…porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús».
– Efesios 2:10.
Ayer decíamos que la iglesia es un poema, y que solo Dios puede escribirlo, o componerlo. Cuando consideramos lo que significa humanamente componer un poema, tenemos una vislumbre de cómo ha de ser el componer este poema magistral que es la iglesia. Al leer la literatura clásica en cualquier idioma con tradición literaria, comprobamos el magnífico arte de la composición. Quien ha incursionado en las leyes y formas de la poesía podrá concordar en que escribir un poema es cosa dificilísima, muy distinto de lo que hoy la mayoría de los actuales poetas entienden por poesía.
Leer, por ejemplo, un soneto de Quevedo, de Góngora o de Garcilaso, para los hispanohablantes, o uno de Shakespeare para los de habla inglesa es un deleite de armonía y perfección. En ellos el idioma castellano o el inglés alcanzó los más altos fulgores. Los que alguna vez han intentado imitarles, saben cuán imposible es. Intentar traducirlos, es traicionar su esencia. El arte de los cuartetos y tercetos, de las rimas y los ritmos, es de tan alta factura, que tan solo una sílaba mal puesta, puede resultar un grave descalabro.
¿Cuánto más la edificación de la iglesia? El hecho de que el Señor haya dicho: «Yo edificaré mi iglesia», significa que no hay ningún hombre que esté aprobado para ello. Pues se trata de una creación espiritual, de una obra maestra de Dios, cuyos resortes internos solo el Creador conoce. Cualquier hombre que introduzca su mano en ella la echará a perder, por dotado que sea.
La edificación de la iglesia es un todo armónico que involucra millones de vidas, en diversos contextos culturales, raciales; diversos niveles de madurez, de idiosincrasia, de sensibilidad. ¿Cómo alguien podría entrar allí y hacer algo provechoso? Pablo mismo se consideraba un mero «maestro constructor» (NVI), dejando por sentado que Cristo es el Arquitecto. Y luego, él decía que se precisaba del trabajo de otro que edificara encima, y después, que cada uno sobreedificara (1 Cor. 3:10).
La serie de ministros de la Palabra de Efesios 4:11 en conjunto, y ninguno de ellos por sí solo, son necesarios para colaborar con Dios en este trabajo del equipamiento de los santos. Y siempre que sean hombres que hayan comprobado la impotencia de su carne, y que lo hagan en el espíritu, como Pablo lo dice claramente: «Porque nosotros somos … los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne» (Fil. 3:3).
Si Dios tuvo que llamar a Moisés al monte para mostrarle el modelo del tabernáculo, y luego capacitar a hombres como Bezaleel y Aholiab para realizar esos diseños, ¡cuánto más, tratándose de la iglesia, deberán poner la mano en ella solo los que han sido calificados por Dios! Porque, en definitiva, solo Dios sabe componer este magnífico ‘poema’ que será su deleite por la eternidad.
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