Para poder hablar de parte de Dios, es preciso primero oírle a él. No sólo es un deber moral de quien ministra su Palabra, sino que es, además, un honor y un deleite.
Para tener una audiencia con un gran personaje, muchos hombres esperan meses o años. Ellos quieren tener el placer de ver a quien admiran y oír de su boca alguna frase personal. Y cuando reciben la oportunidad, se preparan acuciosamente, e inmortalizan el hecho grabándolo en fotografías o videos. Para muchos de ellos, esa ocasión sea tal vez la más importante de su vida, el hecho de su vida.
Pero hay una clase de entrevista, la más alta, hay una audiencia que está al alcance de todos los cristianos, especialmente de los que tienen la responsabilidad de hablar de parte de Dios, pero que no muchos aprovechan.
El lamento de Jeremías
El profeta Jeremías no sólo sufría por el estado deplorable de Israel en sus días, sino especialmente por la apostasía de los profetas: «A causa de los profetas mi corazón está quebrantado dentro de mí, todos mis huesos tiemblan …» – dice acongojado. (Jer.23:9).
El estado del pueblo era causado por las deficiencias del ministerio profético. Los profetas habían ignorado a sabiendas los pecados de ellos, y, más aun, habían endulzado sus lenguas para hablarles mentiras, apoyándoles en sus desvaríos. En vez de apartarles del mal, ellos «fortalecían las manos de los malos, para que ninguno se convirtiese de su maldad.» (23:14).
Siendo ellos mismos adúlteros e impíos, les hablaban al pueblo palabras de paz, diciéndoles que no habría juicios sobre ellos. Alimentaban al pueblo con vanas esperanzas. Como eran políticos, hablaban desde su propio corazón lo que convenía a sus intereses.
Dios veía esta conducta de los profetas, y se dolía por ella.
Estar en el secreto de Dios
¿Cuál era la causa de fondo para tal descarrío? Hacía mucho tiempo que ellos no entraban para estar en la presencia del Señor; ellos no conocían «su secreto», ¿cómo podrían después hablar de parte de Dios?
«¿Quién estuvo en el secreto de Jehová, y vio, y oyó su palabra? ¿Quién estuvo atento a su palabra, y la oyó? (Jer.23:18).
Ellos tenían tiempo para enfrascarse en sus negocios, y sostener largas conversaciones en sus reuniones sociales, pero no tenían oídos para escuchar a Dios.
Una y otra vez insiste el Señor sobre este asunto. Respecto de los profetas en días de Jeremías, dice: «No envié yo aquellos profetas, pero ellos corrían; yo no les hablé, mas ellos profetizaban. Pero si ellos hubieran estado en mi secreto, habrían hecho oír mis palabras a mi pueblo, y lo habrían hecho volver de su mal camino, y de la maldad de sus obras» (23:22).¡Oh, qué tristeza tenía el corazón de Dios! ¡Qué tristeza debe de tener hoy también por esta misma causa!
Mucho tiempo hace que Dios quiere comunicarnos lo que pasa por su corazón, sus gozos y tristezas, lo que Él quiere decirle a su pueblo, pero no le oímos. Como no le oímos, pensamos que Él no tiene nada que decirnos; pero no sabemos que el problema no está de Su lado, sino del nuestro. La multitud de voces que oímos no nos dejan oír la Suya.
Es que tememos a los silencios. Nuestra alma engrosada, nuestra conciencia cargada, nuestra alma cautivada por el oropel del mundo, nos impulsan a preferir el vocerío de las multitudes en vez que la voz de Dios en el silencio.
El secreto de Dios es el lugar obligatorio, prioritario, para quien aspire a hablar de parte de Dios a los hombres. Lo que Dios quiere decir y hacer lo revelará primero a los que están en su secreto. (Amós 3:7).
¡Habla, Señor!
El pequeño Samuel fue despertado por Dios en aquellos días oscuros de Elí. Como no conocía la voz de Dios, atribuía el llamado a Elí. Sin embargo, cuando fue instruido por éste, Samuel adoptó la actitud correcta frente a la persona correcta: «Habla, porque tu siervo oye.» (1 Sam.3:10).
Dios no irrumpió con violencia en el oído de Samuel para hacerse oír. Él esperó a que el niño le dijera que podía hablar. Dios no usó su omnipotencia para amedrentarlo con unas palabras de juicio. Dios esperó a que esa débil voz le autorizara a hablar.
Así obra Dios. Él no se impone, sino que nos atrae. El desea hablarnos, pero espera a que nosotros deseemos escucharle.
Tal vez nos falte la actitud de un niño, como la de Samuel, para que Dios pueda hablarnos. Tenemos demasiado conocimiento, demasiadas opiniones. Estamos llenos de demasiados preconceptos, demasiada historia. Si nos vaciáramos delante de Él, podría, tal vez, hablarnos.
El ejemplo mayor
En un pasaje evidentemente mesiánico, Isaías dice: «Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios.» (50:4). Aquí se habla de hablar y de oír. Primero se menciona el hablar, pero luego se nos descubre cómo es que se puede hablar sabiamente: oyendo antes sabiamente.
Dice Marcos 1:35: «Levantándose muy de mañana, siendo aún oscuro, salió (el Señor Jesús) y se fue a un lugar desierto, y allí oraba». Marcos nos muestra cómo el Señor vivía la profecía de Isaías. Allí vaciaba su alma cargada con el dolor de los hombres, y recibía también el refrigerio de su Padre. ¿Cómo enfrentaría las necesidades de cada día? ¿Quién le instruiría para enfrentar al fariseo hipócrita y consolar a la viuda pobre? ¿A qué escuela acudiría, qué sabio rabino le enseñaría? No tenía a nadie en la tierra. Nada podía ayudarle. Pero tenía a su Padre bondadoso, que nunca le dejaba solo.
Luego de oír a su Padre en la intimidad, en la soledad, brotaban de su boca las palabras como ríos de vida. ¡Cuán sabias eran, cuán tiernas y compasivas! Por eso las gentes se quedaban suspensas oyéndole. (Lucas 19:48).
Palabra de Dios a Juan
Los primeros versículos de Lucas capítulo 3 son verdaderamente asombrosos. Aparece allí una lista de nombres: eran las personalidades más connotadas de la época en que vivió Juan el Bautista. Partiendo desde el mismísimo emperador Tiberio César, hasta los sumos sacerdotes de Israel.
Allí aparece el regio poder imperial; allí está representada Roma con su poder sin contrapeso. Allí está también el gobernador de Judea, Poncio Pilato. Allí están también los tetrarcas: Herodes, Felipe y Lisanias. Todo el poder político desplegado con toda su pompa.
También está el poder religioso. Los sumos sacerdotes Anás y Caifás eran los que representaban «oficialmente» a Dios, quienes dirigían el culto en el templo, y que recibían la veneración de todo el pueblo.
Pero, ¿a quién más se menciona? Hay ciertamente un nombre más: Juan. ¿Quién era éste? No se dice quién era; apenas se dice de quién era hijo. Pero hay una expresión allí que tiene más peso que todo el peso de los personajes mencionados antes, con sus títulos y atributos: «Vino palabra de Dios a Juan … en el desierto.» ¡Maravilloso!
Dios no va a los palacios en busca de hombres en quienes depositar su tesoro. No busca conquistadores ni reyes. Busca a un hombre en el desierto. Un hombre rudo que se alimenta de langostas y miel silvestre. A uno que se viste con ropas tejidas con pelo de camello. ¡Bienaventurado Juan! La palabra que Dios le dio valía más que el oro, más que mucho oro afinado (Salmo 19:10).
Juan en el desierto. Ese es el lugar en que Dios suele hablar a sus profetas. Los saca del mundanal ruido, los aparta para sí y los lleva allí para hablarles al corazón (Oseas 2:14). Sus éxitos y fracasos del pasado se esfuman. El profeta es desnudado de todo lo que tiene para que pueda enfrentar a Dios cara a cara. La turbación anterior cede su lugar a la esperanza (v.15). Desde entonces en adelante, habrá una mayor pureza y una mayor intimidad con Dios (v.16-17). Desde entonces dejará de ser un intelectual de las Escrituras, un mero estudioso de la buena doctrina, para convertirse en un conocedor de Dios, en un profeta que comparte su carga. ¡Dichoso el hombre a quien Dios escoge para hablarle! ¡Dichoso el hombre a quien Dios lleva al desierto para hablarle al corazón! (Salmo 65:4).
El privilegio de tener su Palabra
No es cosa menuda el tener la Palabra de Dios. Aunque muchos hoy se glorían en los milagros, en los dones sobrenaturales y en la espectacularidad de sus ‘shows’, es por la Palabra de Dios que ocurren los hechos más gloriosos y trascendentes. Nadie nos puede asegurar que un determinado milagro produzca una verdadera conversión, ni una revelación de Cristo en el corazón. Los portentosos milagros que el mismo Señor Jesús realizó no lograron conmover a Corazín, Betsaida o Capernaúm. (Mateo 11:21-23). Abraham dudaba que un milagro pudiese llamar al arrepentimiento a los familiares del rico (Lucas 16:31). El único efecto seguro que produce un milagro en el alma es un deslumbramiento momentáneo, un éxtasis emocional.1
Siendo el resultado de los milagros incierto en el corazón del hombre, no ocurre así con la Palabra. El Señor dijo: «Así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié.» (Isaías 55:11).
Cuando Dios habla por medio de sus profetas, el corazón se conmueve, las entrañas parece que van a explotar, el ser entero del hombre es convencido y es instado a postrarse delante del Señor en adoración. (1ª Corintios 14:24-25) Cuando Dios habla, y el hombre oye, algo importante ocurre a nivel de las cosas eternas. (Vea Hechos 14:9-10; 16:14-15).
Por la Palabra fueron hechas todas las cosas, visibles e invisibles, y por la Palabra son sustentadas (2ª Pedro 3:5; Hebreos 1:3) . Por la Palabra viene el oír, y por el oír viene la fe. (Romanos 10:17). Al oír la Palabra, viene fe al corazón y éste puede invocar al Señor para ser salvo (Rom. 10:13). Por el oír con fe se recibe el Espíritu, y se obran maravillas en los creyentes (Gál. 3:5).
¿Será necesario encarecer aun más la necesidad que tenemos de oír a Dios? ¡Que Dios nos perdone el sólo hecho de tener que ser convencidos de algo que es tan claro y distinto! ¡Que Dios nos conceda su preciosa Palabra, para luego decirla como es digno de su grande nombre!