Revisando conceptos básicos en la predicación del glorioso evangelio de salvación.
Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”.
– 1 Tim. 1:15.
Cuando los antiguos profetas venían de parte del Señor, predicaban tales juicios y amenazas y calamidades que sus rostros reflejaban mucha tristeza y sus corazones pesar. A menudo comenzaban sus mensajes anunciando: «La carga del Señor, la carga del Señor». Pero ahora, nuestro mensaje no tiene esa carga. Ni amenazas ni truenos forman parte del evangelio. ¡Solo se habla de misericordia! El amor es la suma y la sustancia del evangelio: amor inmerecido, amor hacia el primero de los pecadores.
Sin embargo, en relación a nuestra predicación, sigue siendo nuestro gozo y delicia predicar esa carga. Independientemente de cómo predique hoy, espero que esta palabra de Dios prevalezca en la conciencia de todo hombre, y que todos aquellos que nunca han encontrado un refugio en Jesús, por esta sencilla predicación de la Palabra, sean persuadidos a venir para comprobar y ver que el Señor es bueno.
Hoy veremos dos grandes temas: en primer lugar está el texto, y luego hay una doble recomendación agregada al texto: «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos».
1. La declaración de Pablo
En la declaración del apóstol: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores», veremos tres elementos muy importantes: el Salvador, el pecador y la salvación.
El Salvador
En primer lugar está el Salvador. Cuando se explica la fe cristiana, éste es el punto por donde debemos empezar. La persona del Salvador es la piedra angular de nuestra esperanza. Sobre él descansa la eficacia del evangelio. Si alguien predicara un Salvador que es un simple hombre, no sería digno de nuestras esperanzas, y la salvación predicada sería inadecuada a nuestras necesidades.
Toda la salvación descansa sobre la Persona del Salvador. Cuando predicamos el evangelio, no debemos titubear. Debemos mostrar hoy un Salvador tal, que ni la tierra ni el Cielo podrían mostrar; es tan amante, tan grandioso y tan poderoso, que es muy evidente que él fue destinado desde el principio para llenar nuestras más profundas necesidades.
Sabemos que Jesucristo, quien vino al mundo para salvar a los pecadores, era Dios. Y que desde mucho tiempo antes de que viniera a este mundo, los ángeles lo adoraban como al Hijo del Altísimo. Aunque Jesucristo era el Hijo del Hombre, hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne, él era desde toda la eternidad el Hijo de Dios, y tenía en sí mismo todos los atributos de la perfecta Divinidad.
¿Qué otro mejor Salvador podría tener cualquier hombre que el propio Dios? Si desde el principio desplegó los cielos como un velo e hizo la tierra para que el hombre pudiera habitar en ella, ¿no es capaz de rescatar al pecador de la destrucción? Siendo Dios, él es omnipotente e infinito. Cuando él emprende algo, tiene que realizarse. Puesto que Jesucristo Hombre es también Dios, al anunciar al Salvador, tenemos plena confianza que estamos dando una palabra que es digna de toda aceptación.
El nombre dado a Cristo sugiere algo relacionado con su Persona. Él es llamado en nuestro texto: «Cristo Jesús». Esas dos palabras quieren decir: «el Salvador Ungido». Dios Padre, desde toda la eternidad ungió a Cristo para que ejerciera el oficio de Salvador de los hombres.
El Redentor que viene del cielo para redimir al hombre del pecado, no viene sin haber sido enviado. Él tiene la autoridad de su Padre que lo respalda en su obra. ¿Qué otro mejor Salvador necesitarías que Aquel a quien Dios ha ungido? ¿Qué más podrías requerir si el eterno Hijo de Dios es tu rescate y el ungimiento del Padre es la ratificación del pacto?
Sin embargo, no habríamos descrito completamente al Redentor mientras no hayamos advertido que él es Hombre. Cristo vino al mundo en el sentido de la más perfecta y plena unión con la naturaleza humana. ¡Oh, pecador, al predicar a un divino Salvador, tal vez el nombre de Dios sea tan terrible para ti, que difícilmente pienses que el Salvador se adapta a ti! Pero escucha de nuevo la vieja historia:
El Hijo de Dios abandonó su trono en la gloria y vino a nacer en un pesebre. Míralo crecer desde la niñez hasta salir al mundo a predicar y sufrir. Míralo gemir, humillado y despreciado. Míralo en el huerto, sudando gotas de sangre. Míralo en casa de Poncio Pilato siendo azotado. Míralo en la cruz, muriendo en una agonía terrible. Míralo en el sepulcro silente. Míralo finalmente, rompiendo las ataduras de la muerte, levantarse al tercer día para después subir a los cielos «llevando cautiva la cautividad».
Pecador, ahora tienes al Salvador ante ti, claramente manifestado. Este hombre, Jesús de Nazaret, aquel que murió en la cruz, era el Hijo de Dios, el resplandor de la gloria de Su Padre, «…el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp. 2:6-8).
¡Oh, que pudiera traerlo aquí ante ustedes, que pudiera traerlo aquí para mostrarles Sus manos y Su costado! Si pudieran poner sus dedos en el lugar de los clavos, como Tomás, y meter la mano en Su costado, creo que no serían incrédulos, sino creyentes.
Si conocieran a nuestro Señor aquellos que dudan y temen, dirían: «Oh, yo puedo confiar en él. Una Persona tan divina y sin embargo tan humana, ungida por Dios, debe ser digna de mi fe. Puedo confiar en él. Oh, si yo tuviera responsabilidad por todos los pecados de la humanidad y yo fuera el depósito de toda la infamia del mundo, aun en esas condiciones podría confiar en él, pues un Salvador así es capaz de salvar plenamente a los que vienen a Dios por medio de él». Esta, pues, es la Persona del Salvador.
El pecador
El segundo punto es el pecador. Si nunca hubiéramos escuchado este texto de la Biblia, supongo que habría un silencio sepulcral al leerlo por primera vez. «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». Serían todo oídos esforzándose por saber por quién murió el Salvador. Cada corazón preguntaría: «¿A quién vino a salvar?».
Si nunca hubiéramos oído el mensaje, ¡cómo palpitaría el corazón lleno de temor ante la inseguridad de poder cumplir con el perfil del carácter descrito! Cuán agradable es oír de nuevo la palabra que describe el carácter de aquellos a los que Cristo vino a salvar: Él «vino al mundo para salvar a los pecadores».
Reyes, no hay ninguna distinción especial para ustedes; los mendigos y los pobres podrán probar también Su gracia. El campesino sin educación es igualmente bienvenido. El judío no es más justificado que el gentil. Ni ustedes que están llenos de buenas obras y que se consideran santos entre los hombres, él tampoco los distingue a ustedes. El único y simple título, tan amplio como la humanidad misma, es sencillamente éste: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores».
Ahora bien, debemos entender el texto en un sentido general al leer que todos aquellos que Jesús vino a salvar son pecadores. Ellos eran por naturaleza pecadores. Él vino al mundo para salvar a pecadores conscientes de su pecado. Eso es muy cierto. Pero ellos no tenían conciencia de su pecado cuando él vino para salvarlos. No eran sino pecadores «muertos en delitos y pecados» cuando él vino a ellos.
Los hombres no eran pecadores sensibles cuando Cristo murió para salvarlos. Él los vuelve sensibles, es decir, que sienten convicción de pecado como un efecto de Su muerte. Aquellos por quienes murió son descritos –sin ningún adjetivo que disminuya el alcance de la palabra– como simples pecadores, sin ningún distintivo de mérito que los pueda distinguir de sus compañeros. ¡Pecadores!
Ahora, el término incluye una muestra de cada tipo de pecadores. Los pecados de algunos hombres son poco visibles. Que nadie piense que debido a que sus pecados son menores, hay menos esperanza para él. Si te puedes incluir en ese catálogo, ya sea al principio o al fin, no importa dónde, estás incluido. Y la verdad es que aquellos que Jesús vino a salvar eran originalmente pecadores, y puesto que tú también eres uno, no tienes ninguna razón para pensar que estás excluido.
También Cristo murió para salvar a los pecadores culpables de los peores pecados. Sería una vergüenza mencionar las cosas que practican en privado. Pero nuestro texto no excluye ni siquiera a éstos. ¿Acaso no hemos conocido a algunos blasfemos que son tan profanos que no pueden pronunciar palabra sin agregar un juramento? Pero no hay nada que pueda excluir incluso a éstos. Muchos de éstos serán lavados por la sangre del Salvador y serán hechos partícipes del amor del Salvador.
Este texto tampoco hace distinción en cuanto a la edad de los pecadores. Muchos hombres tienen un color de cabello totalmente opuesto al color de su carácter. Si se convirtieran ahora, sería ciertamente una maravilla de la gracia. ¡Cuán difícil es doblegar a un viejo roble! Ahora que ha crecido y se ha endurecido, ¿puede ser cambiada su inclinación? ¿Puede el gran Labrador darle forma? ¿Puede injertar en ese viejo tronco algo que traiga frutos celestiales? ¡Claro que sí! Él puede, ya que el texto no menciona ninguna edad y muchos han probado el amor de Jesús en sus últimos años.
En lo que se refiere a nuestro texto, no hay ningún tipo de límite. Debo entender el texto tal como está. Y ni siquiera por ti podría consentir en limitarlo. Dice: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». Ha habido algunos hombres salvos que han sido como tú. Entre ellos ha habido tremendos malvados. Entonces, ¿por qué no tú, incluso si eres tan corrompido como ésos?
Pecadores de cien años de edad han recibido la salvación. Entonces, ¿por qué no podrías recibirla tú? Si de uno de los ejemplos de Dios podemos inferir una regla y, más aún, si tenemos su propia Palabra que nos respalda, ¿dónde está el hombre que sea tan arrogante para excluirse él mismo y cerrar la puerta de la misericordia en su propia cara? No, el texto dice: «pecadores». ¿Y por qué ese texto no nos podría incluir a ti y a mí en su alcance? «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores».
Aquellos a los que Cristo vino a salvar son pecadores. Pero Cristo no salvará a todos los pecadores. Hay algunos pecadores que sin duda se perderán porque rechazan a Cristo. Lo desprecian. No se arrepienten. Eligen su propia justicia. No se vuelven a Cristo, no aceptan ni Sus caminos ni Su amor. Para tales pecadores, no hay promesa de misericordia, ya que no existe ningún otro camino de salvación.
Si quiero saber si Cristo murió por mí de tal manera que ahora pueda creer en Él y sentir mi salvación, debo responder a esta pregunta: ¿Siento hoy que soy realmente un pecador? En lo más profundo de mi alma, ¿es esa una verdad de Dios grabada con fuego: Yo soy un pecador? Entonces, si es así, Cristo murió por mí. Sin duda alguna seré salvo, si sintiéndome ahora un pecador, creo esa sencilla verdad de Dios y confío en ella como mi ancla en los tiempos de tormenta.
Díganme, hermanos, ¿están preparados a confiar en Él? ¿Acaso hay entre ustedes algunos capaces de decir que se reconocen pecadores? Te suplico que creas en esta gran verdad de Dios que es digna de toda aceptación: Cristo Jesús vino para salvarte. Conozco tus dudas y temores, puesto que yo mismo los he tenido. Y el único camino por el cual puedo mantener vivas mis esperanzas es simplemente éste: cada día soy traído a la Cruz. Creo que hasta mi lecho de muerte no tendré otra esperanza sino ésta.
Y la única razón por la que creo que Jesucristo es mi Redentor es simplemente esta: yo sé que soy un pecador. Puesto que el Señor me ha hecho sentir que estoy perdido, no lo habría hecho a menos que tenga la intención de salvarme. Y puesto que me ha permitido ver que pertenezco a esa clase de personas que él vino a salvar, deduzco de ello, más allá de toda duda, que él me salvará.
¡Oh!, ustedes que están buscando algo mejor de lo que puede ofrecerles este mundo loco, yo les predico el bendito evangelio del bendito Dios, Jesucristo el Hijo de Dios, nacido de la virgen María, que padeció bajo Poncio Pilato, que fue crucificado, muerto y sepultado y que fue levantado de nuevo el tercer día para salvarlos a ustedes, sí, a ustedes, pues él «vino al mundo para salvar a los pecadores».
Salvar a los pecadores
Y ahora, brevemente, el tercer punto. ¿Qué quiere decir salvar a los pecadores? «Cristo Jesús vino para salvar a los pecadores». Si necesitan un cuadro que les muestre lo que significa ser salvados, déjenme presentarles uno:
Hay un pobre infeliz que ha vivido durante muchos años en el más horrendo pecado. Se ha hecho tan indiferente al pecado que el vicio y la locura han arrojado su red sobre él y se ha convertido en alguien detestable pero incapaz de salir de esa condición. Se precipita hacia su ruina. Desde su niñez hasta su juventud y su adultez ha pecado sin freno y ahora se encamina hacia sus últimos días. El infierno ya se está abriendo para él, pero él aún no se da cuenta. Continúa en su impiedad, despreciando a Dios y odiando su propia salvación. Dejémoslo allí. Han pasado algunos años, y ahora escuchen otra historia.
¿Pueden ver a aquel espíritu que se destaca entre la multitud, cantando de manera muy dulce sus alabanzas a Dios? Está vestido de blanco, un símbolo de su pureza, y pone su corona a los pies de Jesús y le reconoce como Señor de todo. ¡Escúchenlo! ¿Lo oyen cantar la melodía más dulce que se ha oído en el Paraíso? «Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre … a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén» (Apoc. 1:5-6).
Este es exactamente el mismo hombre que un poco antes era terriblemente depravado. Pero fue lavado, fue santificado, fue justificado.
La salvación abarca todo el trayecto entre ese pobre hombre desesperadamente caído que vimos inicialmente, y el espíritu elevado a las alturas, ocupado en alabar a Dios, que vimos al final. Eso es lo que significa ser salvo: que nuestros viejos pensamientos, nuestros viejos hábitos y costumbres sean renovados. Que nuestros viejos pecados sean perdonados y que recibamos una justicia que no es nuestra. Tener paz en nuestra conciencia, paz con el hombre y paz con Dios. Tener el vestido sin mancha de una justicia que no es nuestra sobre nuestro cuerpo y ser sanados y lavados.
Ser salvos es ser rescatados del pozo de la perdición. Es ser levantados al trono del Cielo. Ser librados de la ira y de la maldición y de los truenos de un Dios airado, y ser llevados a sentir y probar el amor, la aprobación y el aplauso de Dios nuestro Padre y nuestro Amigo. Y Cristo da a los pecadores todo esto.
Al predicar este sencillo evangelio, no tengo nada que ver con aquellos que no se consideren pecadores. Mi evangelio es para los pecadores y solo para ellos. La totalidad de esta salvación tan amplia, preciosa y segura, está dirigida a los marginados, a los desechados; en una palabra, a los pecadores.
Creo haber declarado la verdad del texto. Ciertamente, nadie puede malentenderme a menos que lo haga de manera intencional. «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores».
2. Una doble recomendación
Y ahora, queda por delante la parte más difícil: la doble recomendación del texto. Primero, «Palabra fiel», que es una recomendación para el que duda. En segundo lugar, «digna de ser recibida por todos». Esta es una recomendación para el indiferente y también para el ansioso.
La Palabra fiel
«Palabra fiel». Este texto es para el que duda. El diablo, cuando se topa con una persona a quien va dirigido el mensaje, alguien que se siente pecador, redobla sus esfuerzos para que éste no crea. Satanás te dice: «No lo creas. Es demasiado bueno para ser cierto». Déjenme responderle con la palabra de Dios: «Palabra fiel» es ésta. Es buena y es tan verdadera como buena. Es demasiado buena para ser realidad si Dios mismo no la hubiera dicho.
Tú piensas que es demasiado buena para ser cierto, porque pesas el grano de Dios con tu propia balanza. Recuerda que tus caminos no son sus caminos, ni sus pensamientos son tus pensamientos. Pues bien, tú piensas que si algún hombre te ofende, no podrías perdonarlo. Sí, pero Dios no es un hombre. Él puede perdonar donde tú no puedes perdonar. Y en esas situaciones donde tú agarrarías a tu hermano por el cuello, Dios lo perdona setenta veces siete. No conoces a Jesús, de otra manera creerías en él.
Creemos honrar a Dios cuando pensamos grandes cosas de nuestros pecados. Recordemos que mientras debemos meditar en nuestros pecados, no le damos la honra a Dios si pensamos que nuestro pecado es más grande que su gracia. La gracia de Dios es infinitamente mayor que nuestros mayores crímenes.
Cristo te mira hoy desde la Cruz del Calvario con los mismos amantes ojos que una vez lloraron viendo a Jerusalén. Te mira, y dice: «Yo vine al mundo para salvar a los pecadores». ¡Pecador! ¿No vas a creer en él y confiar tu alma en sus manos? ¿No vas a decir: «Dulce Señor Jesús, tú serás nuestra confianza a partir de ahora? Por ti, renuncio a todas las otras esperanzas; tú eres y siempre serás mío».
Ven, tímido amigo, voy a tratar de darte ánimo, repitiendo nuevamente el texto: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». Te exhorto por tu honestidad, que puesto que afirmas creer en la Biblia, que creas en esto. Allí está. ¿Crees en Jesucristo? Por favor, respóndeme. ¿Crees que miente?
El Dios de la Verdad ¿se inclinaría a mentir? «No» dices tú, «todo lo que Dios diga, lo creo». Pues es Dios quien te lo dice, en su propio Libro. Cristo murió para salvar a los pecadores. Veamos, ¿no crees en los hechos? ¿No se levantó Jesucristo de su sepulcro? ¿No demuestra eso que su evangelio es auténtico? Y si el evangelio es auténtico, todo lo que Cristo declara que es el evangelio debe ser verdadero.
Te exhorto, puesto que crees en su resurrección, a que creas que él murió por los pecadores y a que abraces esta verdad. Además, ¿quieres negar el testimonio de todos los santos en el cielo y de todos los santos en la tierra? Pregunta a cada uno de ellos y te dirán que esto es verdad: Él murió para salvar a los pecadores. Yo, como uno de los más humildes de sus siervos, doy mi testimonio.
Les digo que cuando Jesús vino para salvarme, no encontró nada bueno en mí. Sé con toda certeza que no había nada en mí que pudiera recomendarme ante Cristo. Y si me amó, me amó porque así lo quiso, porque no había nada en mí para que me amara, nada que él pudiera desear en mí. Lo que yo soy, lo soy por su gracia. Por él soy lo que soy. Pero al principio me encontró como un pecador y la única razón de su elección fue su soberano amor. Pregunta a todo el pueblo de Dios y todos te dirán lo mismo.
El apóstol Pablo dice: «Yo fui un blasfemo, un perseguidor y alguien que hizo mucho daño, pero he obtenido misericordia, para que Cristo Jesús mostrase en mí, el primero, toda su clemencia». Entonces, si Cristo ha salvado al peor de los pecadores que haya existido, no importa cuán pecador seas tú, no puedes ser más pecador que el primero y el Señor tiene la capacidad de salvarte.
Oh, te suplico, por los miles y miles de testigos alrededor del Trono y por los miles de testigos en la tierra, por Jesucristo, el Testigo en el Calvario, por la sangre derramada que testifica aún ahora, por Dios mismo y por su Palabra que es fiel, te imploro que creas en esta palabra fiel, que «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores».
Recomendación a los indiferentes
Ahora vamos a concluir. En segundo lugar, este texto se recomienda para los indiferentes y también para los preocupados. Este texto es digno de toda aceptación por parte de la persona indiferente. Oh, hombre, tú lo desprecias. Dijiste en tu corazón: «¿Y a mí qué? Si esto es lo que predica este hombre, no me interesa escucharlo. Si éste es el evangelio, no es nada». Ah, amigo mío, es algo, aunque no lo sepas.
El tema que he predicado es digno de tu aceptación. Aunque un niño lo presentara, sería digno de tu atención, pues es de vital importancia. Amigo, no es tu casa la que está en peligro; no es solo tu cuerpo; es tu alma. Te suplico, como hombre, como tu hermano, como alguien que te ama y que desea librarte del horno, que no desprecies las misericordias que hay para ti. Porque esto es digno de toda tu atención y digno de tu aceptación sin límites.
¿Eres sabio? Esto es más digno que tu sabiduría. ¿Eres rico? Esto es más digno que toda tu riqueza. ¿Eres famoso? Esto es más digno que todo tu honor. ¿Eres de noble linaje? Esto es más digno que todo tu árbol genealógico, que toda tu apreciable herencia. Lo que predico es el tema más digno bajo el Cielo porque durará cuando todas las demás cosas desaparezcan. Estará a tu lado cuando tengas que estar solo. A la hora de la muerte, abogará a tu favor cuando tengas que responder al llamado de la justicia en el tribunal de Dios. Y será tu eterna consolación a través de las edades sin fin.
Al corazón preocupado
Ahora debo concluir. Pero mi espíritu siente que quisiera quedarse aquí. Es muy extraño que muchos hombres no se preocupen por sus almas. ¿Qué me debería importar que los hombres se perdieran o se salvaran? ¿Me serviría de algo la salvación de ellos? Definitivamente no tengo ninguna ganancia en ello. ¡Y sin embargo siento más por muchos de ustedes, de lo que ustedes sienten por ustedes mismos!
Oh, qué extraña dureza del corazón es revelada en el hecho de que un hombre no se preocupe de su propia salvación; que sin mediar ningún pensamiento, rechace la más preciosa verdad de Dios. Detente, pecador, antes de que te alejes de la misericordia que hay para ti. Detente, porque tal vez éste sea uno de tus últimos avisos, o peor aún, tal vez sea el último aviso que oirás jamás. Ahora está aquí. Oh, te suplico que no apagues el Espíritu. Cuando termines de leer este sermón no regreses a tus vanas preocupaciones. No olvides qué tipo de hombre eres.
Busca un lugar tranquilo, entra en tu aposento, cierra la puerta. Arrodíllate junto a tu cama y ¡confiesa tu pecado. Clama a Jesús, dile que eres un hombre degradado y en la ruina, sin su gracia soberana; dile que has visto hoy que él vino para salvar a los pecadores y que el pensamiento de un amor como ese te ha llevado a deponer las armas de tu rebelión. Dile que deseas de todo corazón ser suyo. Allí, con tu rostro inclinado, suplícale y dile: «¡Señor, sálvame, que perezco!».
Dios los bendiga a todos por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
http://www.spurgeon.com.mx