caímos. Miserables hombres somos. ¿Quién nos librará de este cuerpo de muerte? Gracias a Dios por Cristo Jesús nuestro Señor.

Un hombre, el Hijo del Hombre, Jesús, se levantó para primero obedecer en todo, y después restaurar todas las cosas. Primero, en este tiempo presente, empezó a restaurar el hombre, haciéndolo primicias de sus criaturas, transformándolo de gloria en gloria en su imagen (2 Cor. 3.18), por el lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espírito Santo (Tit. 3.5). Y cuando su obra de restauración termine, él se presentará a sí mismo una iglesia gloriosa, santa e irreprensible (Ef. 5.26-27).

No podemos ignorar la oportunidad que nos fue dada y nuestra caída; en todo ello fallamos, pero ahora por Cristo somos más que vencedores. Todo lo podemos en Aquel que nos fortalece, tanto para escoger la buena, perfecta y agradable voluntad de Dios, como también para obedecerle y vivir como iglesia.

Solo por Cristo ya podemos gozar de aquello que aun va a ser restaurado; solo por Cristo podemos vivir como hermanos, amándonos unos a otros. Lo que es imposible para el hombre, es posible por Cristo. Solo por él podemos andar en el camino, en la verdad y en la vida; solo por él ya podemos gozar en plenitud de aquello que un día veremos en su realidad plena.

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