Salvado y recompensado
Supongamos que, por alguna razón, una gran compañía naviera anunciase que dentro de 60 días uno de sus grandes transatlánticos saldría de Buenos Aires para Londres y que la compañía daría pasaje gratis a todos los que se embarcaran en él. Pronto se completa el pasaje del barco. Supongamos que estamos entre los favorecidos. Llega el día de la partida, y estamos todos a bordo, con pasaje gratuito. Salimos del puerto, volviendo la espalda a nuestra patria.
Después de varias horas de viaje, el capitán se aproxima a un grupo de hombres, y les dice: «Señores, estoy en un grave aprieto. Uno de mis hombres ha enfermado, y necesito imprescindiblemente un hombre para ocupar dicho puesto». «Capitán, yo puedo tomar ese trabajo», dice uno de nuestro grupo. El capitán explica al hombre cuál es su trabajo, y durante varias horas al día él trabaja para el capitán.
Al llegar, el hombre recibe un cheque por cierta cantidad. «¿Para qué es esto?, pregunta nuestro amigo». «Oh, eso es para pagarle su trabajo a bordo. Yo no hubiera podido pasar sin usted», dice el capitán. «Pero», dice el hombre, «yo no le cobro nada por el trabajo; yo tenía pasaje gratuito, usted sabe». «Así es. Por cierto usted tiene pasaje libre, como todos los demás pasajeros; mi compañía prometió a usted pasaje gratuito, y yo debo cumplir tal promesa. Usted tiene que aceptar pago por su trabajo».
Ahora bien, esto ilustra la diferencia entre la salvación –el don gratuito de Dios– y la recompensa que se gana por servicios prestados. Dios nos da pasaje gratuito en la vieja nave Sion, y nos desembarcará en el puerto del eterno descanso y paz. Además de esto, y sobre esto, el Maestro nos pagará –nos recompensará– por los servicios prestados durante el viaje. Como dice Pablo: «Dios pagará a cada uno conforme a sus obras».
Adaptado de «Tras las almas perdidas», de Austin CrouchSin luz no tienen belleza alguna
Las joyas, en sí mismas, no tienen valor a menos que sean traídas a la luz. Colocadas en ciertas posiciones, reflejarán la belleza del sol. De otra forma, en ellas no hay belleza alguna. El diamante que es llevado a la oscura galería o a la profunda mina subterránea no muestra ninguna belleza. ¿Qué es ella sino un pedazo de carbón, un poco de carbono común, a menos que ella se convierta en un medio para reflejar la luz? Así sucede también con las otras piedras preciosas. Sus variados tonos no son nada sin la luz. Cuantas más facetas tengan, reflejan más luz y exhiben más belleza. Si cogemos un diamante en bruto, veremos que no hay brillo en él. En su estado natural él no refleja luz alguna.
Así somos nosotros en un estado natural, de ninguna utilidad, hasta que Dios comienza a brillar sobre nosotros. La luz que existe en un diamante no es su propia posesión: es la belleza del sol. ¿Qué belleza existe en un hijo de Dios? Solamente la belleza de Jesús. Nosotros somos su pueblo especial, escogido para manifestar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable.
À Maturidade, Nº 27, 1995.