El legado de fe de un niño.
Bob y Linda Thrasher
Nuestro hijo, Timmy, nació con fibrosis quística. A la edad de 11 años, se fue al hospital para no regresar más a casa. Mi esposa y yo pasamos cinco de los días más largos de nuestras vidas allí, viéndolo morir. Si yo pudiera morir con la mitad del coraje con que él enfrentó ese trance, creo que me podría considerar una persona muy valiente.
Después de un par de días en el hospital, llegó a estar tan débil que tuvimos que aumentar la dosis de oxígeno al máximo nivel posible. Con la fibrosis quística, los pulmones se llenan con mucosidad, y la persona se ahoga en ella, muy lentamente.
Al tercer día, vino el Señor. ¡Oh, qué alivio! De repente, Timmy me dijo: «¡Papá, Jesús está aquí!». «¡Papá, Jesús está aquí!».
Yo le respondí: «Lo sé, hijo», tratando de agradarle y de hacerle las cosas más fáciles, pensando que él estaba hablando incoherencias.
Él dijo: «¡No, papá, de verdad, él está aquí!».
Yo arqueé mis cejas y contesté: «¿Ah, sí?».
«¡Es cierto, papá, él está realmente aquí!».
«Sí, te creo, hijo», le dije, todavía tratando de no decir algo equivocado.
Mostrando la cama, Timmy me dijo: «Él está sentado aquí, papá».
Moví mi brazo del lugar que él señalaba, y pregunté: «Bueno, ¿estoy yo en su camino?».
Con una sonrisa de seguridad, él dijo: «Oh no, no. Tú no estás en su camino, papá. Él vino para guiarme por el valle. No hay más miedo, papá. No tengo que tener miedo». Y luego, inexplicablemente, comenzó a recitar el Salmo 23.
Lo que ocurrió después está más allá de la descripción o la comprensión. Durante las próximas dieciséis horas, Timmy comenzó a alabar a Dios. ¿Cómo entender? He aquí un niño con el oxígeno elevado hasta ocho litros. Nosotros lo reducíamos a seis cuando él estaba relajado o dormido, porque con más de seis litros se producen quemaduras en las fosas nasales. Pero aquí estaba él, alabando al Señor, repitiendo una y otra vez: «¡Jesús, te amo! ¡Jesús, te amo!», tributándole una sencilla alabanza de corazón.
Hacia el último día, estuvo frecuentemente dentro y fuera de la conciencia. Cuando despertaba, la falta de aire se hacía insoportable para él, así como para nosotros, al verlo sufrir tanto. Cada vez que despertaba, le hablábamos del Señor, y él decía: «Oh sí, tengo que ir con Jesús. Quiero estar con él». En esa hora, él se esforzaba mucho para respirar, y sudaba copiosamente.
Cerca de las dos de la madrugada, el último día –cuando para todos los efectos prácticos él estaba muerto– de pronto, salió de la cama, echó sus brazos alrededor de mí y dijo con voz muy firme: «¡Papá, he visto a Jesús! Sé cuán grande es él, ¡y yo lo amo!».
No dijo ninguna palabra más después de eso. Un par de horas más tarde, salió de la cama de nuevo cuando mi esposa tomó el turno de cuidarlo, y la abrazó. No le habló nada; sólo estuvo abrazado a ella cerca de media hora.
Esa noche, como a las 10, yo había empezado a orar. Mientras oraba, mi mente empezó a recordar las veces en que Timmy y yo habíamos hablado, cuando él me preguntaba qué haría yo después de que él muriese. Le dije que probablemente yo estaría bastante enojado, muy enojado con Dios, pero que yo lo perdonaría. Timmy se reía, viendo la clase de papá que tenía.
Después de orar, fui donde Timmy y peiné sus cabellos. Luego enjugué su frente, y le dije: «Hijo, voy a hacerte una promesa. No voy a enojarme con Dios. Yo amo a Jesús… Y Timmy, no voy a permitir que tu muerte me haga enojar o tener amargura hacia Dios».
Unos momentos más tarde salí de la habitación, caminé hacia una ventana y comencé a orar de nuevo. A lo lejos, vi una capilla. El sol se ponía y era muy hermoso. Mis ojos se fijaron en la cruz en la parte superior de ese edificio, y empecé a decir: «Señor, yo te amo… Me consagro de nuevo a ti. Estoy cansado de luchar, Señor. Sólo quiero ser tu siervo».
Mi esposa salió de la habitación por un instante, y supe que estaba cerca del punto de agotamiento. Y yo también. En ese momento, ella me miró y dijo: «¡Dios, no puedo más! Estoy completamente exhausta…».
Poco después, mi esposa gritó. Supe lo que estaba sucediendo, y corrí al cuarto, justo a tiempo para ver a Timmy en su último aliento.
Los próximos meses empecé a caminar lento y constante con el Señor. Me convertí en otra persona. Poco a poco comencé a ver que todos los problemas en mi andar cristiano anterior habían sido causados por mí mismo. Uno de ellos era que yo ponía mis ojos en las personas, y no en Dios, y tenía una naturaleza crítica y juzgadora. En mi ignorancia (y orgullo), yo crecía amargado y enfadado con los demás, y no era más que un instrumento del maligno para sembrar discordia en el Cuerpo de Cristo.
No es la debilidad de otros cristianos lo que importa, ni sus defectos. Mantener los ojos fijos en Jesús y en Su bondad, es todo lo que cuenta. Timmy me enseñó eso. Sus últimas horas en esta tierra fueron una lección que nunca olvidaremos – cómo él encontró paz y consuelo en Jesús, y no en el hombre.
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