Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras. Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras. De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre».
– Juan 14:10-12.
Siempre que el Señor Jesucristo usa la expresión: «De cierto, de cierto…», es porque está afirmando una verdad indesmentible. Es algo que, en su esencia, es realidad; no puede ser cambiado. Lo dijo él. Y las palabras del Señor, aparte de ser espíritu y vida, también son autoridad.
El Señor Jesús hizo las obras del Padre, porque el Padre moraba en él. Por su bendita gracia, los creyentes poseemos hoy esta maravillosa realidad: que ahora, en nosotros, mora la vida del Hijo. Eso es indesmentible; no tenemos que hacer un esfuerzo para asumirlo. Creo que todos nosotros sabemos, y el mismo Espíritu da testimonio de esto, ¡que el Señor Jesucristo vive en nosotros!
El problema está en que nos falta asumir, o más bien asimilar, la segunda parte. De que, el Cristo que nos mora, tiene que hacer las obras en nosotros. Y muchas veces hemos pensado que nosotros, por el conocimiento que tenemos del Señor, pretendemos hacer cosas, y nos hemos pasado años en el intento, tratando de ser buenos cristianos, tratando de ser como el Señor e imitarlo en alguna medida. Pero ha pasado el tiempo y, tristemente, hemos fracasado.
Dos aspectos
Bendecimos al Señor pues en estos días, el Espíritu Santo está trayéndonos luz sobre esta palabra de Juan capítulo 14, y tenemos expectación por el rumbo que le está dando el Señor a la iglesia. Y si llegamos a creerlo y asumirlo, entonces, en estos días que vienen, vamos a comenzar a experimentar las primeras obras, el estilo de vida, la forma cómo el Señor vivió y obró.
Pero también está el segundo aspecto, esas obras maravillosas, las sanidades, las proezas, los milagros, en que al Señor hasta la naturaleza le obedecía. Bien decía nuestro hermano: ¿Cómo podremos hacer milagros como los que hizo el Señor, si antes no vivimos las obras primeras? ¿Cómo es posible que podamos hacer milagros y seguir siendo cristianos mediocres, tibios y carnales? No se puede hacer obras milagrosas, sin primero expresar Su vida maravillosa en nuestros corazones.
Rogamos al Señor que en estos días podamos experimentar esta doble obra del Señor: nuestra manera de obrar aquí en la tierra como cristianos, santos, piadosos y justos, y las otras obras maravillosas, los milagros y las proezas. Dios tenga misericordia, y pueda hacer fructificar su palabra entre nosotros.
Vamos a volver a poner los ojos en este versículo. «El Padre que mora en mí, él hace las obras» (v. 10). Y en el versículo 12, dice: «…las obras que yo hago, él las hará también». La pregunta es: ¿Por qué el Señor no puede obrar en nosotros? ¿Por qué no podemos proyectar o expresar la vida de Aquel que mora en nosotros? ¿Dónde está el problema? ¿Dónde están anidados los conflictos, los obstáculos, aquello que ahoga la poderosa vida del Señor en nosotros?
La soberbia de Moab
Vamos a Jeremías capítulo 48. En la gracia del Señor, vamos a buscar los obstáculos. Que el Espíritu Santo escudriñe todas las cosas y pueda manifestárnoslo a cada uno en particular. Siento que todos nosotros estamos obstaculizados, desde los mayores hasta los menores, y hemos estado tristes por no poder expresar la vida preciosa del Señor. Nos conviene, por tanto, en estos tiempos, identificar, de alguna manera aquello que nos ahoga.
«Quieto estuvo Moab desde su juventud, y sobre su sedimento ha estado reposado, y no fue vaciado de vasija en vasija, ni nunca estuvo en cautiverio; por tanto, quedó su sabor en él, y su olor no se ha cambiado» (Jer. 48:11). «Hemos oído la soberbia de Moab; muy grandes son su soberbia, su arrogancia y su altivez; pero sus mentiras no serán firmes» (Isaías 16:6).
Después de recibir esta palabra, creo que el Señor nos va a pedir que nos vaciemos de muchas cosas que tenemos arraigadas por muchos años, que nos vaciemos y nos trasvasijemos de cosas que están escondidas en el laberinto de nuestra alma, aquellas que muchas veces encubrimos o negamos. Se dice de Moab que quedó con su olor y su sabor, porque no se trasvasijó.
Y de alguna manera, el capítulo 16 de Isaías nos muestra de qué no se vació, por qué quedó su olor y su sabor en él. Era soberbio, arrogante, altivo y mentiroso. A todos los cristianos nos persiguen esas cosas terribles con las cuales luchamos a diario. Si somos sinceros, a la luz de la verdad, tenemos que decir que es así. La arrogancia, muy escondida; la altivez y la soberbia están allí solapadas, y de vez en cuando nos juegan malas pasadas; cuando enfrentamos situaciones difíciles, entonces salen a relucir con todas sus fuerzas. Y de repente, desconocemos al que pensábamos que era un hermano, amigo o conocido, por sus reacciones tan violentas que a veces nos sorprenden.
Moab se solapó allí, no quiso sufrir. Cuando dice que nunca estuvo en cautiverio, no conoció el desierto, sino sólo las cosas buenas; nunca conoció el afligirse, el restringirse, sino que vivió siempre libre, esto es figura del cristiano que evade la cruz.
Hay arrogancia cuando exhibimos un exaltado concepto de nosotros mismos (y muchas veces luchamos contra aquello). Pensamos que lo hacemos mejor que otros, que si no decimos la última palabra, la última opinión, pareciera que las cosas no van a ir bien y que la iglesia no va a tener rumbo. Parece que la firma nuestra es la que tiene que definir y trazarle rumbo a la obra y a la iglesia. El alto concepto, es aquello que creemos ser, no siendo nada. Estas son cosas que están anidadas en el alma, y todavía no nos hemos vaciado de ellas.
Experiencia de Pablo
Hay algo que nos ilustra mejor esto, en Filipenses 3:13. «Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús».
Otra forma de vaciarse de aquello que estorba y ahoga, es la que aquí alude el apóstol Pablo. Nos da una chispa de esperanza. Cuando dice que ‘no pretende haberlo alcanzado’, está hablando de su carrera cristiana, de que él ha llegado a una medida de gracia, de obra, ha llegado a una medida de crecimiento espiritual, de morir o menguar para que Cristo viva.
Hasta aquí, según Filipenses 3, él había avanzado bastante, había explorado el territorio de Cristo, había tomado mucho de él, y de la misma manera lo había expresado y proyectado. Pero él da a entender que pudiera quedarse con esa medida de crecimiento y alegrarse con todo lo que ha vivido, y quizás tendría mucha recompensa, en el tribunal de Cristo, hasta ese punto de su carrera. Sin embargo, él ve que hay cosas que le están estorbando, y nos da dos opciones: o quedarnos con la medida que hasta aquí tenemos, o seguir extendiéndonos hacia adelante.
Muchos de entre nosotros también se han conformado con vivir una vida de cristianos salvados, viviendo de alguna gracia, manifestando algunos dones a medias, como cristianos en un círculo vicioso.
Una cosa hago
La expresión: «Una cosa hago…», se podría definir de esta manera: ‘Voy a poner todo mi esfuerzo, toda mi atención y mi mirada, voy a proyectar toda mi vida en el tramo de la carrera que me queda’. «Una cosa hago…». Es decir, me detengo en el camino y tengo dos opciones: Me quedo hasta aquí, o sigo explorando la maravillosa vida de Cristo.
Nosotros también tenemos tal opción hoy. Hoy estamos aquí, somos cristianos, nos reunimos, cantamos, oramos. Y pareciera que eso es todo, hasta cuando el Señor vuelva. Pero, hermanos, todavía no hemos vivido ni siquiera las primeras obras, de las cuales ya se nos ha compartido, y menos aun las segundas obras, las proezas y milagros.
Al parecer, tenemos que coincidir con el apóstol Pablo aquí, y decir: ‘Sí, yo también quiero esta opción; yo quiero más de Cristo. Quiero extenderme un poco más adelante; no quiero seguir dando vueltas, conformarme como estoy ahora. Quiero mucho más del Señor. Quiero consagrarme mucho más aún’.
«…olvidando ciertamente lo que queda atrás». Pablo olvidaba lo que quedaba atrás, incluyendo todas las glorias humanas y espirituales que había vivido, todas sus victorias, toda la reputación que tuvo en el fariseísmo, y aun todo cuanto pudo hacer como cristiano hasta ese momento. Teniendo la posibilidad de quedarse recordando y gloriarse en aquello, él opta por proseguir, dándonos la idea de una proyección, hacia lo que él define como «el premio del supremo llamamiento».
Pablo tenía mucho de qué gloriarse, había superado con creces a sus contemporáneos. Pero, en cuanto a ser hallado en Cristo, en participar de sus padecimientos, en cuanto a tomar la cruz, etc., ¿qué diremos de él? Sin embargo, él decía: ‘Olvidaré aquello. Me conviene olvidarme de todas las victorias pasadas, de las glorias, y no vivir de recuerdos maravillosos. Me conviene seguir explorando más a Cristo, y tener cada día una experiencia nueva con él’.
Sanando heridas
Pero, ¿de qué otra cosa también se olvidaba? Se olvidaba de todos los azotes, de todos los engaños, de las traiciones de sus amados consiervos. En algunos pasajes de la Escritura, dice: «Todos me han desamparado, no les sea tomado en cuenta… Demas me ha desamparado… Alejandro me ha causado muchos males», etc. (2a Tim. 4:10, 14, 16).
Y aún más, Filipenses capítulo 2 revela que, estando en la cárcel, necesitando tanta compañía y aliento, dice que los únicos que estaban con él eran dos personas fieles, pero ninguno más había con él, porque todos los demás buscaban lo suyo propio y no lo que era de Cristo Jesús. Su hijo Timoteo, y el joven Epafrodito, que había venido de la iglesia que estaba en Filipos, a mucha distancia, y se había quedado, por amor, con él en la cárcel en Roma.
Si leemos 1ª y 2ª a los Corintios, vemos que el apóstol Pablo revela de alguna manera lo que él padeció. Azotes, ayunos, lo dieron por muerto muchas veces, lo maltrataron; en tristezas, en fríos, en peligros hasta de los de su nación.
Aquí quiero entrar en una de las cosas que obstaculizan que el Señor fluya, que el que mora en nosotros haga las obras. Y quiero verlo en primera persona y en nosotros, que somos hermanos tan cercanos.
Antes de conocer al Señor, muchos de nosotros vivimos muy afligidos por diferentes cosas. Conocimos la pobreza, conocimos la discriminación, las traiciones de nuestros propios seres queridos, conocimos de muy cerca el abandono de los padres. Y muchos de nosotros aún no podemos olvidar. Y por eso la vida del Señor está ahogada, quisiera salir y no puede, permanece estancada a causa de todos esos recuerdos que van y vienen y muchas veces nos entristecen y deprimen.
¿Qué cosas tenemos que olvidar, o de qué tenemos que vaciarnos? ¿A qué tenemos que renunciar? ¿A quién tenemos que perdonar? Esto está en el mismo contexto de la palabra: Olvidando, renunciando, sacudiéndonos de esto, vaciándonos de aquello que nos estorba en el camino, para que la vida de Aquel que mora en nosotros pueda tener expresión. Sé que hay muchos hermanos aquí que hemos sido maltratados física y psicológicamente. Me incluyo entre aquellos a quienes el padre no les brindó amor, y por mucho tiempo vivimos como resentidos. Me identifico con aquellos discriminados que fueron objeto de mofas porque eran pobres o porque eran de una determinada cultura, y aún tienen resentimiento por ello.
Conozco a un muchacho, que ahora ya no es tan muchacho; han pasado los años. Vivió muchas discriminaciones, porque era mapuche, porque se burlaron y le colocaron sobrenombres, y todavía está allí, de alguna manera, esa espina que pincha. Ese muchacho vivió muy discriminado. Estaba tan acomplejado; le habían ahogado la personalidad. No podía hablar ante tres o cuatro personas; se turbaba por todo, se le trababa la lengua. Cuando le tocaba disertar en el colegio, no lo podía hacer, y se ponía a llorar.
¡Pero un día se encontró con el poderoso y bendito Salvador, Jesucristo! Y éste le transformó la vida, lo revolucionó por dentro; y toda la cultura pagana y todos los complejos cayeron. El Señor se hizo poderoso en su vida, y dio gloria a Dios y magnificó su nombre, y hasta este día lo ama, lo bendice y lo adora, porque el Señor fue el único que le transformó la vida. Y toda la discriminación, todo aquello que entristecía su vida, quedó atrás. Ahora encontró a Uno mayor que los problemas, mayor que todas las cosas. ¡Jesús es precioso, Jesús es bendito, Jesús es glorioso! ¡No hay nadie como él!
Olvidando, vaciando el corazón
¡Qué bien nos hace olvidar! ¡Qué bien nos hace renunciar a estas cosas! Es bueno poder bendecir a quien nos traicionó, al que nos maldijo y al que nos hirió la mejilla. Qué bien le hace esto al cristiano, porque empieza la vida de Cristo a aflorar desde adentro, y no está ahogada con resentimientos.
Percibo, por el Espíritu Santo, que incluso nuestra manera de ser y nuestra forma de hablar delatan que aún hay raíces de amargura en nosotros y hay resentimiento, y a esta altura, todavía no podemos renunciar y bendecir a aquel que nos hizo mal. Conozco a ese muchacho que, antes de recibir a Cristo, le deseaba la muerte a su padre, y alguna vez se había propuesto quitarle la vida. Pero después de conocer al Señor, hoy día puede llorar en su hombro, y abrazarlo y amarlo con un beso santo, olvidando todas las traiciones.
Hermanos amados, hace bien olvidar. «…olvidando ciertamente lo que queda atrás». Las traiciones, las palabras ofensivas, los resentimientos… y también las escasas glorias que de alguna manera hemos vivido. Nos hace muy mal creer que somos algo o alguien, creer que somos más que otros.
«…olvidando ciertamente lo que queda atrás». Tenemos dos opciones, amados hermanos. O quedarnos masticando amarguras, o perdonar, vaciándonos de todo peso del pasado. ¡Hoy es el día para sepultar resentimientos, renunciar y echarlos fuera! Porque, si usted no lo hace, va a seguir siendo un cristiano mediocre. Es necesario ser limpiados, vaciarnos de nosotros mismos y de todos estos obstáculos, para que fluya y se exprese la vida de Cristo. ¿Cómo vamos a bendecir, y cómo vamos a encomendar la causa al que juzga justamente, si ni siquiera podemos perdonar?
¿Queremos hacer las obras del que mora en nosotros? Bendito sea el Señor por esa respuesta. Entonces, vaciémonos, renunciemos, olvidemos, bendigamos, y sigamos las pisadas de nuestro bendito Maestro.
La figura de Manasés y Efraín
Quiero ilustrar esto de otra manera, también, en Génesis 41:50-52. «Y nacieron a José dos hijos antes que viniese el primer año del hambre, los cuales le dio a luz Asenat, hija de Potifera sacerdote de On. Y llamó José el nombre del primogénito, Manasés; porque dijo: Dios me hizo olvidar todo mi trabajo, y toda la casa de mi padre. Y llamó el nombre del segundo, Efraín; porque dijo: Dios me hizo fructificar en la tierra de mi aflicción».
Tenemos tantos ejemplos en las Escrituras, testimonios preciosos de hombres y de mujeres que cambiaron incluso su cultura, porque se encontraron con Otro mayor. Por ejemplo, Rut, que era moabita, con todas las características de la soberbia y la arrogancia de Moab. Pero un día tuvo visión, de alguna manera se le abrieron los ojos, y se convirtió en israelita. Bendita mujer, porque de ella vino el Cristo, el Mesías. No le importó su cultura, ni los dioses de sus padres; lo cambió todo, todo, por el Dios de Noemí, por el pueblo de Noemí, por los hermanos de Noemí.
Miremos un poquito a José, resumiendo un poco su historia. A temprana edad quedó sin su madre; sólo tenía a su padre y a sus hermanos. Era el preferido de Jacob, y el Señor tenía propósitos con él. Empezó a soñar cosas relacionadas con su vida y con el propósito de Dios. Tenía diecisiete años cuando su padre lo envió a ver a sus hermanos que apacentaban sus rebaños. Desde ese día en adelante, comenzó su aflicción.
José comenzó a vivir un martirio, aflicciones, traiciones, palabras ofensivas. Trece años de aflicciones en un lugar desconocido, lejos de Canaán, donde vivían su padre y su parentela. El hijo regalón, vendido por unas pocas monedas. No puede existir menosprecio y discriminación más grande; vender al de su propia sangre. Pero en Génesis 38, varias veces leemos: «Y Jehová estaba con él».
José tenía las promesas. Pero comenzó a ser afligido en gran manera en Egipto. Empezó a ver todas las cosas de nuevo, con una cultura muy diferente. Otras cosas, otros dioses, otra manera de hablar y de pensar. Fue calumniado y encarcelado. Vivió trece años de maltrato psicológico y físico. Fue un esclavo; aquel era realmente un trabajo arduo.
Sin embargo, el nombre de su hijo revela la realidad de su corazón, que es lo mismo de lo cual venimos hablando. «Y llamó José el nombre del primogénito, Manasés…». ¿Saben por qué? Porque le hizo olvidar. Se olvidó de todas las traiciones de sus hermanos, de la cárcel, de la mano dura del faraón, de la traición del copero, de todo aquello. Seguía caminando, seguía temiendo al Señor, y Dios se agradaba de él cada día.
Perdón y fructificación
Entonces, el nombre de su hijo primogénito, revela la realidad que este hombre vivió. A pesar de todas las cosas, revela que él había olvidado todo aquello. Esto nos puede ayudar, porque después de Manasés, después del perdón y del olvido que significa Manasés, viene Efraín, es decir, la fructificación.
Bendito sea el Señor, porque tenemos esperanza. El Señor quiere alumbrarnos por su palabra en estos dos nombres y quiere ayudarnos, ilustrándonos así la fructificación de la vida proyectada de Cristo en nosotros. Primero, tiene que nacer en medio de nosotros Manasés. «…olvidando ciertamente lo que queda atrás», vaciándonos, renunciando.
¡No es posible que hermanas de edad tengan que cerrar sus ojos con terribles cadenas de falta de perdón! Eso es inconcebible en un cristiano. Pudiera ser que hoy, si Dios tuviera misericordia de nosotros, se gestara y naciera Manasés en medio nuestro, y podamos decir: ‘Olvido y perdono’. Después de aquello, se apresura a venir Efraín. «Fructificación».
Profetizo a todos ustedes: Si llegamos a olvidar, si llegamos a renunciar a lo bueno y a lo malo, pudiera ser que Efraín se haga presente en estos días, y fructifiquemos no sólo al diez, al veinte y al cincuenta, sino al ciento por uno. ¿Qué es el ciento por uno, sino hacer la doble obra del Señor Jesucristo aquí en la tierra? Haciendo las obras, como persona, con el estilo de vida, pero también haciendo milagros y proezas por donde él iba caminando.
Es necesario renunciar, olvidar, para que haya fructificación. «Y llamó el nombre del segundo, Efraín; porque dijo: Dios me hizo fructificar en la tierra de mi aflicción». Entonces, tenemos esperanza de ser cristianos maduros, con obras. Y tenemos la esperanza de que puedan decir de nosotros: ‘¡Qué cristiano más hermoso! Se parece al Señor en sus actitudes. Pareciera que éste está siguiendo las pisadas del Maestro’.
Canción de esperanza
«Con mi voz clamé a Dios, a Dios clamé, y él me escuchará.
Al Señor busqué en el día de mi angustia; alzaba a él mis manos de noche, sin descanso;
mi alma rehusaba consuelo.
Me acordaba de Dios, y me conmovía; me quejaba, y desmayaba mi espíritu.
No me dejabas pegar los ojos; estaba yo quebrantado, y no hablaba.
Consideraba los días desde el principio, los años de los siglos.
Me acordaba de mis cánticos de noche;
meditaba en mi corazón, y mi espíritu inquiría:
¿Desechará el Señor para siempre, y no volverá más a sernos propicio?
¿Ha cesado para siempre su misericordia?
¿Se ha acabado perpetuamente su promesa?
¿Ha olvidado Dios el tener misericordia?
¿Ha encerrado con ira sus piedades?
Dije: Enfermedad mía es esta; traeré, pues, a la memoria los años de la diestra del Altísimo.
Me acordaré de las obras de JAH; sí, haré yo memoria de tus maravillas antiguas.
Meditaré en todas tus obras, y hablaré de tus hechos» (Sal. 77:1.12).
¡Aleluya! No ha encerrado el Señor sus piedades con ira. No, hermanos. ¡Hay esperanza! Creemos que todo lo que dice el Salmo 77 puede resumirse en esto: «Enfermedad mía es esta». Tenemos un Dios glorioso, un Dios grande. Y aún más: Hay una vida poderosa, indestructible, que está morando en nuestros corazones. Como dice el Salmo 77, si nos acordamos de las noches, de los fracasos y de todas las cosas que hemos vivido, por supuesto que vamos a estar estorbados y obstaculizados, truncados en nuestra carrera.
Pero también este Salmo nos invita a declarar: No más, Señor; esta es una enfermedad del alma mía. ¡Pero me levanto! Voy a experimentar la vida poderosa del Señor; lo voy a recibir, lo voy a atesorar, lo voy a considerar. Y voy a estar consciente, todos los días de mi vida, que llevo nada menos que al Hijo del Dios viviente en mi corazón. Y por dondequiera que vaya, lo llevo, y él está dentro de mí, y él hará las obras que realmente hay que hacer en esta tierra, para la gloria de Dios.
Que el Señor haga prosperar su palabra en todos nosotros. Amén..
Síntesis de un mensaje compartido en Temuco en Julio de 2010.