En estas tres palabras se encuentra el orden en que ha de ser vivida la fe en nuestro Señor Jesucristo.
Oír
Oír es de vital importancia en el orden espiritual, puesto que «la fe es por el oír» (Rom.10:17); «De cierto de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree…» (Jn.5:24). La fe se origina al oír la palabra de Dios. De ahí que el ministerio de la palabra es el más grande de todos los oficios, pues «agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1Cor.1:21) «… la fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios» (Rom.10:17).
La palabra aquí no es ‘logos’, sino el ‘rhema’. Eso implica que la palabra que sale de la boca de un mensajero es una palabra viva, la cual es Cristo. Tan serio es esto, que si no hay quien predique, no habrá quien pueda oír ni creer, y, por lo tanto, nadie podría ser salvo (de acuerdo con Romanos 10). Si la salvación se pudiera conseguir por la simple lectura de la Biblia (aunque algunos han sido salvos así), entonces bastaría con poner una Biblia en manos de cada persona y de este modo le haríamos responsable de su salvación. La salvación de Dios es Cristo para todo aquel que cree; el mensaje que ha de ser oído es este: Cristo. No es lo mismo oír de una cristología, que oír predicar a Cristo y de Cristo. No da lo mismo oír acerca de Cristo que a Cristo mismo.
Al predicar de Cristo ¿qué aspectos de Cristo necesitamos oír?. A lo menos tres: Su obra, su persona y sus enseñanzas. Estos tres aspectos son determinantes con respecto a lo que “somos” y lo que “tenemos” en Cristo.
La Obra: Jesús como el Cristo
El conocimiento de Jesús como el Cristo, en relación a lo que somos y tenemos, es de primordial importancia. Juan, en su primera epístola, nos dirá: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios».
La fe de que Jesús es el Cristo, hace nacer de nuevo a todo aquel que oye con fe esta proclama. Todo predicador ha de tener presente esta verdad si quiere tener éxito en salvar y edificar personas. ¿Qué es lo que oyen estas personas que por el sólo hecho de oír con fe experimentan un nacimiento de Dios? Ellos escuchan de labios de un predicador que Jesús es el Cristo.
Como el Cristo, Jesús revela la misión que vino a cumplir, la encomienda que el Padre le dio al enviarlo a este mundo. La amplitud de su obra tiene que ver con su muerte y resurrección, la redención del hombre por medio de la muerte, el juicio a Satanás, la destrucción de la muerte, la restauración de todo lo creado, la vindicación de la autoridad de Dios por la obediencia a la ley ¡Jesús es el Enviado de Dios! (“Cristo” en griego, “Enviado” en español, “Mesías” en hebreo). Para nosotros, hoy resulta fácil creer esto; pero para los judíos y el mundo greco-latino de aquellos días no fue nada de fácil. Aceptar que Jesús era el Enviado de Dios implicaba el desmoronamiento de toda su estructura social y religiosa; conmovía los cimientos de sus tradiciones, los sacaba de su sistema doctrinal y de sus estructuras políticas; les cambiaba su cosmovisión; en definitiva, la fe de Cristo rompía sus odres. Precisamente por esto, y más, le mataron; porque hallaron que tal hombre no convenía que viviese. Por proclamar esta verdad han muerto millares de predicadores. ¿Será obstinación? ¡No! Es que verdaderamente ¡Jesús es el Cristo!
El hecho de que Jesús es el Cristo soluciona un problema radical de la humanidad: Su pecado. Lo que Jesús como el Cristo consiguió para los que en él creyesen fue la redención. Esta fue su obra.
La Persona: Jesús como el Hijo de Dios
Jesús como el Hijo de Dios nos revela su naturaleza, su procedencia – ¡Viene de arriba, de Dios!–. Su persona es la imagen visible de Dios; es su imagen encarnada, y en esta forma viene a revelarnos a Dios. Jesús es la revelación que Dios nos hace de sí mismo, al mismo tiempo que es la donación de sí mismo hacia nosotros. Jesús incorpora y encarna a la Deidad en toda su plenitud. No que él sea al mismo tiempo las tres Personas, sino que actúa en representación de toda la Deidad, porque tiene su sustancia. Jesús es una sola persona con dos naturalezas inseparables. La humana y la divina; es completa y perfectamente hombre al mismo tiempo que es completa y perfectamente Dios.
Asumió al hombre en toda su humanidad. Es su vicario ante Dios. Es el hombre perfecto que Dios siempre quiso tener («… Jesús nazareno, varón aprobado por Dios», Hch.2:22), y quiere que el resto de los hombres sean conformados a la imagen de su Hijo. Es por eso que los que tienen al Hijo de Dios, son como él es. En este caso, lo que tengo determina lo que soy.
Por una parte, Jesús es la revelación de Dios y, por otra, es la revelación del hombre. El es el único hombre perfecto que ha pisado esta tierra. A Dios nadie le había visto jamás, pero «… el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Jn.1:18).
Antes de Cristo no se conoció a Dios ni al hombre. Aunque a los judíos se les había dado a conocer aspectos de Dios en forma progresiva, cuando vino el Hijo de Dios no le reconocieron. Esto prueba lo limitado que era el conocimiento de Dios que había entre ellos. ¡Qué diremos de los que en otras naciones tuvieron por dioses!
Cuando Jesús se revela a sus discípulos, les pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?…» (Mat.16:13 y siguientes).
Los hombres tenían muchas opiniones erradas respecto de quién era el Hijo de Dios; pero la confesión de Pedro fue la acertada: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!» Pedro no lo supo por deducción ni por inducción; lo supo porque el Padre de nuestro Señor Jesucristo se lo reveló. Esto es así hasta hoy, para todos los que quieran conocerle.
Si el Padre no le revela, nadie le puede conocer. Los hombres podrán tener una diversidad de opiniones al respecto, pero quien le conozca de verdad será por revelación del Padre y no por reflexión de la mente. La confesión de Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios viviente, constituye la contundente realidad de la obra y de la persona de Jesús y, es el más poderoso testimonio de Jesucristo como el fundamento de la Iglesia. Es en esta revelación y confesión que descansa la iglesia. Cuando la iglesia confiesa a Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios viviente, el Hades retrocede, Satanás y los demonios saben lo que significa esta declaración. Todas las potestades superiores lo saben, porque a través de la iglesia les es notificado, y no hay nada que les irrite más a las tinieblas que oír desde la iglesia el firme fundamento de la fe. ¡Jesús es el Cristo el Hijo del Dios viviente!
Es de gran importancia el testimonio de Jesús como el Hijo de Dios para los creyentes, pues por esta revelación se experimenta la victoria sobre el mundo. «¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1Jn.5:5)
Hacer
El “hacer” tiene que ver con la práctica de la fe y constituye la asimilación de la persona y de la obra de Jesús en la persona del creyente. Teniendo firme este fundamento, el discípulo está en condiciones de practicar las enseñanzas de Jesús, esto es, vivir haciendo la voluntad de Dios, y agradándole en todo.
El hacer en conformidad a lo que somos y tenemos en Cristo, nos habilitará para enseñar después. El hacer o el obrar del creyente emana de la fuente de la que se alimenta; esto es, de Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Dios se tomará su tiempo para conformar esta imagen de su Hijo en nosotros.
Un creyente puede comenzar a dar frutos tan pronto como conoce a Jesús (tal es el caso de la mujer samaritana), pero los frutos más anhelados, lo más grandioso es que vivamos a Cristo, lo encarnemos en el carácter para que nuestro hacer no sea en la carne sino en el poder de una vida nueva.
El hacer ha sido la bandera de algunos sectores del cristianismo, llevando a los creyentes a un activismo enfermizo: obras, esfuerzos, sacrificios, obediencia a reglamentos, en fin, legalismo, no dependiendo de la vida de Cristo en ellos, sino enfatizando el esfuerzo que debe hacer el creyente para ser semejante a Cristo por las obras externas, ya sea como miembro de una excelente familia, o siendo un buen marido, o un buen padre, etc. etc.
Todo esto puede ser muy bueno, pero el asunto no es qué tan bueno pueda ser esto, sino cuánta vida hay en ello; porque si lo que hacemos para Dios o para el prójimo proceden de la carne o de la naturaleza humana, no contarán con la aprobación de Dios. En este punto hay que tener en cuenta que es la vida la que produce el hacer y no el hacer el que produce la vida.
Lo contrario del hacer es la pasividad. Algunos han visto en las obras de Madame Guyon esta pasividad. Los doctores del cristianismo oficial tildaron sus escritos como «quietistas». Tal vez pensaron que la pasividad de la que hablaba esta hermana era un negarse a hacer absolutamente nada. Los cristianos maduros saben que tales estadios en la vida del creyente son necesarios, porque quien ha estado quieto en la presencia de Dios puede luego hacer grandes cosas para Dios.
El hacer de un cristiano no es el hacer partiendo de sí mismo, sino partiendo de la provisión que tenemos en Dios, ya que todo lo que se nos demanda, primero se nos provee en Cristo. «Y el Dios de paz… os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo» (Hb.13:20-21) Se comprende que el hacer que se espera sea un hacer en Cristo, sobre la base de lo que se es y de lo que se tiene en él.
No podemos eludir las demandas del evangelio del reino, donde se espera de nosotros obediencia a la palabra y a los mandamientos del Señor, los cuales son más rigurosos que los mandamientos de Moisés. La justicia que se espera de los ciudadanos del reino es mayor que la de los escribas y fariseos; de lo contrario no entraremos en el reino de Dios.
En el Sermón de la Montaña están las demandas más altas en relación a las normas y a la conducta de los hijos del reino. Ahora bien, nosotros estamos en ventaja con respecto a los escribas y fariseos ya que somos y tenemos lo que ellos no fueron ni tuvieron. Nosotros somos nacidos de Dios y tenemos su vida. Que esto no sea para jactancia de la carne, pero sí para certeza y gozo de la fe, teniendo en cuenta que al que más se le da, más se le pide. Por eso, nuestra justicia debe ser mayor.
Observemos el acento que Jesús pone en lo que somos: «Vosotros sois la luz del mundo… vosotros sois la sal de la tierra». Así que, preocupémonos primero del reino de Dios y su justicia, y él añadirá las cosas que necesitamos. Es como si nos dijera: “¡Tranquilos, me tienen a mí. En mí… lo tienen todo!».
Enseñar
“… Cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, este será llamado grande en el reino de los cielos» (Mat.5:19) «Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace…» (Mat7:24). En estos acentos encontramos la secuencia por la que pasa un creyente de principio a fin. Por el oír, llega a ser y a tener; luego, está en condiciones de hacer y enseñar.
La asimilación de Cristo, por la fe que nos viene por la palabra de Cristo dada por un ministro que nos habla el rhema, incorpora o incrementa en nosotros la gracia que nos capacita para hacer conforme a la voluntad de Dios. De este modo, la edificación de los creyentes no queda a expensas de las demandas que se les hace para que ellos respondan de sí mismos, sino de la gracia que les imparten sus ministros a través de la palabra de Cristo.
El problema no está en los hermanos, sino en los púlpitos. El ministerio de la palabra debería estar en pie y bien concatenado entre sí, formando equipos de ministros de la palabra que participen de la vida de cuerpo en una iglesia local. Este es el punto más débil en la cristiandad de hoy y debe ser la principal preocupación de la restauración de la iglesia. La iglesia está fallando en el hacer, porque sus ministros no han aprendido a funcionar en forma corporativa.
Los enseñadores de la palabra, deben ser hombres conocidos en el contexto de una iglesia local; deben dar pruebas de vida corporativa. ¡Cuánto cuesta a la naturaleza humana doblegarse ante la vida de la iglesia! Allí se aprenden las más grandes y profundas lecciones de la vida espiritual.
Doctrina vs. conducta
El tema de nuestra enseñanza es Cristo; que, como ya dijimos, consiste en presentar a Cristo en su obra y en su persona; lo que constituye el fundamento donde se edifica la iglesia. Agreguemos a la obra y a la persona de Jesús sus propias enseñanzas, las que para poder vivirlas habrá que echar mano al fundamento y a toda la provisión que Dios nos ha dado en Cristo.
Son muchas las parábolas, símiles, alegorías, metáforas y palabras directas que conforman las enseñanzas de Jesús. Para los creyentes es relativamente fácil guardar las enseñanzas doctrinales que impartió Jesús sobre la salvación, el bautismo, la Cena, su segunda venida, la resurrección de los muertos, los juicios, el reino que ha de venir, etc., etc., y todas son muy importantes y muy gratas de guardar. Pero muchas de sus enseñanzas tienen que ver con aspectos morales donde se espera un acto de la conducta y de la voluntad nuestra. Esto es más difícil de cumplir; es la parte en la que más fallamos. A veces tenemos hermanos con mucho celo en guardar las verdades doctrinales pero con muy poco celo en guardar las verdades que afectan la moral.
La verdad más importante de todo este énfasis es el evangelio del reino de Dios aquí, ahora. Reinaremos con él allí, si es que él ha reinado en nosotros aquí. En realidad, la verdad del evangelio del reino contiene todas las verdades tocante a las demandas en relación a las normas y a la conducta para los ciudadanos del reino. Este es el énfasis que hemos puesto al final de la secuencia vivencial de un creyente, porque si se invierte el orden poniendo las demandas antes que el fundamento en los discípulos, fracasaremos en el intento de edificar a los santos. Es posible que hasta llegásemos a ser más legalistas que los mismos fariseos ¡Líbrenos el Señor!
Evangelio de la gracia vs. Evangelio del reino
El evangelio de la gracia consiste en ver a Cristo como el Cordero de Dios viniendo a darse por y para nosotros. El evangelio del reino consiste en ver a Cristo entronizado en los cielos como el Señor. No es que existan dos evangelios, pues Jesús es una misma persona; pero lo vemos en diferentes aspectos.
El discípulo ha de experimentar ambos aspectos. En el primero, recibirá la donación que Dios hace de sí mismo en la persona de su Hijo; en el segundo, recibe el Señorío de Cristo sobre su vida en el entendido que todo lo que el Señor espera de él: obediencia, lealtad, servicio, consagración, todo, lo tiene y lo puede porque Dios se lo ha provisto en Cristo mismo.
¿Cuál de los dos aspectos del evangelio de nuestro Señor Jesucristo debería ser nuestro énfasis en la enseñanza? En realidad, cuando un creyente recibe a Cristo, recibe una sola persona. El problema está en que los maestros, al destacar un aspecto de Cristo en su enseñanza, harán sombra sobre el otro aspecto. Los dos son importantes; pero el primero es fundamental para experimentar el segundo. Con un aspecto capacitamos, con el otro exigimos; pero si exigimos sin capacitar no tendremos resultados.
No olvidemos que nuestro Señor en los cielos no solamente es el Señor, sino que es nuestro sumo sacerdote que vive para interceder por nosotros. Como Señor tiene todo el derecho a exigirnos; como sumo sacerdote nos auxilia capacitándonos para obedecer.
El Espíritu Santo nos ayude y nos dirija en el buen orden de la revelación de Jesucristo, a fin de que el servicio de la palabra de Cristo sea más eficaz y más provechoso para la fe, a fin de oigamos la palabra de verdad, que seamos y tengamos lo que Dios nos ha dado en Cristo, y luego enseñemos con respaldo de vida todo lo anterior.