Un aspecto muy significativo de la realidad espiritual que disfrutamos en Cristo.
…acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura».
– Heb. 10:22.
En el capítulo 15 del libro de Números, el que pecaba con altivez, menospreciando el mandamiento de Jehová, moría irremisiblemente. En el capítulo 18 del mismo libro, cualquier persona que se acercare a las cosas sagradas, que no fuere sacerdote, también sería condenada a muerte (18:7), tal como había ocurrido en la rebelión de Coré.
Ahora, en el capítulo 19, la sentencia es: «Todo aquel que tocare cadáver de cualquier persona, y no se purificare, el tabernáculo de Jehová contaminó, y aquella persona será cortada de Israel; por cuanto el agua de la purificación no fue rociada sobre él, inmundo será, y su inmundicia será sobre él» (Núm. 19:13). Esto mismo se vuelve a reiterar en el versículo 20. Pero la inmundicia por contaminación con muerto tenía solución. El escritor a los Hebreos lo dice así: «… las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santificaban para la purificación de la carne…» (9:13).
La becerra alazana: otro aspecto del sacrificio de Cristo
Pero ¿cómo se obtenían las cenizas que, junto al agua de purificación, servían de expiación? Jehová dijo a Moisés y a Aarón: «Di a los hijos de Israel que te traigan una vaca alazana, perfecta, en la cual no haya falta, sobre la cual no se haya puesto yugo» (Núm. 19:2). El Señor Jesucristo es el único que puede constituir el antitipo de esta figura. Solo en él no se encontró falta alguna y él fue el único que jamás cargó el yugo del pecado. Él nunca fue esclavo del pecado. El único yugo que cargó sobre él, fue el de la voluntad de su Padre. De hecho, gracias a este yugo, él fue librado y guardado del yugo de la esclavitud del pecado.
Las instrucciones continúan: «…y la daréis a Eleazar el sacerdote, y él la sacará fuera del campamento, y la hará degollar en su presencia. Y Eleazar el sacerdote tomará de la sangre con su dedo, y rociará hacia la parte delantera del tabernáculo de reunión con la sangre de ella siete veces» (Nm. 19:3-4).
Rociar siete veces con la sangre, indica que la expiación es completa y perfecta; aquello que es cubierto por la sangre siete veces está definitivamente redimido. Luego Eleazar «hará quemar la vaca ante sus ojos; su cuero y su carne y su sangre, con su estiércol, hará quemar» (Núm. 19:5). Esto no ocurría con ningún otro sacrificio anteriormente visto. Todo el animal era quemado y convertido en cenizas.
Además, Eleazar tomará «madera de cedro, e hisopo, y escarlata, y lo echará en medio del fuego en que arde la becerra» (Núm. 19:6). La madera de cedro y el hisopo representan lo más grande y lo más insignificante de la creación, respectivamente. Por eso dice 1 Reyes 4:33 que Salomón «disertó sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared». La escarlata (tinte carmesí), por su parte, significa «grandeza terrenal» como en el caso de la bestia del Apocalipsis que posee este color (Apoc. 17:3; 12:3). Por lo tanto, el fuego no solo convirtió todo el animal en cenizas, sino junto con él, toda la vanagloria humana. En la cruz de Cristo el hombre y toda su gloria quedaron convertidos en cenizas.
«Y un hombre limpio recogerá las cenizas de la vaca y las pondrá fuera del campamento en lugar limpio, y las guardará la congregación de los hijos de Israel para el agua de purificación; es una expiación» (Núm. 19:9). Este sacrificio, al igual que todos los demás, representa un aspecto del único sacrificio de Cristo. Y al igual que los otros sacrificios, la sangre es mencionada como el primer elemento que hace expiación o propiciación por los pecadores.
Sin embargo, el sacrificio de la vaca rojiza o alazana tiene un aspecto único y singular: No solo la sangre expía, sino también sus cenizas. Por eso el escritor a los Hebreos, dice: «Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne…» (9:13). Según el escritor, tanto la sangre como las cenizas santificaban para la purificación de la carne.
A lo largo de todo el Pentateuco hemos visto cómo la sangre santifica al oferente; no obstante ¿cómo purifican las cenizas de la becerra? ¿Qué representan? ¿Qué aspecto del sacrificio de Cristo destacan? Uno muy interesante. Todos sabemos que nuestros pecados fueron expiados con la preciosa sangre de Cristo; pero ¿qué fue de ellos, de nuestras obras, de nuestros pensamientos, actitudes, sentimientos y motivaciones? Todos quedaron convertidos en cenizas en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Las cenizas se levantan como un testigo en nuestra conciencia de que nuestro Señor puso fin al pecado y terminó con nuestra vida pasada. ¡Aleluya! Si alguno tuviese dudas de su redención o del perdón de sus pecados, ¡mire entonces las cenizas y convénzase! Allí está lo único que queda de tu vida pasada. La redención por la sangre es perfecta y el juicio fue completo. Nada del viejo hombre sobrevivió al exterminio de la cruz.
El procedimiento
Pero las cenizas debían ser aplicadas al inmundo para su limpieza. El procedimiento era el siguiente: «El que tocare cadáver de cualquier persona será inmundo siete días» (Núm. 19:11). «Para purificar a la persona que quedó impura, en una vasija se pondrá un poco de ceniza del sacrificio expiatorio y se le echará agua fresca. Después de eso, alguien ritualmente puro tomará hisopo, lo mojará en el agua, y rociará la tienda y todos sus utensilios, y a todos los que estén allí. También se rociará al que haya tocado los huesos humanos, el sepulcro o el cadáver de alguien que haya sido asesinado o que haya muerto de muerte natural. El hombre ritualmente puro rociará a la persona impura los días tercero y séptimo. Al séptimo día, purificará a la persona impura, la cual lavará sus vestidos y se bañará. Así quedará purificada al anochecer» (Núm. 19:17-19 NVI).
Por último, llama la atención que tanto los que participan en el proceso del sacrificio de la becerra como los que aplican el agua de la purificación a los inmundos, todos resultan contaminados: «… y será inmundo el sacerdote hasta la noche. Asimismo el que la quemó… será inmundo hasta la noche» (19:7-8). El hombre limpio que recogió las cenizas, también «… será inmundo hasta la noche» (19:10). Y el hombre limpio que efectuó la purificación «también lavará sus vestidos» (19:21).
Estos hechos indican con claridad meridiana que el pecado es altamente contagioso y que es prácticamente imposible tocar el pecado y no ser contaminados por él. Aun el que estaba limpio para ayudar a purificar a otro que estaba inmundo, terminaba también siendo manchado.
Por ello, el escritor a los Hebreos, una vez que ha mostrado a los creyentes la realidad espiritual que disfrutamos en Cristo, los exhorta con estas palabras: «… acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura» (10:22). Nuestros corazones fueron purificados de mala conciencia por medio de la sangre asperjada siete veces hacia la entrada del tabernáculo de reunión, y nuestros cuerpos fueron lavados con el agua de la purificación. Interiormente fuimos purificados con la sangre y exteriormente lavados con agua pura.